La muerte en patinete

La muerte en patinete

Adolescentes sin matrícula ni seguro toman las aceras con vehículos ciclomotores ante la pasividad de los ayuntamientos.

PatineteEFE

Al levantar la cabeza, vi la muerte acercándose hacia mí a 30 kilómetros por hora y en patinete. Se presentó con rizos y bello rostro de mujer. En lugar de guadaña, La Parca se precipitaba hacia mí subida a un arma igual de letal y convenientemente hackeada para alcanzar el doble de su velocidad de serie. Sobre ella, una adolescente hormonada y altiva cual Victoria de Samotracia anganga, surcando las aceras en un arrebato de inmortalidad.

Hace escasos días Almudena Ariza, corresponsal de TVE en París, contaba en su cuenta de twitter como dos niñas de 13 años atropellaron mortalmente a una mujer de 31 años en esa ciudad, en la que este tipo de siniestros se cobra la vida de una decena de personas todos los años. Es difícil entender por qué el Ayuntamiento de París, sí, pero también el de muchas ciudades españolas han dado carta blanca a estos ciclomotores sin matrícula ni seguro, tripulados en muchos casos por menores que no han pasado ningún examen de normas de circulación.

Más petrificado que De Gea ante una pena máxima, la venus del patinete amagó por mi derecha, pero finalmente consciente de mi parálisis me superó por la izquierda, sobre la superficie verde del carril bici compartido. Atónito, mis ojos la siguieron con una mezcla de estupor y reprobación, incapaz de abrir la boca. Al girar la curva, sintiendo mi mirada acusadora, frenó lo justo para gritarme altiva y muy digna: “¡Por aquí no puedes ir tú!” De disculparse ni hablamos.

Uno, que es de dudar hasta de su propia sombra, pasó revista a los hechos. El límite de los patinetes a motor por el tramo compartido con peatones es de 10 kilómetros por hora y la chica doblaba, y seguramente triplicaba, esa velocidad. Fijé la vista sobre mis pies, que estaban completamente sobre la acera, no sobre el carril. El incidente tuvo lugar porque la muchacha no frenó ante el paso de cebra que cruza el carril bici que le obliga a pararse. Este tramo es, además, muy conflictivo porque unos metros más arriba, en la calle Tolosa Latour, en Cádiz, comparte espacios con los peatones. Por eso, en apenas 50 metros hay dos señales en el suelo que recuerdan la preferencia del peatón. ¿Cómo esperar que una adolescente reconozca su responsabilidad cuando ni siquiera ha tenido que pasar un examen para llevar un dispositivo que crea terror allí donde se implanta?

Un impacto a 30 kilómetros por hora sin casco es suficiente para matar a una persona, para mayor gloria de quienes nos han vendido esta movilidad alternativa sin haber regulado adecuadamente su uso. Es difícil esperar que los progenitores que compran esos aparatos monstruosos a sus hijos menores lo entiendan pero ¿por qué la población debe caminar con el alma en vilo por las aceras? A diario todos vemos barbaridades a lomos de estos, repito, ciclomotores. Y poco me importa que llegue el sindicato de fabricantes de estas balas motorizadas, armas letales sobre ruedas, diciendo que hay no sé cuántas familias que viven de ello. Que sigan viviendo, pero con estos aparatos del demonio bien regulados y por la carretera.

Aunque los fabricantes colocan un limitador de velocidad, los adolescentes y los adultos no tienen ningún problema en parchear ese software y doblar la velocidad del aparato. Como se trata de un problema municipal, y no del ámbito de la DGT, cabe preguntarse si se están recogiendo correctamente los datos de los siniestros provocados por los patinetes a motor. La sociedad vive aterrorizada, al borde todos los días de la desgracia personal, pero solo nos enteramos cuando la desgracia es tan sonada que trasciende a los medios de comunicación. ¿Cómo podía denunciar a la joven que casi me arrolla si ni siquiera podía apuntar una matrícula? Esto tiene que cambiar.

En los 80 y los 90, los padres compraban a sus hijos adolescentes una vespino. No fueron pocos los que murieron o quedaron inválidos en accidentes pero, al menos, no iban por las aceras. Los ciclomotores, además, estaban obligados a llevar matrícula, tener seguro y sus conductores tener un permiso. Recuerdo cómo la policía municipal se apostaba en diversos tramos de la ciudad multando hasta que la gente se concienció, a base de multas, de llevar casco y tener los permisos en regla. Cuesta entender, de todas formas, que los padres de hoy día compren para sus hijos estos patinetes eléctricos y no una bicicleta en una ciudad como Cádiz, en la que se llega pedaleando a cualquier sitio en un máximo de 20 minutos, y con cerca de la mitad de los adolescentes con obesidad.