'La gaviota' o ¿qué hacer con las pequeñas ruinas cotidianas?

'La gaviota' o ¿qué hacer con las pequeñas ruinas cotidianas?

Esta combinación de lugar y nombres lo convierten por sí mismo en un suceso teatral. 'The place to be', si se habla de teatro.

Elenco de La gaviota de Chéjov.

Se ha estrenado esta semana un nuevo montaje de La gaviota de Chéjov en el Teatro de la Abadía. Dirige Àlex Rigola y tiene en su elenco a una estrella, Irene Escolar. Esta combinación de lugar y nombres lo convierten por sí mismo en un suceso teatral. The place to be, si se habla de teatro. El lugar en el que verse y dejarse ver, asistiendo a esta triste historia de amores no correspondidos en un entorno pastoril, la sencillez del campo, en el que se reúnen unos sofisticados profesionales del teatro. Cultos, inteligentes, irónicos, con posibles y, más que guapos, atractivos, a los que da gusto oírles esas conversaciones chispeantes y llenas de anécdotas y de nombres famosos.

La cosa, es decir la historia, pinta como una soap opera (se podría decir más, pinta en su versión paródica, la de Enredo, Soap en inglés). La madre, actriz consagrada, una Nuria Espert o Irene Gutiérrez Caba (la abuela de Irene Escolar) en su cincuentena, por poner unos ejemplos, está enamorada de un dramaturgo también consagrado, pongamos un Juan Mayorga, pero que a falta de este, bien viene Pau Miró que es el que se encuentra realmente en escena. Cuya elocuencia no está en lo que dice, sino en lo que escribe para que luego alguien lo diga.

El hijo de la primera, un enfant terrible de la escena, dramaturgo en ciernes, o como sea que se llame ahora eso, que se movería por los ambientes de la Pradillo, también está enamorado. Enamorado de una chica de su edad, joven y guapa, que le sigue en su juego vanguardista artístico y dramático. Una chica que quiere ser actriz, como muchas, y que frente a la vanguardia a la que juega, su ánimo y su carácter la inclinan emocionalmente por el autor talludito y consagrado, el hombre que tiene el rol depredador de siempre. La misma inclinación amorosa que, por otro lado, tiene la mujer mayor, la madre.

Al lado de todos ellos, dos losers, dos don nadies conscientes de que lo son en esta historia y en la vida. El tío cuya vida loca y artística le ha llevado a depender de la familia por lo que tiene que vivir en la casa de campo. Y una chica corriente y moliente con corazón enamorada hasta las trancas de ese joven dramaturgo en ciernes (algo que no se ve bien en esta propuesta). Esos dramaturgos que solo tienen ojos para chicas que quieren ser actrices e imitan en las formas a todas las Irenes Escolares que salen en el papel couché y los colorines dominicales.

Ah, ¿qué Chejov escribió todo esto en el XIX y no puede ser que tuvieran estos referentes y los personajes se movieran y lo dijeran de esa manera? Ah, ¿qué el humor no le viene bien a las tragedias chejovianas? Que ¡qué es eso de reírse y hacer chistes ante la gravedad de la situación! Ah, ¿qué el alcance poético de la obra y del texto se pierden y se vuelve todo demasiado corriente, demasiado normal, demasiado de andar por casa? ¿Y que, yo, espectador y público, ya ando por mi casa, suficientemente, como para ir al teatro a que encima me lo cuenten?

  Nao Albert e Irene Escolar en 'La Gaviota'. 

Esa es la propuesta de Rigola. El exquisito Chejov y su melancolía, enquistada culturalmente en el imaginario colectivo, no hablan de otra cosa que, de lo pedestre, lo cotidiano, lo corriente. La gente se enamora y no le corresponden. Ante eso soluciona sus vidas como puede en las circunstancias que puede y sigue padelante. En un mundo natural que sigue su curso, a su bola. Mientras los seres humanos nos dedicamos a enfriar las pasiones que nos atenazan. Esos polvos que somos que nos llevan a esos polvos en los que nos convertiremos. No queda otra. Hay que trabajar(selo).

En este caso, Rigola se lo trabaja con un puñado de actores y un autor teatral (que también es actor) que ponen en contexto actual el texto chejoviano. Los recuerdos reales del elenco, explícitos en escena, son los recuerdos que les permiten acabar diciendo y haciendo para el espectador actual lo que dicen y hacen los personajes creados por el autor de esta obra. Llenándolo de sentido físico, corporal, presencia aquí y ahora.

Espíritu que alienta la obra de cabo a rabo y que por alguna razón se pierde en la clave escena final. Quizás por la dificultad del que mira, como también por la dificultad que pueden tener los que lo han montado. La dificultad de darse la respuesta a la pregunta de ¿qué nos ha pasado? Porque Rigola, y aquí está el quid de la cuestión por la que hay que ir a ver esta propuesta, se separa de la interpretación tradicional que se hace de La gaviota, no solo en las formas (en esto, la verdad es que se separa más superficialmente de lo que parece) sino más bien en el contenido.

Si siempre se ha dicho o se ha contado que Nina, en este caso Irene Escolar, es la gaviota de la que habla la obra, este director, díscolo por naturaleza, dice que dicha gaviota que muere en un momento de la función es aquello que construimos, y lo construimos juntos, y que al destruirlo acaba con nosotros, con lo que fuimos como pareja o como grupo.

¿Qué posibilidades tenemos de volver a construir ese nosotros sobre las ruinas o, mejor dicho, arruinados? ¿Cómo sería esa (re)construcción? ¿Cuál sería su consistencia? Lo blando de la vida hablando de lo duro que es vivir, más allá de lo difícil y complejo que se ha vuelto subsistir. Pero aquí seguimos, peleando. Unos subiéndose a un escenario. Otros sentándose una tarde cualquiera en un teatro. ¡Qué humanos que somos!

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