Una pierna a cada lado (en la muerte de Lester Piggott)

Una pierna a cada lado (en la muerte de Lester Piggott)

Siempre se entregaba sin medida ni cálculo.

Lester Piggott, en una imagen de archivo.REUTERS

Le daba lo mismo la calderilla de un hándicap que el tesoro del Derby. Siempre se entregaba sin medida ni cálculo.

Justificando aquello de “eres más aburrido que un domingo inglés”, hubo un tiempo en que en estos no se disputaban carreras en el Reino Unido. El Derby de Epson, sagrado día del turf, se dirimía en un currante martes. Esa circunstancia permitía que las mejores fustas de la isla compitieran en nuestras domingueras carreras.

Así fue como pudimos admirar en el selectivo césped de La Zarzuela al mitificado e irrepetible Lester Piggott, que acaba de colgar la fusta. La mala nueva me la dio ayer Fernando (Savater, quién si no) en la primera carrera. “¿Te quieres creer, Abraham, que ya son varios los que me han llamado para darme el pésame?”

“Algún día le tenía que distanciar la vida”, farfullé compungido.

Su físico espigado le condujo hacia las carreras de vallas, y, tras algún triunfo menor, optó en buena hora por las de liso, por más que tuviera que luchar con la báscula.

Cuando me dedicaba a retransmitir carreras de caballos para una incipiente Onda Madrid conseguí cruzar con él algunas palabras. Con una timidez innata, desgalichado y de ojos verdes para mimetizarse con el césped, sus respuestas eran fustazos. Aquel domingo había montado a Akelarre, que se incineró iniciada la recta. Decepcionado yo por su fracaso y dejando un rastro de boletos rotos sobre la pelousse cual Pulgarcito, le pregunté qué había ocurrido:

-El caballo no iba, yo no iba.

Debió de ser una de sus respuestas más prolijas.

Y se malicia que, ante la insistencia de un jockey principiante que le pedía consejo, espetó:

-Una pierna a cada lado.

Con la extraña postura a que le obligaba su físico, una “V” invertida, desarrollaba tal energía en los metros finales, que sus rivales apenas podían vigilarlo.

Anárquico en las formas y oportunista como ninguno, era tal su ansia de victorias que en una carrera, tras perder la fusta, se la arrebató a un colega para seguir azuzando.

La respuesta ante los comisarios que, obviamente, le distanciaron fue que al otro ya no le hacía falta.

“Y se la he devuelto”, apuntilló con naturalidad ajena al humor inglés.

Eso debió de pensar con respecto a Hacienda cuando escamoteó una suma tan grande que la condena fue de varios años a la sombra.

Desposeído de su bien ganado título  de “Sir”, y cuando abandonó la prisión (llamada Victoria, que el destino también juega) volvió de nuevo al verde, con el hándicap de los sesenta años, para premiarnos con su furia y su alado braceo.

Ahora que la horda blanca asedia a la Cibeles, bueno será recordar que catorce títulos son una anécdota para el hombre que, en el tobogán de Epson (salida en pendiente, curva peraltada a la contra, descenso de vértigo y la meta en subida) alcanzó victorioso nueve veces el poste de los dos mil cuatrocientos metros más selectivos del orbe turfístico.

Ha habido, hay y (esperemos) habrá grandes jinetes, preparados física y técnicamente, conocedores de sus caballos, dotados del sentido del ritmo y la estrategia y de valor para la táctica; también de la picardía precisa para la añagaza invisible. Pero Lester Piggott poseía algo más.

Instalado en la montura, parecía saberlo todo sobre el abnegado animal al que, probablemente, montaba por primera vez, Conocía la pista como si la hubiera trazado él y hubiera cavado cada hoyo y desbrozado cada calva en la hierba. Y era capaz de intuir las decisiones que tomaría cada uno de sus rivales.

Pero había algo más en su herética forma de montar: Piggott presentía las sensaciones del caballo. Misteriosamente, leía su temblor, su impaciencia, y ambos decidían, en una extraña comunión, cambiar la carrera.

Cuántas veces alteró su recorrido, abriéndose para dejar una posición que a los demás se les antojaba favorable, en busca de un pasillo que solo él había visto.

O cuántas lanzó su ataque definitivo antes de entrar en la última curva, mientras los demás buscaban aún su acomodo en el pelotón, haciendo saltar por los aires la lógica de la distancia. Aunque mi memoria prefiere aquellas en que, perdido en la grisura del pelotón, irrumpía en tromba en los metros decisivos como si insuflara aire a su montura, mientras en la tribuna se nos desbocaba el corazón. Ante aquel espectáculo de vuelos imposibles, armónicos y poderosos, en los que el jinete empujaba con los riñones y braceaba con un ritmo secreto, los demás participantes se borraban.

Luego, como si pidiera disculpas, desdibujado, volvía al recinto de peso encogido, ensimismado e indiferente bajo un palio de aplausos.

Y costaba sacarle de su castillo interior, donde, probablemente, se encerraba para planificar la próxima carrera.

Lester corría para dejar atrás la hierba pisada, para marcharse, para respirar.

Cómo pudimos ser tan soberbios y esperar de él otras palabras.

Durante muchos años lo imaginé sentado en el sillón de las siestas, pasando la mano por una grupa del pasado y azuzando una fusta imaginaria.

Ojalá que la muerte no lo distraiga de ese duermevela tranquilo.