La posverdad de la burbuja informativa

La posverdad de la burbuja informativa

Oleksandr Pupko via Getty Images

Por Roberto Aparici profesor de Comunicación y Educación. Director del Máster de Comunicación y Educación en la Red y del Máster de Periodismo Transmedia UNED-EFE, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Y David García-Marínprofesor e investigador en el Máster de Comunicación y Educación en la Red y el Máster de Periodismo Transmedia, UNED - Universidad Nacional de Educación a Distancia.

En 1932, Aldous Huxley publicó la primera edición de su novela Un mundo feliz, un retrato de un mundo distópico en el que los individuos son programados y segmentados en diferentes categorías que aniquilan toda creación personal y tribalizan a una sociedad donde el entendimiento intergrupal resulta imposible. En la historia de Huxley, cada individuo debe permanecer en su lugar, pensar y hacer lo que se espera de él. Un mundo de posverdad y de burbujas sociales diseñado para el control. Una realidad que sentimos presente en nuestros días.

Desde que Pariser introdujo el concepto de filtro burbuja para explicar la construcción de nichos ideológicos en Internet, gran parte de las investigaciones sobre la desinformación se han centrado en describir cómo los usuarios de las redes se recluyen en estas cámaras de eco ideológicas.

Utilizando potentes instrumentos de big data, estos estudios han pretendido explicar la generación de estas burbujas en diferentes contextos, como el procés catalán o las elecciones estadounidenses de 2016. Este tipo de investigaciones pretenden analizar cómo se configuran estos espacios ideológicos, qué magnitud tienen y quiénes los constituyen.

Sin embargo, para comprender correctamente el fenómeno de la posverdad en el mundo digital no debemos situarnos en la mera descripción de estas burbujas, sino profundizar en el análisis de la interacción del individuo dentro de las mismas, es decir, descubrir los procesos que suceden en su interior.

Estos análisis resultan fundamentales ya que estas burbujas constituyen el canal donde la falsedad llega más lejos y circula a mayor velocidad.

Las burbujas informativas e ideológicas siempre existieron. Antes de la llegada de la web, todos leíamos el periódico que más se ajustaba a nuestra forma de mirar el mundo, escuchábamos la emisora de radio que sintonizaba mejor con nuestras creencias, seleccionábamos los contenidos televisivos y radiofónicos en función de nuestros gustos, participábamos en las asociaciones y colectivos que mejor representaban nuestros ideales, solíamos frecuentar los espacios donde nos sentíamos cómodos y elegíamos nuestras amistades por motivos de afinidad. Toda nuestra vida se construía a partir de grandes burbujas.

Todos estos hábitos continúan teniendo presencia en nuestro día a día. Un estudio de la Universidad de Stanford sobre la polarización política en Estados Unidos concluyó que este fenómeno se presenta de manera más agudizada entre los grupos demográficos con menor presencia en las redes sociales: los mayores de 65 años. Estudios de este tipo limitan la influencia de las redes digitales en la fabricación del tejido social actual, altamente segmentado en nichos.

En efecto, las redes no son las responsables ni de las burbujas informativas ni de la división social. Ambas ya existían antes de las redes.

Entonces, ¿qué novedades ha traído el ecosistema digital? En nuestro último libro titulado La posverdad. Una cartografía de los medios, las redes y la política (Gedisa, 2019), señalamos que la clave que explica la tendencia fake y la propagación de bulos y noticias falsas en las redes se encuentra en la radicalización derivada de la nueva gramática de la interacción de los usuarios tanto con la información como con los otros en la Red. En definitiva, cómo nuestro comportamiento dentro las burbujas digitales nos lleva hacia los extremos y cambia nuestras formas de representación del mundo.

En las burbujas analógicas, el consumo de los medios seguía un patrón individual. Nos colocábamos ante al periódico o frente al televisor desde la privacidad de nuestros hogares. Construíamos nuestra percepción de lo real en la soledad de nuestra burbuja. En el siglo XXI, las reglas del juego han cambiado. La información nos llega de forma creciente a través de otro tipo de cámaras de eco. Ruidosas, aceleradas y multitudinarias, estas burbujas digitales no nos sitúan en un bando ideológico. Seguramente ya lo estábamos antes de nuestra penetración en ellas. Su efecto se centra en el refuerzo y la radicalización de nuestras posiciones. Fortalecen nuestro sentimiento de pertenencia a un grupo incrementando la distancia con los grupos contrarios. Producen universos sociales simbólica y efectivamente violentos.

Para la socióloga experta en cultura digital Zeynep Tufekci, “la lectura de los medios sociales se asemeja a lo que sucede en los estadios de fútbol, donde escuchas los gritos del equipo contrario mientras tú te sientas con los de tu bando”. Como señala Jaron Lanier, “integrados en una manada y llevados por la presión social del grupo, somos capaces de pensar y hacer cosas que serían inconcebibles en situaciones de soledad”.

