La sanidad ahora es prioritaria

La sanidad ahora es prioritaria

No podemos esperar a que nos vengan a rescatar porque hay intereses muy poderosos que sólo se ocupan de ellos mismos.

Una trabajadora sanitaria en Madrid. PIERRE-PHILIPPE MARCOU via Getty Images

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Leo:

El Gobierno destinará 15 millones de euros a las televisiones privadas, como parte de las ayudas urgentes para paliar el impacto del coronavirus en la economía que el Consejo de Ministros ha aprobado este martes. En el texto se describe la partida como una compensación temporal de determinados gastos de cobertura poblacional obligatoria del servicio de televisión digital terrestre (TDT) de ámbito estatal (Agencia Europa Press).

Y claro, no lo había pensado, dar 15 millones de euros a las televisiones privadas es una gran urgencia. 15 millones representan una minucia, algunos pocos respiradores de menos que suministran oxígeno para ayudar a respirar ... no es para tanto... según mis cálculos unos 37.500 respiradores (400 euros la unidad). Y en cuanto a ventiladores hospitalarios que se ponen en las UCI, los precios varían, pero se podrían comprar un millar, por lo menos.

Yo hoy tenía muchas ganas de escribir un texto animoso porque la primavera ha estallado y me he levantado pletórica, sonriendo de alegría y agradecimiento al privilegio de mi vida. Pero he leído esta noticia y la realidad se me ha caído encima, dejándome confinada al orejero con pensamientos enfurecidos de rabia. Sobre todo, por la impotencia. Indignémonos, por favor. Indignémonos. No sólo con los gobiernos capaces de estas impudicias y, además, en estos momentos de pena y dolor, sino con todos los que son obscenos e indecentes morales. Si no me equivoco, muchas televisiones privadas tienen ganancias multimillonarias y, por tanto, esta ayuda de 15 millones sería escandalosa por injustificada. Y todas son potentes creadoras de opinión y, por tanto, estas ayudas serían cómo mínimo sospechosas. El Gobierno es un puntal importante para cambiar las cosas, pero claro, otros poderes tienen una influencia colosal sobre las decisiones que se toman. Por ejemplo, el poder económico, el poder judicial, etc.

Antes de proseguir me gustaría hablar de este sentimiento tan noble que se llama “esperanza” y luego retomaré el hilo.

La palabra esperanza tiene una prédica extraordinaria. Últimamente, debido a la terrible situación del Covid-19, su frecuencia de uso es más elevada de lo habitual en todos los medios de comunicación al alcance. Nos damos aliento, nos animamos a tener esperanza de que saldremos adelante. Esto nos remite a los sentimientos humanitarios y empáticos de todos y todas nosotros. Sin embargo, creo que a menudo no basamos la esperanza en nuestra acción como motor de cambio, sino que este cambio lo delegamos a las musas o bien a las instituciones. Desde este punto de vista, la esperanza nos conduce a vivir en una especie de limbo donde nada depende de nosotros, donde nada podemos hacer. Sólo hay que esperar. Pero, en cambio, si buscamos la definición del concepto “esperanza” encontramos que nos remite a anhelar algo que no sabemos si podrá ser satisfecho porque satisfacerlo no depende exclusivamente de nosotros. Y diciendo “exclusivamente” quiero significar que en la esperanza nosotros somos una parte crucial.

Pensando en todo esto, he recordado un accidente de aviación en los Andes que ocurrió en octubre de 1972; una historia que probablemente más de uno y de una de vosotros recuerde y que me parece que es totalmente adecuada para explicar lo que quiero decir. Para refrescarla en mi mente la he buscado en Internet y lo que he descubierto es que también se hizo una película que se rodó poco tiempo después del accidente.

No podemos esperar a que nos vengan a rescatar porque hay intereses muy poderosos que sólo se ocupan de ellos mismos.

