La sopa de Limnos

La sopa de Limnos

Limnos es tan exclusiva como su kakabiá; una sopa de pescado ancestral que sólo he logrado comer aquí con cierto rigor histórico. La isla es dulce y voluptuosa, carente de montañas abruptas, tan suave como un cuerpo desnudo y bronceado tumbado sobre las olas; llegues por el norte o por el sur, la mano se te escapa a acariciar esa piel de terciopelo cobrizo.

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Foto: Mayte Piera

Limnos es tan exclusiva como su kakabiá; una sopa de pescado ancestral que sólo he logrado comer aquí con cierto rigor histórico. Sopa e isla te conducen a los orígenes de todo esto que conocemos por civilizado.

La isla es dulce y voluptuosa, carente de montañas abruptas, tan suave como un cuerpo desnudo y bronceado tumbado sobre las olas; llegues por el norte o por el sur, la mano se te escapa a acariciar esa piel de terciopelo cobrizo. Esta sensualidad debió notar Jasón y sus argonautas cuando se acercaban por el mar. Y mucho más; el ardor en sus entrepiernas al encontrar unas playas llena de hembras dispuestas a todo por una noche de amor. Tengo miedo a equivocarme, porque algunos comentaristas de este blog muy puestos en la materia me pueden sacar los colores, pero la historia comenzó con Hefesto, el dios deforme del Olimpo que gustaba de Limnos para pasear su divinidad. Hefesto era cojo, pero nada le impidió enamorar a Afrodita, la bella entre las bellas, y no contento con su suerte, se permitía serle infiel con cualquiera. La diosa montó en cólera, pero las mujeres de Limnos se pusieron del lado de Hefesto; probablemente, eran parte interesada; Afrodita las condenó a desprender un hálito ponzoñoso y un aroma corporal nauseabundo. Ningún hombre de la isla se atrevía a acercarse y desfogaban sus deseos con las mujeres de otras tierras. Ellas los mataron, claro. Pero es de suponer que cuando la sangre del último varón goteaba por sus manos, debieron preguntarse: "¿Y ahora qué?" Así fue como las encontró Jasón en la arena.

Esta isla tan suave de formas y colores tiene una belleza melancólica -nostálgica de sus glorias e infiernos pasados- que emana de sus rocas pardas y se queda flotando en el aire como una bruma. Aquí llegaron los primeros pelasgos a poblar Grecia; aquí se urdió la primera masacre de género; aquí se congregaron las flotas aliadas para combatir en Galípoli; aquí, en su penal, dieron con sus huesos numerosos e ilustres presos políticos después de la guerra civil y durante la dictadura de los coroneles. Aquí la kakabiá es más que una sopa, un rito. Aquí, vayas por donde vayas y pasees por donde quieras, encuentras restos de todo eso. Poco a poco y mientras descubres e indagas, te quedas lentamente pegado a este suelo, y pocas cosas son tan importantes como para irse.

Hace muchos años, cuando navegábamos hacia Estambul, nos quedamos en Myrina, la capital, retenidos durante un mes debido a problemas con un policía demasiado celoso y no bien informado de las normativas comunitarias; sí que es verdad que recién salidas del horno en aquel momento. Nos metió una multa suculenta, que nosotros resarcimos convenientemente disponiendo de agua y luz amarrados en el muelle de la patrullera; y nos quitó los documentos del barco a la espera de no sé qué papelillo, ni falta que hace acordarse de ello. En ese mes de arresto en la isla tuvimos tiempo de constatar ese apego del que antes hablaba; si bien, con el bolsillo maltrecho por la sanción no tuvimos ocasión de gollerías; tan solo de pasear y hacer algunas excursiones en bicicleta hasta sus manantiales de aguas calientes. Nada más irnos supimos que debíamos volver. Todo tiene su momento y llegó.

La kakabiá es una sopa primordial de pescado de la cual proceden todos nuestros calderos, suquets y calderetas; el nombre alude al puchero con tres patas en el que se guisa. En otras partes de Grecia se bastardea y se apotaja, metiéndole de todo, y se sirve como sopa de pescado. Pero aquí es un caldo fundamentalista y primitivo acompañado de una ceremonia de servidumbre, como siempre se espera de los buenos guisos. Es tan sencillo que su exquisitez radica básicamente en la bondad del pescado que lleve. Por eso debe ir seguida de apellidos: kakabiá de mero, kakabiá de escorpa, de emperador... y el pescado debe estar entero y turgente. Se sirve el pescado en una fuente con patatas, zanahorias, ramitas de apio, aceite y limón, y se coloca la sopa al lado acompañada con trozos de pan duro; todo muy familiar, ya dije que eran los orígenes de todas las sopas de pescados. Los griegos recalcan -y a veces lo venden como tal en restaurantes de turistas- que también con la famosa bullabesa tiene genes comunes. No hace falta que ningún francés ponga el grito en el cielo al comparar la compleja y elaborada sopa marsellesa con este plato sencillo y humilde, pero así es la evolución; de algo parecido a un paramecio salieron los homínidos; al final ambos sobreviven.

Esta vez vinimos a conocer el golfo de Mudros, un enorme entrante del mar en el interior de la tierra que es la gloria de un barco, porque siempre hay lugares protegidos de cualquier viento. Y además, el pueblo es un puerto amable y tranquilo; con un alcalde simpático que ha puesto una wifi abierta para todos y donde los cafés se llenan a medio día de gente alegre y gritona que celebra la felicidad de vivir en una isla romántica. Mudros no es un bello pueblo del Egeo, tampoco feo, pero los últimos años de bonanza económica han servido para que algunos adinerados hayan llenado fachadas y jardines de un muestrario de alicatados L&M, cisnes, enanitos, águilas, piñas, fuentes y barrilitos; algunos rincones parecen el museo de los horrores. Habría que multar a esta gente carente de gusto que agrede con sus decoraciones al viandante; menos mal que el agua y la tierra se encargan de reparar el daño y lo resuelven con elegancia.

Golfos, peces, dunas, historias y reliquias enrobinadas. Que rápidos pasan los días; se te escapan entre los dedos sin notarlos. Si te bebes un vaso de vino blanco de Limnos mirando al Este en una playa, puedes llegar a ver Troya. Va en serio, porque yo la he visto. Si te bebes dos, ¡bah!, no te lo puedes ni imaginar.

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- ¿Eso es un tanque?

- Creo que sí.

- ¡Ay la leche!

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora