Javier no tiene corazón

Javier no tiene corazón

La memoria musical homoerótica de España.

Para qué nos vamos a engañar, Javier nunca le dio la mayor importancia a la relación que mantenía con Miguel. A los ojos de los demás eran dos buenos amigos, casi inseparables, pero cuando se quedaban a solas entre ambos se desataba la pasión. En el verano de 1979, con la Constitución recién aprobada, la democracia instalada en los ayuntamientos y los rusos a punto de apoderarse de Afganistán, la historia de Javier y Miguel se convirtió en una canción, una de las primeras en hablar abiertamente en España de una relación amorosa entre hombres.

Antes y después de ese momento, lo gay se asomaba a la música con el mismo reparo y los mismos complejos que aparecía en la sociedad española: o bien procedía de lo marginal, de lo oculto, o se escondía en la ambigüedad del doble sentido. Daba lo mismo si era la Zambra de mi soledad, de Tomás de Antequera, Canastos, de Luis Mariano, Don Triquitaque, de Miguel de Molina, o Mi gran noche, de Raphael. Por mucho que se colara varias veces el pronombre ella en la letra esta última admitía una segunda interpretación, mucho más explícita que en la original, en la voz del Niño de Linares: “Hoy para mi es un día especial/hoy saldré por la noche./Podré vivir lo que el mundo no está/cuando el sol ya se esconde./Podré cantar una dulce canción/a la luz de la luna/y acariciar y besar a mi amor/como no lo hice nunca...”.

En cualquier caso, ni ése ni ningún texto venía a decir lo que algunos creían que decían porque la censura se encargaba de establecer, tijera y código penal en mano, un límite claro entre significado y signficante y más desde que les colaran una película como Diferente, con Roberto Alaria de protagonista.

Libres de las ataduras de la dictadura, las canciones que hablan de esas conductas desviadas que tanto habían preocupado a los censores, curas y jueces, comienzan a llegar a los escenarios de la mano de folklóricos y transformistas, sin desprenderse del todo de la pátina de clandestinidad que arrastraba desde hacía décadas. Con discreción, a lo largo y ancho del país están abriendo bares que cada noche reúnen a una selecta clientela que lo mismo corea Libérate, de Rafael Conde “El titi”, La Tomate, de Paco España, que Mi vida privada. Atrás quedaban las alegres noches del Pasaje Begoña de Torremolinos, aquél oasis de libertad en pleno franquismo por donde habían pasado Brian Epstein, Amanda Lear o Pía Beck, y que la policía de la dictadura había borrado del mapa en junio de 1969.

Pero...  ¿dónde estaban los cantautores? ¿Cómo se le podía pasar por alto un cambio tan profundo a la canción de autor, que durante los sesenta y setenta había levantado acta de la vida española?

Casi al mismo tiempo que Javier y Miguel hacían público lo suyo en la voz de Leonardo Dantés, una renovada Mari Trini publicaba Despiértame, el relato de una mujer expulsada del triángulo que mantiene con dos hombres que acaban siendo amantes: “Es demasiado para mí/ver a dos gallos en el jardín/como tú y el, de aquí para allí, y yo aquí. Despiértame, digo desnuda aún/enséñame a olvidar/la fecha y el lugar/de vuestra ambigüedad./Despiértame/antes que den las seis,/él no debe saber/que existe una mujer/en tu jardín cuando él se va...”

Ese mismo año, Víctor Manuel entra en la lista de los discos más vendidos con Quién puso más. En su camino imparable hacia la normalización, el ciclo del amor marica, que diría mi admirado Gabriel J. Martín, sigue su curso con naturalidad: agotado el enamoramiento, llega la ruptura. “...Dos hombres solos y la gente alrededor,/son treinta otoños contra el dedo acusador./Quién puso mas, los dos se echan en cara,/quién puso mas, que incline la balanza,/quién puso mas calor, ternura, comprensión,/quién puso más, quién puso más amor...”.

En el camino hacia la visibilización, el cine le sacaba una clara ventaja a la música en aquellos primeros, y esperanzadores, ochenta. Aunque no fue el único, gran parte de ese mérito normalizador recayó en Almodóvar y su estética provocadora que, incluso, se atrevía a piropear en la pantalla al heredero iraní, del que medio ambiente de la época estaba enamorado. Alguna vez quienes ahora se acercan a la jubilación tendrán que reconocer lo que les aportaron películas como La muerte de Mikel o La ley del deseo o la estrafalaria ambigüedad de Miguel Bosé al son de Amante bandido.

El honor y la gloria, sin embargo, serán siempre para Carlos Berlanga y Nacho Canut que, con la voz desafiante de Alaska, armada, por si acaso, con una sierra eléctrica, sintonizaron con la opinión de una sociedad española cada vez más moderna y abierta. Transformada en rumba, himno o, incluso, tango, A quién le importa acabó el tabú y las palabras a medias. Una década después, una generación que había crecido sin el miedo al reproche o a la redada, se tiró a la calle. Con Chueca como destino, Madrid fue una fiesta. En aquella efervescencia, recogida en las páginas de Zero, Odisea o Shangay, la discográfica EMI se atrevió a recopilar en cuatro cedés, ¡cuatro!, titulados ¡Ay, que me vuelvo loca!, la memoria musical homoerótica de España.

Contado así, da la impresión que los acontecimientos se desarrollaron de una manera natural, rápida y hasta imparable. Nada más lejos de la realidad. Gracias al tesón de tantísimos activistas, conocidos, como los inolvidables Zerolo, Petit, Alas y tantos otros, o anónimos, al compromiso de algunos partidos políticos y al coraje ciudadano, la niebla del tiempo ha cubierto la historia de Javier y Miguel.

¿Qué habrá sido de ellos? Los imagino jubilados, uno acodado en la barra de un local en la siempre acogedora Barcelona y el otro paseando con su perro por las calles de aquel Torremolinos al que soñaba con escaparse cuando era joven. Los dos no pueden evitar que se les escape una sonrisa cuando observan a los muchachos de hoy, descarados, espontáneos, naturales perfectamente acoplados en un grupo de gente de su edad. De fondo, suena Miss Caffeína: Volveré con más cordura/más sereno y con arrugas./Pasearé por el colegio/esta vez sin tener miedo./Volveré para enseñarte/que al final hice algo bueno./Con todas tus frases hechas,/con todos tus golpes secos.Voy a liberarme,/voy a dejar de odiarte...

En realidad, hace tiempo que ambos enterraron el rencor, aunque Miguel no pueda evitar el reproche cuando habla de cierto amor que nadie conoció: Javier no supo amar. No tuvo corazón.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).