¿Es posible tener 'un ligue inocente' cuando estás casado?

¿Es posible tener 'un ligue inocente' cuando estás casado?

No había sentido esta euforia desde que el chico que me gustaba en el instituto entró a mi clase.

THINKSTOCK VIA GETTY IMAGES

“¿Necesitas ayuda con esas bolsas?”.

Estoy caminando desde el Starbucks hasta mi coche y llevo dos bolsas medianas de papel. Sin levantar la vista, sonrío amablemente en su dirección y niego con la cabeza. Lo siguiente que oigo son sus pasos en mi dirección y noto la calidez de su mano tocando la mía al coger la bolsa más grande de las dos. Su camiseta huele a recién lavada.

Es una acción que normalmente habría rechazado sin dudar y que incluso habría encontrado amenazante. Sin embargo, por algún motivo, su actitud de machito juguetón me hace reír. Ya lo había visto antes en ese Starbucks con cinco o seis tíos tomando café y jugando al dominó en pleno día, pero hasta este momento, no le había prestado atención.

De camino al coche, me dice su nombre (Jerome), su edad (cuatro años más joven que yo) y que se acaba de mudar desde Alabama para luchar por su sueño de ser actor (o sea, que está sin trabajo).

Tras dejar las bolsas en el maletero de mi coche, me mira de arriba abajo. Es entonces cuando me fijo bien en él por primera vez y me asombra lo mucho que se parece a Denzel Washington de joven. Corrijo la expresión de mi cara rápidamente para que no me traicione y no se piense que tengo interés en él.

Le tiendo la mano con educación y nos damos un apretón antes de entrar en el coche. Veo que se da cuenta de que llevo el anillo de casada y finge que le acaban de disparar en el corazón.

“¿Cuánto lleváis?”, me pregunta, inclinándose hacia atrás con una mano aún en el pecho.

“Doce años”, respondo y me río.

“¿Felizmente?”. Su sonrisa es contagiosa y siento que las comisuras de mi boca reaccionan.

“Me voy”, le digo mientras abro la puerta de mi coche.

Noto una punzada en el estómago, una mezcla de curiosidad y otra cosa que llevaba un tiempo sin sentir: culpabilidad

Siento calidez y cosquilleos por todo el cuerpo al salir del aparcamiento. Me pregunto si me ha dado una reacción alérgica por algo.

No le hablo a nadie de mi encuentro con él. Al fin y al cabo, no ha intentado nada realmente. No ha hecho ni dicho nada inapropiado y yo he reaccionado como una mujer casada.

¿Verdad?

Aun así, noto una punzada en el estómago, una mezcla de curiosidad y otra cosa que llevaba un tiempo sin sentir: culpabilidad.

¿Me siento culpable porque no impedí que me llevara las bolsas desde el primer momento? ¿Porque me reí de verdad por primera vez en mucho tiempo? ¿O porque todavía noto el tacto de su mano en la mía cuando cogió la bolsa?

Y ahí estaba yo, pensando que no me gustaba que me tocaran. Durante el último año, más o menos, mi marido y yo habíamos estado yendo a una psicóloga llamada Cameron que cobraba 300 dólares la hora para tratar mis “problemas para intimar”.

En los 40 minutos que duraba el trayecto hasta su consulta, yo me preparaba para la hora que tendríamos que pasar en el elegante diván. Sabía que cuando llegáramos, mi marido informaría a Cameron de las veces que me había quedado dormida antes de que él llegara a casa o de las veces que había cenado con nuestros hijos de 5 y 6 años en vez de esperarle. Sabía que le contaría que había descubierto una botella de vino casi vacía en una de mis botas de agua y que estaba preocupado por mí. Cada sesión con Cameron confirmaba mis temores más profundos de que era inadecuada. Salía de su consulta todas las semanas sintiéndome peor conmigo misma que antes de llegar.

En un esfuerzo por sacar “mejores notas”, empecé a intentar cenar con él todas las noches en vez de con los niños. Empecé a esperar despierta hasta que se fuera a dormir para poner el temporizador en la tele y dormirme yo. Incluso dejé de beber para espantar sus miedos y estar más presente cuando él estuviera en casa.

Pero la verdad es que me acojona estar presente y necesito esas copas de vino para estar interesada en algo más que no sean mis hijos y Los Soprano. Si renuncio a mi mejor lubricante social, no tengo ni idea de cómo llegaré a ser la esposa que él quiere que sea.

Empiezo a pensar que soy incorregible.

Me acojona estar presente y necesito esas copas de vino para estar interesada en algo más que no sean mis hijos y 'Los Soprano'

El día siguiente a mi encuentro con Jerome, por primera vez en meses, estoy sonriendo al prepararles a mis hijos la comida que se van a llevar al colegio y me tengo que disculpar por reírme de forma escandalosa mientras me hago la manicura por la tarde. No había sentido esta euforia desde que el chico que me gustaba en el instituto entró a mi clase de Inglés. Parece inevitable que este buen humor repentino acabe con mi tapadera. Mi marido es un hombre brillante. Está siempre al loro del más mínimo cambio de humor que tengo, por imperceptible que resulte a los demás.

