La agenda de Falsarius: Aponiente o el tío que se inventó un mar

La agenda de Falsarius: Aponiente o el tío que se inventó un mar

Afortunadamente no soy crítico gastronómico y no tengo que escribir cosas raras, así que puedo decirlo sin adornos: me lo pasé pipa. Entre otras cosas por descubrir a un tío que no necesita bogavantes, langostas, ni peces exóticos para hacer maravillas.

MARTES: Voy a cenar a Aponiente, el restaurante de Ángel León, ese cocinero Neptuno de los fogones que un día decidió inventarse un mar en el que reinar. Que me parece bien. Que si el Principito del cuento tenía un planeta, ¿por qué no puede un cocinero de El Puerto de Santa María tener un mar y llamarlo Aponiente? Yo debí ser berberecho en otra reencarnación, porque a mi los mares me pierden, así que iba con mucha curiosidad. Al sentarme lo primero que descubro es que estrenan carta. Un menú genialmente dibujado por la artista sevillana Pilar González Jaraquemada, sin apenas palabras. Como un cuento ilustrado en el que al comensal le van dando pistas de lo que va a comer. Y lo que va a comer no es ningún cuento. Es comerte el mar como nunca antes lo había hecho. En serio. Afortunadamente no soy crítico gastronómico y no tengo que escribir cosas raras, así que puedo decirlo sin adornos: me lo pasé pipa. Entre otras cosas por descubrir a un tío que no necesita bogavantes, langostas, ni peces exóticos para hacer maravillas. Con modestos productos del entorno, caballa, atún, sardinas, cañaillas o algas, hace milagros. Cocina de pescador de caña desde el puente, de salinero, de cocinero de barquito pesquero, o de Robinson perdido en una isla, pero llevada a otro nivel. Cocina de pobres pasada por la cabeza loca de un entusiasta del mar y convertida en algo nuevo y distinto. ¿Que no mola? Así empiezas con unas cortezas de piel de morena, que no se me ocurre cómo no se habían hecho antes, y acabas con un alfajor helado, que es como será lo antiguo en el futuro. Y entremedias, de todo. Eso sí, sin salir del agua. Como si estuvieras sentado en unas rocas de marea baja, con Cádiz atardeciéndote en la cara, y un cruce entre científico loco y prestidigitador fuera sacando cosas del agua y sirviéndotelas, tras pasarlas por su sombrero de mago. Igual me estoy poniendo lírico, pero es que estaba cenando y me estaba comiendo el mar con sus barquitos de vela y sus peces de colores, con su sol y con su arena, con su viento, su sal, su Alberti y su cielo azul. Me estaba comiendo la bahía entera. Los embutidos impostores, porque son de pescado, de mitológicos e inexistentes cerdos marinos. Un molletito regordete con atún en manteca, de los que hubiera querido llenarme un barco. Un queso que no era queso, lleno de mar con olas verdes. Lomitos de sardinas, cañaillas preparadas como caracoles. La sorpresa de una puntillita que quería ser zanahoria, que parecía un plato sacado de El Principito, y que daba lástima empezarlo de lo lírico que era. Una esencia de mar, que te devuelve a los orígenes de amebilla prehistórica. Un surimi que se ríe de sí mismo. Una caballa como nunca has probado. La sopita de mejillones, delicada y deliciosa. Un calamar de potera chapoteando feliz en una infusión de menta poleo, dándose a la mojama. Que sí, que no me había comido un tripi. Ni falta que hacía. Y todavía quedaban muchas sorpresas escondidas en la chistera del mago Ángel León, que viene y te lo explica, feliz como un niño jugando en la arena. Aparece de pronto un langostino de Sanlúcar, en el caldito más rico que se pueda imaginar. Y un arroz que es puro mar, y siguen pasando cosas. Una tras otra. Sorpresa tras sorpresa. Y de repente el mar se retira, y parece que el pescado se convierte en carne de crujiente cortecilla tostada, aunque todo es apariencia. Y sin que ya sepas por dónde te están viniendo, te encuentras probando un rabo de toro, untoso y exquisito, que es un atún travestido que te lleva de parranda. Y olé. Y justo antes del final, un helado de wasabi, te devuelve a la tierra, pero despacito, sin apuros. Y el frío alfajor es como la última espuma que te roza antes de que baje la marea. Acabas la cena tendido en la arena como cuando de chico te revolcaba una ola juguetona y te dejaba varado en tierra, desconcertado y feliz. Y ya al salir, recoges la sorpresa que en forma de botella con mensaje te dan al marchar, ves a Ángel León que sigue trasteando en la pecera de su cocina y no puedes dejar de pensar: este tío y su mar son la hostia.