En estas cámaras de eco, la influencia no está equitativamente repartida, sino que existen líderes de opinión configurados como oligarquías participativas que concentran gran parte de la relevancia. Esta situación provoca que la distribución de la influencia siga el modelo de la larga cola, donde los contenidos de muy pocos usuarios producen la mayor parte del impacto, mientras que la mayoría de los miembros de la burbuja tienen un alcance muy limitado.

En este contexto, lo más interesante es observar cómo, por primera vez, cualquier ciudadano puede descubrir la opinión de estos influencers a propósito de cualquier asunto que circula en el interior de las cámaras de eco. En nuestras burbujas analógicas, resulta imposible conocer la visión de las figuras de referencia con respecto a la mayoría de los asuntos polémicos de índole política y social. A través de la prensa o de la radio, podemos conocer solo la perspectiva de unos pocos expertos.

Sin embargo en las redes, las valoraciones constantes y ubicuas de una multiplicidad de líderes de opinión, periodistas famosos, referentes políticos e ideológicos, gurús, medios hiperpartisanos y figuras del deporte o del mundo del espectáculo constituyen un potente refuerzo ideológico para aquellos que, siguiendo sus sesgos cognitivos, están siempre dispuestos a reforzar los cimientos de su propia visión túnel.

Asimismo, cada burbuja digital nos lleva a otras burbujas que tienden a reproducir su mismo sesgo ideológico. Según nuestras investigaciones centradas en la producción y difusión de la desinformación en las redes, cada burbuja constituye la puerta de entrada a otras cámaras de eco donde se repiten los mismos mensajes.

Está demostrado que la mayoría de los hashtags de carácter político en Twitter construyen redes de etiquetas formadas por espacios digitales de la misma tendencia ideológica. Se produce una estructura narrativa de trama y subtramas –hashtags y subhashtags– donde cada burbuja filtra el acceso a otras similares en un infinito juego de muñecas rusas que apenas deja espacio para la elaboración de contradiscursos que diversifiquen la conversación.

A diferencia de lo que sucede en las burbujas analógicas, en las cámaras de eco digitales la información carece de contexto. Aunque no exentos de responsabilidad en la circulación de la falsedad, los medios analógicos tienen mayor capacidad de ofrecer al usuario ciertas explicaciones, ciertos marcos, que sitúan los contenidos en un espacio y lugar determinado, otorgan significado y justifican la aparición de las informaciones en el propio medio. Los marcos contextuales hacen que los relatos sean entendibles. En las burbujas digitales, somos permanentemente golpeados por pequeñas piezas de información sin ese background previo fundamental. Muchas veces, sin referentes ni fuentes fiables. Sin enunciador claro.

El modo de interactuar con la información en estas cámaras de eco digitales a partir del scroll (el deslizamiento de la interfaz para consumir los contenidos a modo de línea temporal) provoca la lectura superficial, veloz y efímera de una serie de textualidades ordenadas algorítmicamente en función de los gustos, creencias, patrones de navegación y acciones previas (likes, retuits y comentarios) del usuario.

El algoritmo de las burbujas funciona bajo una lógica de la reproducción al mostrar en primer lugar a los sujetos y los contenidos que mayor relación guardan con el usuario, estableciéndose un patrón endogámico de visualización de los relatos digitales que genera una evidente expulsión de lo distinto.

La consecuencia de este modelo es la eliminación de toda comunidad política y deliberativa en la Red. Sin la presencia del otro, del diferente, no hay diálogo posible. Las llamadas redes sociales producen discursos sin socialización a partir de la creación de “cajas de resonancia del yo”. La suma de monólogos prevalece por encima de la conversación.

Las burbujas digitales nos radicalizan, nos muestran un mundo sin posibilidad de sentido ni discusión, sin enunciado coherente ni enunciador visible. Nos colocan en la tesitura de jugar al like, al retuit, al remix y a compartir los contenidos sesgados y falsos que inundan cada día nuestros espacios virtuales.

En la línea expuesta por Neil Postman en su obra Divertirse hasta morir, somos jugadores seducidos por la promesa de la participación en una partida global donde nuestra voz casi nunca resuena con fuerza, pero donde nuestros actos tienen valor político y económico que rentabilizan las elites tecnológicas a partir de procesos de neoconductismo, siempre bajo la mercantilización de nuestros datos.

Una era de control basada en un nuevo conductismo solo es posible desde un régimen de posverdades. Un conductismo renovado, refinado e invisible, fundamental para la construcción de un nuevo orden, el capitalismo de plataformas. De este modo, la posverdad es primordialmente una cuestión sobre nosotros, convertidos en habitantes de nuestro propio, artificial y burbujeante mundo feliz.

La versión original de este artículo fue publicada en la Revista Telos, de Fundación Telefónica.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.