La culpa de la mujer y otras costumbres históricas

La culpa de la mujer y otras costumbres históricas

La mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo.

Depressed young woman cryingArman Zhenikeyev via Getty Images

La noticia se volvió viral con la rapidez burlona de las redes sociales: Un hombre fue captado por una de las habituales Kiss Cam de juegos y otros eventos deportivos, mientras besaba a una mujer. La anécdota no tendría nada de extraño, a no ser por el hecho que no se trataba de su esposa. O eso fue lo concluyó la mayoría de quienes compartieron el vídeo durante casi una semana. Finalmente, el inesperado protagonista de la historia, admitió a los medios que las sospechas eran ciertas y además añadió, que la imagen “había destruido” la relación que sostenía con su esposa, en una conclusión hilarante y grotesca a lo que empezó como una de las millones de anécdotas diarias que atraviesan el mundo virtual. 

Más desconcertante aún resultó el hecho, que buena parte de quienes comentaron el vídeo también culparon a la mujer desconocida, que casi por accidente también protagoniza el suceso. Para mi sorpresa, no sólo recibió la habitual colección de insultos sobre su conducta sexual, sino que se le responsabilizó directamente “por romper un matrimonio”. Leí la historia con la habitual sensación de desconcierto que me provocan situaciones semejantes.

Hace unos cuantos años, una amiga me contó con detalles su dolorosa ruptura con su novio por más de tres años luego de que descubriera le era infiel con una mujer con la que trabajaba. Me habló sobre los días de dolor devastador, los silencios en la casa vacía y, sobre todo, la sensación ambivalente y demoledora que había perdido una parte de sí misma. La escuché con toda la empatía de la que fui capaz y como toda buena amiga, me dediqué a despotricar contra el novio ausente con toda la buena fe que pude reunir. Ella me escuchó, sonrió y se secó las lágrimas.

- Espero que la mujer esa con la que me fue infiel sufra el peor castigo del infierno — me dijo. Parpadeé.

- Él se lo merece mucho más.

- Él es sólo un hombre.

No supe que responder a eso. No sólo por el hecho que la frase parecía englobar un directo menosprecio al que fue su pareja por casi un lustro sino, además, justificar su conducta a un nivel que me resultaba incomprensible. Carraspeé la garganta, incómoda.

- Pero él era quien tenía una relación y un compromiso emocional contigo.

- ¡Ella se le metió por los ojos! — insistió. Las mejillas se le colorearon de pura furia — Estábamos bien hasta que ella…

Se queda sin palabras, traga saliva. Como buena amiga que soy, debería darle una palmadita en la espalda y asegurarle que esa “otra mujer”, la “puta” que le “arrebató” al que consideraba el hombre de su vida, sufrirá todos los martirios del infierno. Que tendrá que soportar la vergüenza y la ignominia de haber provocado la ruptura de una pareja perfecta. Pero simplemente no puedo: no encuentro el argumento, la razón, el objetivo de insistir en una idea tan engañosa como esa, de adornar la verdad con esa noción sobre la culpabilidad difusa, el estigma de la mujer caníbal capaz de destrozar cualquier relación emocional a su antojo. En lugar de eso sacudo la cabeza, le tomo de la mano y me preparo para lo que supongo, será una discusión incómoda.

- Ya había problemas antes que llegara esa mujer — comienzo — la relación no dejó de funcionar porque un tercero apareció en escena. Lo hizo porque algo complejo ocurría entre ambos que no llegó a resolverse. Él actuó de manera cobarde, violenta y grosera hacia a ti. Es él quien es el responsable de todo lo que está ocurriendo.

Mi amiga se secó las lágrimas con el dorso de la mano y me dedicó una rara mirada de furia. Sacudió la cabeza y noté que se ponía rígida, como si cada una de mis palabras la ofendiera de una manera secreta que yo no comprendía muy bien. Tal vez era así, me dije con un sobresalto, como si cayera en cuenta por primera vez de la compleja interconexión de ideas que sostenía todo su razonamiento. No sólo se trataba de una disculpa tácita al comportamiento de su expareja sino una justificación — absurda e incompleta, pero justificación al fin — sobre el dolor que le había causado.

- Él me quería antes que esa mujer…

- Quien tenía una relación era él, no ella — ahora me siento una vergüenza inexplicable — desde el punto que lo mires, él es quien traicionó tu confianza, te mintió y destrozó lo que había entre ambos.

Qué difícil resulta poner en palabras algo tan simple cuando quien te escucha necesita la barrera de cierta ignorancia ingenua para atravesar un sufrimiento íntimo. Qué complicado es el hecho de analizar con una distancia objetiva un asunto emocional con tantas implicaciones distintas. Me arrepentí de haberlo hecho, cuando mi amiga se levantó del sofá donde estaba tendida y me dedicó una larga mirada apreciativa, como si le resultara una desconocida. Quizás lo éramos, pensé de súbito. Luego de años de amistad y una larga historia en común, lo más probable es que no nos conociéramos en absoluto.

- Cuando alguien te joda como esa puta me jodió a mi, me hablarás de tus ideas feministas — me gritó y lo hizo con una sinceridad que me rompió el corazón — ¡Allí entenderás de qué hablo!

