La lección que deberíamos aprender de Doris

La lección que deberíamos aprender de Doris

Igual que no la hubo en su vida o en su obra, no hay pose en sus quejas y experimentos editoriales ni tampoco en su reacción ante el Nobel: lo consideró una interferencia en su trabajo, el que no podía dejar de hacer y por el que tuvo que sacrificar tanto. Por eso seguimos teniendo tanto que aprender de ella y por eso no, 94 años no han sido suficientes.

No olvidaré nunca sus libros, pero de la vida de Doris Lessing, recordaré siempre tres momentos:

El primero, cuando decidió probar qué pasaría si ella, autora consagrada que había vendido 900.000 copias de El Cuaderno Dorado, enviaba un manuscrito a sus editores bajo el pseudónimo de Jane Somers. Nadie la reconoció. Su editor británico, Jonathan Cape, rechazó el libro porque no era "comercialmente viable" y otra editorial, Granada, dijo que era "demasiado deprimente para ser publicado". Cuando ese libro y su secuela vieron la luz, en las mismas condiciones y con la misma publicidad que cualquier otro autor novel, comprobó cómo los expertos en su obra no eran capaces de identificarla. "Falla al intentar conseguir la grandeza", dijo The New York Times Book Review. Vendió solo 1.500 unidades en Reino Unido y 3.000 en Estados Unidos.

Del segundo momento soy incapaz de encontrar una referencia electrónica porque la basura informativa ha invadido internet después de su muerte, haciendo imposible encontrar sus viejas noticias. En su momento leí que Lessing, ya premio Nobel de Literatura, tenía problemas para publicar todo lo que producía. La industria era incapaz de asimilar el ritmo de una profesional que tras 70 u 80 años de oficio (escribió siempre, desde niña) podía producir una novela al año sin otra mística que la de levantarse cada mañana para cumplir con su trabajo. En la era de la abundancia del ruido, tantos libros de una Nobel eran demasiados.

El tercer momento fue su reacción al enterarse de que había recibido el premio más importante para un escritor. "Oh, Cristo", dijo, fastidiada por lo que se le venía encima, y quedó inmortalizada en un vídeo de YouTube.

Lessing fue una escritora incómoda, una mujer incómoda. Esa señora guapa y endiabladamente precisa, para quien era suficiente un estilo literario clásico, siempre me pareció más outsider que los escritores que han disfrutado de esa etiqueta. Supo escurrirse a tiempo de las banderas en las que quisieron envolverla y por eso, en ella más que en otros, me suenan vacíos los tópicos de sus obituarios. ¿Escritora feminista? ¿Escritora comunista? ¡Pero si llevaba cincuenta años sin serlo cómo las feministas o los comunistas querrían! Puestos a etiquetar también podría ser una escritora de lo íntimo, mística, de ciencia ficción o apocalíptica. Le daba igual que sus protagonistas fueran gatos, terroristas o ancianas.

La abuelita adorable de las fotografías de su última etapa era una mujer capaz de escribir libros terribles como El quinto hijo o Diario de una buena vecina (la obra maestra rechazada por las editoriales), de abandonar a dos hijos en África para escaparse del ambiente de asfixia colonial en el que vivía y poder seguir escribiendo -que para ella era lo mismo que poder sobrevivir-. Autodidacta, educada en una granja en la antigua Rodesia con las lecturas que su madre encargaba por correo, tuvo el valor de defender su trabajo durante décadas ante los cambios de su propia vida, algo que para una mujer sigue siendo el mayor acto de coraje posible.

Las entrevistas que concedía en su casa de Londres, la que tanto le costó comprar, desconcertaban a los que peregrinaban a ella buscando a una versión arquetípica de la abuelita de pelo blanco. Cuando algún lector le preguntaba tonterías en un acto público, se lo decía. Si un entrevistador no le interesaba, se lo hacía saber. Si otro se le acercaba con una pregunta de cortesía, la respondía sincera. Igual que no la hubo en su vida o en su obra, no hay pose en sus quejas y experimentos editoriales ni tampoco en su reacción ante el Nobel: lo consideró una interferencia en su trabajo, el que no podía dejar de hacer y por el que tuvo que sacrificar tanto. Por eso seguimos teniendo tanto que aprender de ella y por eso no, 94 años no han sido suficientes.