¿Puedo hacerlo? ¿Puedo sentirme atraída por este hombre y no poner en riesgo mi matrimonio? O sea, no hay nada malo en tomar un café juntos, ¿no? ¿No existen los ligues inocentes aunque seas una mujer casada?

Tengo el corazón desbocado cuando me pongo en la fila de Starbucks al día siguiente a la 1 de la tarde. Al aparcar lo he visto sentado fuera con un par de hombres mayores que él, pero no estoy segura de que él me haya visto a mí. Intento fingir que estoy decidiéndome entre un cruasán de chocolate y un bollo de arándano cuando de repente me envuelve el olor a camiseta recién lavada. Inhalo profundamente mientras mantengo la cara cerca del cristal del mostrador para que no pueda ver mi sonrisa radiante.

Es él.

Siento tanta felicidad como culpa circulando por mis venas

Más tarde, mientras estoy dando de cenar a los niños, siento la necesidad imperiosa de llamar a alguien, a quien sea, y contarle lo de Jerome, cómo me hace reír, lo atento que es y cómo me hace perder la cabeza su olor. Siento tanta felicidad como culpa circulando por mis venas a toda prisa, amenazando con hacer estallar mi corazón como un globo.

Decido tomarme un cuarto de pastilla de zolpidem para relajarme antes de hablar con mi marido. Doy gracias porque está de viaje de trabajo en otro huso horario y no podrá analizar lo que “he hecho” con la misma minuciosidad como si hubiera estado en casa.

Después de tres semanas y media quedando para “tomar café” con Jerome, mi euforia empieza a remitir y mi cerebro empieza a manifestar una extraña sensación de preocupación poco después de despertar. No solo tengo miedo de que me pillen, aunque está claro que solo imaginarlo me hace brincar como un gato callejero. El miedo es más bien porque la situación en sí empieza a resultarme peligrosa.

Aunque el único contacto físico que hemos tenido hasta ahora han sido los choques de rodilla accidentales e intencionados bajo la mesa y su brazo rodeándome los hombros cuando me acompaña al coche, siento que estoy siendo infiel. Odio estar pensando en Jerome a todas horas. Odio pasarme las tardes pensando en cómo sería sentir sus labios en mis labios. Intento pensar en otra cosa cuando imagino que me meto en la cama con él y fantaseo con cómo serían nuestros bebés o qué clase de padre sería.

Siento como si una gripe estuviera arrebatándome mi brújula moral y poniendo en peligro todo lo que conozco. Mantener este secreto me está afectando y descubro que no puedo dejar de pensar en él. Empiezo a rogarle a Dios que ese día no le hubiera dejado cogerme la bolsa y hubiera seguido mi maldito camino.

Soy consciente de que esto solo puede acabar mal. Como si fuera un ‘chute’, soy incapaz de renunciar a nuestros cafés antes de recoger a mis hijos. Alguien va a empezar a tener sentimientos y eso significa que alguien va a sufrir.

Empiezo a rogarle a Dios que ese día no le hubiera dejado cogerme la bolsa y hubiera seguido mi maldito camino

Un día, aparcando detrás de “nuestro” Starbucks, me viene un destello de claridad y comprendo qué más pasa. Cuando hacía varias semanas decidí renunciar a mis copas de vino por las noches, no me molesté en encontrar algo que las reemplazara. Es cierto que ya no me emborracho a escondidas antes de que mi marido llegue a casa, pero me estoy pillando por un tío que en realidad es un completo desconocido. No he superado ninguna adicción, solamente he sustituido una por otra.

Tardo todo un año en escapar de la órbita gravitacional de mi ligue. Sacarme a Jerome del organismo es tan duro como cualquier terapia de desintoxicación; tenía mis negociaciones internas (igual puedo parar en Starbuck por esta vez), mis pensamientos ilusorios (ya ha pasado suficiente tiempo y ya podemos ser solo amigos) y le quitaba importancia al problema (tampoco es para tanto, ni siquiera llegamos a hacer nada).

Una amiga mía que está casada me habló hace poco del compañero de trabajo que le gusta. Presté atención mientras describía unos sentimientos que me resultaban muy familiares: adoración repentina, absoluta intoxicación por el flirteo mutuo, culpabilidad y vergüenza.

“¿Qué opinas?”, me preguntó. “Es solo un ligue inocente, ¿no? ¿Crees que lo superaré?”.

Le cuento mi experiencia con Jerome. La ilusión de verle, las fantasías que tenía con él (incluso estando con él) y la sensación de culpabilidad en el estómago cuando pensaba que les estaba haciendo daño a mi marido y mis hijos.

Al principio pensé que lo mío era un ligue inocente, pero no lo fue. Era dañino, como un veneno que infectó mi vida familiar y lo invadió todo. Mi experiencia con Jerome me enseñó que, pese a lo que pueda creer, no estoy preparada para gestionar esa clase de emoción que ansío, y lo he aceptado.

No digo que otras personas no puedan tener ligues inocentes, pero ahora tengo claro que en mi caso no es posible.

Y, aunque mi marido y yo nos acabamos divorciando, todavía hay veces que evito parar en ese Starbucks. Representa una época de mi vida en la que estaba tan saturada de miedos e incertidumbres que acabé poniéndome a mí misma en peligro por la emoción de sentirme emocionada. Y eso es algo que no quiero volver a vivir.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.