Un avión de las fuerzas aéreas uruguayas con cuarenta y cinco personas a bordo se estrelló en un punto remoto de la cordillera de los Andes. No todas las personas murieron. Los que sobrevivieron tuvieron que enfrentar el desafío del frío, el miedo y el hambre. Al principio, estaban convencidos -tenían la esperanza- de que no tardarían en socorrerlos. Durante las horas de sol se calentaban como lagartos y se sentaban a esperar pacientemente la llegada de los helicópteros de rescate. Las horas pasaban, pasaban las noches y los días. Y nada de lo que estaban esperando ocurría. El décimo día uno de los jóvenes pidió a todos que lo escucharan:

-Tengo una buena noticia. Acabo de escuchar en la radio que nos han dado por perdidos. Ya no nos buscan más.

Claro, la mayoría reaccionó con enojo y con mucha angustia. Lo que su compañero les había contado no tenía nada de buena noticia. Pero el joven continuó diciéndoles:

-La buena noticia es que no debemos esperar nada. O nos salvamos nosotros o no nos salvará nadie.

¿Cómo podrían salvarse de aquel infierno de hielo, frío y hambre? Finalmente, dos jóvenes expedicionarios emprendieron camino para buscar ayuda. Tras pasar unas peripecias indescriptibles llegaron a la cima de la cordillera. Se dieron cuenta que estaban justo en medio de la nada. No importaba donde miraran; a ambos lados, todo eran montañas y nieve.

Uno de ellos, Roberto Canessa, se puso a llorar. No era para menos. Era para llorar y para desesperarse.

-Nos moriremos, sentenció.

El otro, Fernando Parrado, asintió. Pero añadió:

-Puede que muera. Pero si es así, voy a morir caminando.

Y los dos jóvenes siguieron adelante, venciendo lo que era invencible, hasta que llegaron a la civilización. Poco después, helicópteros de la Fuerza Aérea de Chile volaban hacia los Andes en busca de los supervivientes. Como consecuencia del coraje y el esfuerzo de dos expedicionarios, dieciséis de los cuarenta y cinco pasajeros sobrevivieron tras pasar setenta y dos días en un terrible abismo de hielo y sufrimiento.

Lo que quiero resaltar de esta tragedia son dos aspectos que me parecen cruciales:

  • El primero es cuando los supervivientes renuncian a la esperanza de ser rescatados.
  • El segundo, marca la decisión de los dos expedicionarios de mantener el deseo de avanzar a pesar de las dificultades.

¿Qué habría sido de ellos si se hubieran quedado paralizados con la esperanza de que los irían a rescatar? La pasión de vivir los hizo escalar, descender montañas, bordear precipicios, desafiar el frío, el riesgo, el hambre...

Pretendo significar que la esperanza entendida como la espera incondicional de que algo sucederá nos conduce por los senderos de la ilusión para caer después en el desengaño más absoluto. Aunque muchas veces las acciones que emprendemos no tienen resultados buenos, está claro que no deberíamos estar esperando como imbéciles a que alguien nos saque de nuestros callejones sin salida. Soy de la opinión que es “mejor morir caminando”. La esperanza es psicológicamente necesaria pero no significa contar con que alguien nos resuelva los problemas. En todo caso, este “alguien” empieza por nosotros mismos.

En la historia de la tragedia de los Andes vemos que, al principio, se sienten esperanzados: los equipos de socorro irían a rescatarlos. Era una esperanza razonable. Creo que en el mundo actual deberíamos pasar directamente a la segunda fase donde la esperanza razonable se basa en nuestra acción. En la acción colectiva como motor de cambio. No podemos esperar a que nos vengan a rescatar porque hay intereses muy poderosos que sólo se ocupan de ellos mismos. Los 15 millones de euros de subvenciones a las televisiones privadas me sirven de ejemplo. Y esto vale tanto para la pandemia que nos está asolando, y las que vendrán, como para el cambio socioeconómico, para la crisis climática y, en definitiva, para hacer un mundo mejor, donde todos quepamos con dignidad.