La enfermedad como espejo
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A propósito del coronavirus, he pensado mucho en mi forma de interpretar el dolor, el miedo y la vulnerabilidad de la enfermedad. No es un tema sencillo: los primeros quince días de cuarentena me han dejado aterrorizada y exhausta. Y no puedo evitar recordar que por años me he cuestionado sobre el hecho físico de la enfermedad, el miedo y la angustia a través del cristal de lo femenino. Esa fenomenología del dolor que muchas veces es difícil de explicar. Por supuesto, la pandemia es un mapa sobre la vulnerabilidad que nada tiene que ver con el género, pero sí con cierta autoconciencia de la responsabilidad sobre el cuerpo. Y eso es quizás lo que me obsesiona. 

Mi maestra favorita del colegio era Rosalinda. Enseñaba Castellano y Literatura. Era joven, con el cabello muy corto, solía leer mis primeros cuentos y era de las pocas personas que no parecía sorprenderle -ni molestarle- mi adicción juvenil por la lectura. Creo que me entendía un poco porque siempre sospeché que en su juventud, había sido muy parecida a mí. Cualquiera sea el motivo, Rosalinda se convirtió en mi maestra ideal, esa “amiga adulta” con que todo niño sueña y más aún si eras un poco como yo, gruñona, ermitaña y nerviosa. Muchos de mis recreos de cuarto grado los pasé conversando con Rosalinda en el patio enorme y florido del colegio de monjas donde me eduqué.

De manera que cuando Rosalinda enfermó de cáncer, fue una tragedia en mi vida. Ya me encontraba en quinto grado, no era una de sus alumnas pero me enteré de mi inmediato: tuvo el detalle de venir al colegio y explicarme qué le estaba sucediendo. No lo comprendí mucho: no tenía mucha idea sobre lo que me hablaba  y solo comprendí que tenía mucho miedo. La abracé y entonces Rosalinda lloró. Apoyada en mi hombro de niña, temblando de angustia, lloró como ahora supongo, no lo había hecho en las semanas del diagnóstico. Ese pequeño llanto, que se secó muy rápido y sustituyó por la sonrisa de costumbre, me mostró lo muy grave de lo que padecía, el peligro que Rosalinda sabía estaba corriendo.

Supe de su muerte un año después. Y mi abuela consideró que debía asistir al funeral. Lo hice, por supuesto. Quería despedir a Rosalinda, quería comprender qué había ocurrido en realidad. Los niños tienen una curiosidad morbosa por la muerte creo, y yo no era la excepción. Además de la comprensible angustia que sentía por la muerte de mi maestra, también me estaba haciendo cientos de preguntas sobre porque había muerto, si se pudo haber evitado. No la miré en el ataúd, sino que me senté junto a su hermana mayor, que era muy parecida a ella, con sus mejillas llenas de pecas y ojos inocentes. Y fue Julieta, la que me tomó de la mano y me dijo una frase que sigo recordando aún hoy.

- Rosalinda no verá a sus nietos porque no se tocó a tiempo. Se le fue la vida entre los dedos. 

Recordé esa frase mientras leía la carta pública de la actriz Angelina Jolie, donde contaba su experiencia luego de haberse realizado una doble mastectomía preventiva de cáncer de mama. Me conmovió hasta las lágrimas leer lo siguiente: “Mi madre luchó contra el cáncer durante casi una década y murió a los 56 años. Ella vivió el tiempo suficiente para ver al primero de sus nietos y cogerlo en sus brazos. Pero mis otros hijos nunca tendrán la oportunidad de conocerla y la experiencia de saber lo cariñosa y amable que era”. Y recordé a Rosalinda, hermosa y sana, hablándome de sus hijos futuros, a los nietos a quienes le contaría cuentos y le revisaría las tareas. Rosalinda no tuvo la oportunidad que Angelina sí, y a la distancia, ambos casos, con todas sus diferencias, son el ejemplo de lo que el cáncer de mama simboliza y poca gente asume: la muerte discreta, la que se ignora, la que puede evitarse, la que te roba el futuro por un descuido. Rosalinda lo tuvo, Angelina tomó precauciones. La pregunta que me hago es: ¿Qué hace la mujer en Venezuela para cuidar de su salud y evitar morir por descuido?

La cinta rosa y el final feliz

Después de la muerte de Rosalinda, me obsesioné con la idea del cáncer de mama. Tragándome mis temores y timidez, visité al ginecólogo de mi madre y en un llanto nervioso, le expliqué que necesitaba saber cómo protegerme, cómo evitar que el cáncer dejara inconclusa mi vida. El doctor Llamozas me escuchó con atención. Mis lágrimas y mi miedo no le sorprendieron. Pero mi necesidad de protegerme, sí.

- El cáncer de mama se evita, es el mejor remedio que conozco contra él - dijo.

Nos encontrábamos en su oficina, pequeña y soleada y la idea de la muerte me parecía morbosamente cercana. El cáncer es una enfermedad que se aprovecha de lo que no sabes, de lo que descuidas, de tu propia ignorancia. Así que la mejor manera de evitar el sufrimiento, es previniéndolo.

Una idea un poco angustiosa, pensé. Era casi como admitir que no había cura real. Pero eso no es del todo cierto. No obstante, tomar conciencia del poder que tenemos para evitar las peores consecuencia del cáncer, nos permite no solo tomar decisiones inteligentes y oportunas -como en el caso de Angelina- sino además, comprender un poco más que el cáncer, como padecimiento, es derrotable. Y es una batalla que se gana con conocimientos, con inteligencia y preocupándote por tu salud de manera responsable.

