La trampa del antifascismo

La trampa del antifascismo

El coro de supuestos antifascistas occidentales se alza alabando un imperialismo ruso que se ha convertido en la amenaza más real sobre el continente desde 1945. Nos encontramos con el mismo ridículo drama de la Guerra Fría. ¿Es que no se va a poder estar en contra del fascismo y al mismo tiempo combatir el imperialismo ruso, tan sólo porque éste se vista -de nuevo- de color rojo y puños en alto? Sinceramente, yo me niego a elegir.

Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, cuando en 1991 se disolvió la URSS, muchos de quienes nos sentíamos de izquierdas pero nunca habíamos comulgado con el marxismo soviético, fuimos lo suficientemente estúpidos para creer que se abría una oportunidad de transformación, de cambio. Creímos, ilusos, que el fin del enfrentamiento de los bloques nos dejaría en libertad de poder explorar otros caminos de la izquierda, otras posibilidades de conseguir justicia social, libertad y dignidad para todos; posibilidades que queríamos que no fueran unidas al autoritarismo, ni a la violencia ni al populismo nacionalista. Fue en buena medida por ello que yo mismo he dedicado buena parte de mi vida profesional a investigar el fracaso del comunismo soviético, como historiador, como científico, pero siempre con conciencia de la necesidad cívica e imperiosa de saber por qué aquello se había hundido. Ahora está claro que nos equivocábamos de medio a medio.

No se trata de que nos haya tapado la boca el triunfo de un brutal neoliberalismo que nos ha acabado llevando a una crisis inmensa; no se trata sólo de que una tercera vía socialdemócrata -en la que yo nunca creí- haya desgastado las posibilidades no violentas de progreso social. Lo más terrible es que las respuestas sociales a esta contrarrevolución política y económica de las élites poscrisis se ven secuestradas por la inercia y acaban por volver a los rieles fijos y perversos del bolchevismo más antihumanista.

Lo he comprobado muchas veces a lo largo de los años, pero no me ha quedado nunca más claro que en estos días, contemplando las patéticas imágenes de los violentos ultrapatriotas rusos que afirman combatir el fascismo de unos supuestos "nacionalistas ucranianos". Intelectuales de la izquierda mundial (véase a un Stephen Cohen en los EEUU o a un Gregor Gysy en Alemania) saludan la ocupación de Crimea por el imperialismo de Vladimir Putin como un triunfo del "antifascismo". La revolución del Maidán de Kíev es descrita como "un golpe de Estado" impulsado por un "Ocidente" movido por turbios intereses comerciales. Para quien sepa algo del tema y la zona, el hecho de que en Ucrania haya nacionalistas ucranianos -después de más de cien años de intentos de construcción nacional- resulta un oxímoron. Que algunos de estos nacionalistas se vean ligados al fascismo de entreguerras no sorprende, sobre todo teniendo en cuenta que los sucesivos regímenes -incluyendo a los de los poscomunistas como Yanukovich- han hecho todo lo posible por acrecentar el racismo, el integrismo y el culto al pasado violento. Que en una revolución de decenas de miles de personas se cuele un puñado de personajes siniestros, es hasta lógico. Pero eliminar de la vida política a estos sujetos es un asunto que, con ayuda y apoyo de quienes nos consideramos enemigos de la intolerancia, deben resolver los propios ucranianos.

Sin embargo el coro de supuestos antifascistas occidentales se alza alabando un imperialismo ruso que paradójicamente se ha convertido en la amenaza más real sobre el continente desde 1945. Durante esta crisis, Putin ha sabido usar una propaganda antifascista como no se veía desde la guerra de España. El antifascismo fue un arma ideológica creada por el estalinismo en los años treinta. Este arma iba más allá de la necesidad real, perentoria, de combatir una serie de regímenes totalistas -que en algunos aspectos se inspiraban en el mismo comunismo que decían combatir-. Eliminar el racismo, combatir el militarismo y superar el nacionalismo de Mussolini, Hitler o Franco eran objetivos tan excelsos que el unirse en torno a ellos parecía urgente. Los miles de jóvenes de las Brigadas Internacionales, los muchos maquis y resistentes que durante la Segunda Guerra Mundial combatieron al fascismo, no pretendían otra cosa. O, al menos, eso creían.

Porque el antifascismo de origen estaliniano lo que buscaba era cerrar la boca a los críticos, impedir la reflexión libre sobre la propia violencia. Combatiendo el mal supremo que suponía el fascismo, se acababan por disculpar o aceptar -como mal necesario- las interminables purgas y matanzas estalinistas. Quien afirmaba la posibilidad de combatir ambas cosas, era tachado de revisionista, de enemigo. Y esto está volviendo a pasar hoy día. Cuestionar la invasión de Crimea o manifestarse de acuerdo con el nuevo Gobierno ucraniano significa arriesgarse a ser difamado como imperialista "proamericano", supone ser insultado como alguien que apoya a los fascistas ucranianos -que, al cabo, no serían sólo el puñado de verdaderos fascistas, sino todos los ucranianos, incluyendo a aquellos que lo único que desean es la soberanía de su país con respecto a Rusia o un acercamiento al resto de Europa.

Y de nuevo nos encontramos con el mismo ridículo drama de la Guerra Fría. ¿Es que no se va a poder estar rotundamente en contra del fascismo y al mismo tiempo combatir el imperialismo ruso, tan sólo porque éste se vista -de nuevo- de color rojo y puños en alto? Sinceramente, yo me niego a elegir.