'La trinchera infinita': memoria, amor y armarios

'La trinchera infinita': memoria, amor y armarios

Un recorrido por la fragilidad del amor, por los fantasmas de la soledad y por cómo desde lo íntimo es también posible hacer política.

Una imagen de la película.

La memoria democrática es mucho más que desenterrar a Franco y llevarlo al lugar donde siempre tuvo que estar. Implica, en primer lugar, hacer justicia con quienes siguen sin tumba digna y, por tanto, sin un lugar nombrado en la historia. Pero también el derecho a la memoria, porque entiendo que es un derecho sin el que no es posible construir una ciudadanía democrática, supone dar visibilidad a los relatos que nunca la tuvieron, retomar el hilo de tantas historias que quedaron en las cunetas, romper los silencios que en este país cavaron tantas fosas y agujeros. Es decir, el derecho a la memoria exige abrir muchos armarios en los que durante décadas estuvieron encerradas vidas y amores, soledades y utopías.

La trinchera infinita, esa hermosísima película cocinada a fuego lento por Jon GarañoJose Mari Goenaga y Aitor Arregi,  es una pieza más de ese relato compartido, de esas notas a pie de página que siguen sin aparecer en los manuales que estudian nuestros hijos y nuestras hijas, de ese aliento tan épicamente humano que nos permite empatizar con las víctimas y, por tanto, reconocer su dignidad quebrada. La historia del “topo” Higinio, encarnado por un Antonio de la Torre que es capaz de dotarlo de la vulnerabilidad del que no tiene más remedio que acabar convertido en un cobarde, y de su amada Rosa, a la que Belén Cuesta interpreta con una fuerza animal que le sale del vientre y de la cabeza, nos llega a las tripas porque, más allá del contexto político que la nutre, se sitúa en los fragmentos más reconocibles de la cotidianidad. En este sentido, más que la historia de uno de esos muchos que pasaron años detrás de un muro, es un recorrido por la fragilidad del amor, por los fantasmas de la soledad y por cómo desde lo íntimo es también posible hacer política. Tras una angustiosa y hasta claustrofóbica primera parte, la película deriva en su segunda mitad  hacia el drama más brutal que le puede sacudir a un ser humano: el que lo sujeta detrás de los barrotes, de cualquier barrote, y le impide por tanto no solo la libertad sino también ser él mismo y ser así con los demás.  Un agujero negro que es capaz de poner a prueba no solo al individuo más fuerte sino también al amor más auténtico.

El derecho a la memoria exige abrir muchos armarios en los que durante décadas estuvieron encerradas vidas y amores, soledades y utopías.

La necesaria y bella película de los creadores de la inolvidable Loreak no es solo el retrato de un hombre vencido y que, en una especie de paradójica renuncia a su hombría, se viste con una rebeca de mujer y cose dobladillos. Es también, y sobre todo, la historia de las que fueron doblemente víctimas, de las que sufrieron multiplicadas las heridas de la guerra y la dictadura, de las que, pese a su lugar secundario en la sociedad de entonces, no tuvieron más remedio que ser heroínas.  Las mujeres solas que fueron capaces de sacar adelante hijos, familias y secretos. Las que en manos de unos hombres que tenían la fusta y el látigo tuvieron que hacer encaje de bolillos para sobrevivir. Las que fueron más que nunca disponibles para los deseos y las necesidades masculinas. Las que renunciaron a tanto y de alguna manera también vivieron armarizadas, aunque cada día pudieran salir a la calle en busca de un trozo de pan.  La Rosa de Belén Cuesta es una de esas invisibles que todavía hoy en este país tan desmemoriado nos resistimos a reconocer como protagonistas. Ella es, para mí, la auténtica superviviente en una trinchera cavada por los hombres.

La trinchera infinita, que en esta época de fascismos resentidos y de equidistancias cómplices debería ser vista y digerida por quienes piensan que la democracia nos ha llovido del cielo, es una bellísima historia de amor y de armarios que se abren. Memoria, amor, armarios: tres palabras que comparten letras y casi rima. Las que nos recuerdan que no puede haber democracia mientras que haya libertades vigiladas, desequilibrios sociales y amores que no osan decir su nombre. Las que deberían enseñar a tanto jovencito y no tan joven “voxiferante” que la lucha por la democracia de tantos y de tantas, como Higinio, como Rosa, como Jaime, es la que ha permitido que se abran las puertas de las alacenas y que no haya carteros obligados a casarse. Ni, por supuesto, manos iracundas de hombres que arrancan las cortinas de las ventanas.

Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.

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Octavio Salazar Benítez, feminista, cordobés, egabrense, Sagitario, padre QUEER y constitucionalista heterodoxo. Profesor Titular de Derecho Constitucional, acreditado como catedrático, en la Universidad de Córdoba. Mis líneas de investigación son: igualdad de género, nuevas masculinidades, diversidad cultural, participación política, gobierno local, derechos LGTBI. Responsable del Grupo de Investigación Democracia, Pluralismo y Ciudadanía. En diciembre de 2012 recibí el Premio de Investigación de la Cátedra Córdoba Ciudad Intercultural por un trabajo sobre igualdad de género y diversidad cultural. Entre mis publicaciones: La ciudadanía perpleja. Claves y dilemas del sistema electoral español (Laberinto, 2006), Las horas. El tiempo de las mujeres (Tirant lo Blanch, 2006), El sistema de gobierno municipal (CEPC 20007; Cartografías de la igualdad (T. lo Blanch, 2011); Masculinidades y ciudadanía (Dykinson, 2013); La igualdad en rodaje: Masculinidades, género y cine (Tirant lo Blanch, 2015). Desde el año 1996 colaboro en el Diario Córdoba. Mis pasiones, además de los temas que investigo, son la literatura, el cine y la política.