Seguí obsesionada con el cáncer de mama por años. Asistí a charlas sobre el tema, me familiaricé con los términos y procedimientos de autodiagnóstico. Era muy joven -apenas diecisiete años- cuando comencé a tocarme los senos en busca de bultos e irregularidades, una costumbre con la que crecí y que se volvió parte de mi rutina. Y es que la temprana muerte de Rosalinda, me demostró que el cáncer no distingue de edad, no sabe de planes o de proyectos, no es justo, no es discreto. El cáncer se enfrenta a tu voluntad de sobrevivir y en esa lucha, la negligencia es tu peor enemigo.

Esa frase me la dijo una mujer formidable: K. A ella la conocí cuando comencé un proyecto fotográfico personal llamado “Las Dos Evas”, una serie de imágenes sobre madres e hijas. K. sufría de cáncer de seno, acababa de sufrir una mastectomía radical y estaba recibiendo las primeras dosis de quimioterapia y aceptó que la fotografiara como parte de mi proyecto en una especie de necesidad inquieta de mirar el proceso. Acepté, y por semanas, la fotografié, a ella y a su hija, en el lento proceso de recuperar la salud, en el miedo, en la angustia, en los temores sofocantes con que tenía que lidiar para ganar la batalla. Tenía tanto miedo K... y también rabia.

- Tuve el bulto por meses antes de hacerme revisar -me explicó, sentadas en la habitación donde recibía la quimioterapia, mareada y descompuesta- lo sentía  Era claro y duro. Pero pensé que podía ser cualquier cosa. Pasaron semanas enteras antes que asumiera que no iba a desaparecer. Y meses antes de hacerme revisar.

No dije nada. La miré y ella me hizo una seña para que la fotografiara. Era como un acuerdo tácito, ese de confesarse frente a la cámara. Lo hice, con las manos temblándome de una emoción parecida a la angustia, pero un poco más violenta. ¿Impotencia?

- Y ahora estás aquí - dije. Su hija, una mujer en la treintena y que nos acompaña sentada en una esquina de la habitación levantó los ojos para mirar a su madre. Y hubo un suspiro lento, compartido, de resignada furia, de frustración.

- Sí - dijo K. - no es mi culpa, pero si pudo ser mi responsabilidad.

Pensé en esa frase mucho tiempo, mientras miraba el trabajo fotográfico, foto a foto, intentando comprender el mensaje. Los ojos atormentados de K, la angustia de su hija, el dolor silencioso del marido. Decidí que no estaba preparada para mostrar las fotografías a nadie, no sin saber que ocurriría con K. o su familia. De manera que aguardé, pensando en lo fugaz de la vida, en el poder que tiene cada decisión. Por días, me miré desnuda frente al espejo, contemplando mis senos, tocándolos, pensando en mi cuerpo y sobre todo, en la responsabilidad que tengo con mi salud. Es un pensamiento singular ese, el de asumir el peso y el valor de una decisión. Y cómo duele saberlo y más allá, construirlo como parte de una idea futura.

K. sobrevivió al cáncer. Un par de años después, le obsequié las fotografías . Nunca se las mostré a nadie sino a ella. Y me lo agradeció colgándolas en su oficina, para sonreír y aceptar su triunfo, un trofeo en imágenes que demostró su gran voluntad.

Tócate, conócete, asume tu poder

Así que crecí, me hice mujer muy consciente del peligro que corro y sobre todo, que tengo la capacidad de evitar lo que pueda ocurrir. Lo estoy no solo por Rosalinda, sino porque ahora que soy una mujer en la treinta, sé que el cáncer es un peligro real, un riesgo muy concreto. Sobre todo porque el cáncer de mamas, es una enfermedad que podría incluso asumirse como simbólica, que puede mirarse como una idea que engloba a demás, una disyuntiva sobre la feminidad, sobre nuestra percepción de nuestra identidad y de género. En mis largas tardes con K, la vi llorar muchas veces por haber perdido “su cuerpo de mujer”, abrumada por la “mutilación” de su cuerpo, meditando sobre lo que la hacia esencialmente femenino. Y es que el cáncer de mamas, golpea esa ideal de la mujer que todas sostenemos y asumimos como real y muchas veces, necesario. Un pensamiento que desconcierta, pero tan obsesivo que termina siendo doloroso.

No obstante, la feminidad es el poder de reconstruirte y encontrarte incluso en medio del temor, pienso, de pie, frente al espejo. Miro mis senos, redondos, un poco asimétricos, suaves, hermosos, plenos. Levanto un brazo y lo llevo sobre mi cabeza. ¿Qué idea he logrado construir durante todos estos años? me pregunto, palpando con cuidado la piel, turgente y firme. ¿Cuál es el poder sanador de este nueva capacidad de asumir la responsabilidad que todas tenemos sobre nuestra salud? ¿ Había sido antes más concreto el valor de lo que podemos hacer para prevenir el miedo, para asumir que el conocimiento vence la incertidumbre? Seguramente. Continúo palpándome, recordando todas las veces que lo he hecho en el pasado, la sensación de miedo que me recorre mientras lo hago y el alivio que siento cuando termino. Estoy en la búsqueda de crecer, en la necesidad de mirarme al espejo y asumir mi decisión de vivir lo mejor que pueda.

Tal vez, el resumen de todo lo anterior sea la frase con que Angelina Jolie terminaba hace años, la carta pública en que anunciaba su doble mastectomía: “La vida tiene muchos desafíos. Los que no nos deben asustar son sobre los que se puede asumir y tomar el control”, concluye. Y yo pienso que tiene toda la razón.