Por supuesto, no tenía cómo responder a eso sin herirla, de manera que opté esta vez por el silencio. Aún así, seguí pensando en su reacción — en el sufrimiento que parecía ocultar una callada conciencia sobre lo que podía significar lo que yo había sugerido — muchos meses después. Preguntándome con enorme preocupación el motivo por el cual la cultura en que nacimos comprende a la mujer y al hombre — y las relaciones entre ambos — de manera tan confusa. Una visión fragmentada sobre quiénes somos y quiénes podemos ser.

La mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo.

Es curioso como se recuerdan algunos momentos que luego comprendes que fueron importantes en tu vida. En mi caso, lo hago a través de anécdotas. Por ejemplo, recuerdo con mucha claridad la primera vez que pensé sobre la manera distorsionada en la que la sociedad percibe a la mujer: fue durante una prosaica consulta odontológica, y lo hice luego de leer un cuento muy estúpido titulado Te perdí y te amé. Tenía unos dieciséis años y, como dije, me encontraba en el lugar más extraño que se pueda imaginar para recibir una iluminación moral. El cuento al que me refiero venía incluido en una arrugada edición de la por entonces popularísima revista Tú que me encontré en un polvoriento revistero y que leí por aburrimiento. Sí, yo y mi mala maña de leer todo lo que se me pasa por las manos. Pero ese es otro tema. Volviendo al del cuento, recuerdo que se trataba de un relato de una chica de mi edad que había descubierto que su amadísimo y al parecer no tan confiable novio, le había sido infiel. El pequeño drama a tres actos dejaba bien claro un par de cosas desde el principio: que nuestra sufrida protagonista era una chica “buena” que no había querido salir la noche de la “infamia”, que el chico era torpe e irresponsable… y que la otra era poco menos que una puta. Así, a las claras. Porque, de hecho, durante las tres páginas del cuento — que leí en diez minutos que no recuperaré jamás y que sigo lamentando — la autora se dedicó a dejar bien claro que el problema no era su juventud, la estupidez del novio… sino esa pérfida chica de minifalda que había “engatusado” al pobre hombre inocente, a esa víctima de los zapatos de tacón alto y el lápiz labial. A esa chica, a la “fácil” se le acusaba de todo. La sufriente y herida novia engañada la llenó de epítetos, la acusó de ser el motivo de sus lágrimas de niña dulce y “de su casa”, y el grupo de adolescentes imaginarios del cuento la apoyó. Un poco asombrada — e irritada — recuerdo que tomé un bolígrafo y allí mismo comencé a reescribir la historia por los bordes de las hojas, contando cómo la chica de la minifalda se sentía usada por el sexo de una noche, por haberse ido a la cama con un sujeto que no le dedicó ni un solo pensamiento como no fuera el de acusarla por su necedad. Imaginé a la chica, ya sin el maquillaje que la hacía ver mayor, sentada en la orilla de una cama pequeña, como de niña, con los ojos enrojecidos de llorar, luego de que alguien le llamaba para contarle lo que el chico que tanto le había gustado unas noches antes decía de ella. La imaginé tan claramente que llené la revista de palabras y de acusaciones. Y cuando mi odontólogo me atendió, estaba tan disgustada que le pedí cambiar la cita para otro día que me sintiera mejor. Caminé por la calle, ofendida, como si los personajes del cuento fueran reales, y después me pregunté por qué me sentía de esa manera.

- Porque son reales — me contestó mi tía L., deslenguada y directa, cuando le conté la anécdota — eso ocurre siempre, a toda hora. Y obviamente ese cuento pendejo es una manera de dejar bien claro los roles que una chica debe cumplir y los que debe evitar.

De nuevo, me imaginé a la chica “buena”. Y me pregunté en qué consistía exactamente esa “bondad”, cuál era el sentido de ese estereotipo tan socorrido y que parece estar en todas partes. La mujer que sonríe siempre con amabilidad, la mujer que “es difícil”, la mujer “decente”. Más allá, la abnegada, la que sostiene el hogar. Y mucho más allá, la anciana venerable, la que se recuerda como esa identidad intachable. Me dio escalofríos imaginarme a mí misma de esa manera, preguntarme dónde encajaba yo en todo eso. Mi tia L. soltó una de sus escandalosas carcajadas.

- Mejor te acostumbras — me dijo después — porque ni tu ni yo, o cualquier mujer inteligente, calza en nada de eso. Lo femenino es poder, pero para entender eso hay que ejercerlo.

Nunca olvidé la frase y ahora que escribo esto, sonrío al recordarla otra vez.

Hablar sobre la mujer no es sencillo. Podría parecerlo, en una época donde la sociedad aboga por la igualdad y las diferencias de género se acortan. Después de todo, la identidad femenina ha conseguido triunfos significativos en independencia, equidad y, sobre todo, su percepción como parte de una idea cultural igualitaria. O eso podría pensarse, en un análisis superficial. Porque, aunque es una visión esperanzadora — justa, en realidad — es tan irreal como cualquier otra que pueda sustentarse sobre una futura reintrepretación de roles culturales. Actualmente, la mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo, y lo que es aún peor: forma parte de una estadística ciega, marginal, que pocas veces se incluye dentro de una visión global de sociedad. Parece exagerado lo que digo, ¿verdad? También me gustaría pensar que se trata de una exageración. De una mera interpretación sobre lo femenino en medio de una cultura que aspira a la igualdad. Pero no lo es, y los ejemplos sobran, y lo que es peor, se multiplican, quizás consecuencia de esa necesidad cultural de mirar hacia otra parte, de analizar las ideas de una perspectiva más permisiva en lo que a la mujer respecta.

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