La familia

La familia

No creo en los amores incondicionales, y menos aún en los que vienen marcados por los genes.

ADN. Getty Images

Neetu Shuttern Walla  no pudo contener las lágrimas y se echó a llorar ante las cámaras de una televisión del Punjab cuando reconoció haber recibido tan solo cinco votos, a pesar de contar con nueve familiares directos en la circunscripción a la que quería representar.

Después de toda una vida riéndole los chistes a mi familia política, es duro descubrir que no contaba ni con mis cuñados ni con mi suegra, dijo estrujando el pañuelo.

También resulta llamativo el caso de la candidatura del PP en El Borge, en la bendita provincia de Málaga, que cosechó un solo voto (no sabemos si era huérfano), aunque había presentado una lista con siete candidatos en las últimas elecciones municipales.

Octavio Paz (la inteligencia nunca pasa de moda) definió a la familia como “un nido de alacranes”.

Las conspiraciones de sangre no suelen acarrear consecuencias favorables.

Desde Caín y Abel, pasando por Bruto y el sangrante reproche de su padre, a los Corleone y sus inquietantes naranjas, hemos tenido tiempo de sobra para aprender que la genética y la fruta no siempre son de confianza.

¿Quienes son mis parientes? Mis muelas y mis dientes.

Tampoco estoy completamente de acuerdo con el refrán. He tenido la suerte de encontrarme (y mi periplo ya va siendo largo) con bastantes personas a las que he entregado las llaves de mi casa y las de mi bodega sin que me hayan dado ocasión de arrepentirme.

Con algunos, incluso, comparto sangre y antepasados.

Aunque me cuesta pronunciar la palabra que tanto gustaba al régimen (con el que engordaban unos pocos a costa de la delgadez ajena) nacional-sindicalista.

Resulta llamativo el caso de la candidatura del PP en El Borge, en la bendita provincia de Málaga, que cosechó un solo voto aunque había presentado una lista con siete candidatos.

Aquellos “procuradores del Tercio Familiar”, que ni terciaban ni procuraban nada, ejercieron a la perfección su cometido de garrapatas agarradas a un perro viejo y agotado.

En descargo de semejantes individuos solo puedo decir que no eran peores que los que decían representar al Municipio y al Sindicato, las otras dos patas de un banco maligno, cojo y ridículo.

Lo peor de las dictaduras no es su crueldad, sino su estupidez (Gracias siempre, Borges).

Aquellos figurones de bigotito melindroso (“usted no sabe quién soy yo”. Joder si lo sabíamos), terno negro y gafas de sol estrechas, evocaban toda la tristeza Nodo tras Nodo. Eran como los tiznajos de una sartén requemada, que oxidan el sabor de los sofritos sin que nada pueda resolver el estropajo.

Ni a don Enrique le perdoné aquellas pintas. Menos mal que tardó poco en elegir el gris perla para sus trajes y la luminosidad de los cristales transparentes (como su ironía) para ejercer de alcalde entre el latín y el Machaquito.

Insistía Tierno Galván en que los bolsillos de un político han de ser de cristal. Después de años de opacidad en las chaquetas (“forro” viene de forrarse), y ahora que a la mesa se sientan invitados nuevos, confiemos en que  los sastres pongan de moda, al menos, el vidrio traslúcido.

Familia es también la cuadrilla de cocineros, camareros, empleados del office, aparcacoches... que apuntalan a diario el servicio del restaurante. Siempre entre prisas, enredos y voces, tan vehementes en las grandes lealtades como en las pequeñas traiciones. El nombre los define a la perfección.

Antaño, por los fogones deambulaba, siempre con aire ausente, un cocinero cuyo único cometido era preparar la comida de los empleados; especie casi extinta que recibía el nombre de “familiar”. Viridiana tuvo el suyo hasta su jubilación. Luego me hice yo cargo del asunto.

Puedo asesinar a los míos tan bien como cualquiera.

No creo en los amores incondicionales, y menos aún en los que vienen marcados por los genes.

Mientras sazono estas líneas con la mano que me deja libre la masa de las croquetas, los veo entregados al picado de las cebollas, la limpieza de los pescados, la rectitud de los manteles, el brillo de las copas o la temperatura del vino.

Y pienso que me podría haber ido mucho peor.

Me conmueve, en serio, su dedicación, sobre todo si tengo en cuenta que nada van a heredar.

Aunque es bastante probable que tampoco lo consigan mis hijos, y aun así cuento con sus besos diarios.

Nunca olvido aquella tira en que la redicha Mafalda leía una frase que definía a la familia como “la base de la sociedad”.

¿La de quién?, exclamaba temblorosa, ¡La mía no tiene la culpa!.

No creo en los amores incondicionales, y menos aún en los que vienen marcados por los genes. La urdimbre de mi cariño ha seguido los hilos de las vivencias, del aprendizaje, de los momentos en que me atreví a ser feliz.

Más quiero a mi madre (que ya es yerba) por la sonrisa con que me servía las sopas de ajo o me arropaba con una manta (siempre es invierno y de noche en mi memoria) más que por el apellido que compartimos.

Y a mi padre (que deambuló por la niebla antes de marcharse), por la paciencia con que me enseñó a aderezar el gazpacho y a picar las migas que por la orden que dictaba el Libro de Familia.

Para abrir mi carta de verano he elegido un lema de Oscar Wilde (¿de quién si no?), rotundo y grácil como el tranco de un alazán o el mejor crochet de un peso ligero:

“Tras un buen festín, se puede perdonar a todos, incluso a los parientes”

Tomo nota y los perdono a todos; aunque, y para evitar disgustos, decida no presentarme a ninguna elección.

Estando la familia de por medio, puede perder hasta un candidato único.

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MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”