Lío de togas y sospechas de buena fe

Lío de togas y sospechas de buena fe

Corren tiempos en los que la falsedad y el bulo tienen apariencia de verdad, y la realidad verdadera se considera falsa de oficio e ‘increíble’.

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes.EFE

Decía la historiadora Mary Beard en una entrevista en ‘El País’ del domingo 24 de octubre pasado, que las solemnidades del poder, como la efigie de los gobernantes en las monedas, las inventó Roma, pero que “ya no vestimos a nuestros líderes con toga, como sucedía en los retratos anteriores al siglo XIX, pero algo queda”. 

Vaya si queda. Los jueces y los rectores conservan una evolución de tal vestimenta, adornada además con ‘puñeteros’ bordados o con medallones. En ambos casos, las estrictas competencias del cargo suelen desbordarse con demasiada frecuencia. Si los rectores españoles consideran que la autonomía universitaria es hacer lo que les da la real gana, confundiendo autonomía con soberanismo, algunos magistrados parecen seguir ese camino. La contaminación del endiosamiento es tan perniciosa como otras contaminaciones que quizás sean más visibles por la mayor probabilidad probatoria. Claro que hay situaciones donde confluyen dos, y no hay dos sin tres. 

Hay ejemplos recientes: el presidente del PP se ha hartado a denunciar que el presidente del PSOE y del Gobierno quiere que se renueve el Consejo General del  Poder Judicial (CGPJ), y por consiguiente el Tribunal Supremo, y el efecto cascada introducido por tal cambio en los nuevos nombramientos, para politizar la Justicia. Nada cuenta, al parecer, que los mandatos estén reglados en la CE78, y que la prórroga ‘ad calendas graecas’ (una irónica humorada de Tiberio, pues los griegos no tenían calendas) sea absolutamente inconstitucional. 

Esto lo saben sus miembros, y su propio presidente Carlos Lesmes ha advertido de ello en todas las últimas solemnidades judiciales. En todas, pero no a todos. Por ejemplo, a la Fiscalía, o que el propio pleno del Alto Tribunal inicie una comisión de investigación para acabar con tal irregularidad ‘prostituyente’.  Aunque, como sabiamente advertía – según es fama- un obispo vasco que fue diputado del PNV en la II República,  Pildáin y Zapiáin, enviado a Canarias por desafecto: “cuando Dios encargó a una comisión crear un caballo salió un dromedario”. 

Pues bien, tanto la jueza Concepción Espejel, recusada en el caso Gürtel por sus compañeros para evitar la quiebra del principio de apariencia de neutralidad, por sus afinidades con los populares; como el catedrático Enrique Arnaldo, también  vinculado con el gran partido de la derecha, no parece que sean los epítomes y modelos a seguir de la neutralidad judicial. Es una gran contradicción entre lo que se predica y lo que se hace.  Los que acusan a los demás de mentirosos, deben mirarse al espejo con más frecuencia. 

Todo esto, creer que la ley y las normas son de plastilina, al final crea un ambiente en el que es difícil discernir entre lo justo y lo injusto. La actividad se impregna de brumas que esconden banderías, que tienden hacia la división perpetua entre ‘los nuestros’, seres llenos de bondad, altruismo e inocencia,  y los ‘otros’, los enemigos, la encarnación del mal sin mezcla de bien alguno, como el catecismo del Padre Ripalda 

Por ese camino se llega al precipicio. Hay una frecuente falta de consideración (no digo de respeto, que también) hacia los órganos que representan y ejercen la soberanía nacional, que reside “en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”: el Congreso de los Diputados y el Senado. La utilización como palanca de debates bizantinos sobre si era más constitucional el estado de excepción o el de alarma, mientras moría la gente a miles, es como esperar a un ‘master chef’ para dar comida al hambriento. El derecho a la vida, que tanto se predica desde la derecha para el feto (ahora mismo vuelve el debate artificial, extemporáneo e integrista a fuer de religioso, sobre la ley del aborto), se le niega a las personas. Entre los fundamentos – a juicio de muchos, como yo- infundados, no se cita algo elemental: el estado de excepción está asociado por la costumbre y la doctrina a una situación de rebelión o de golpe de Estado. La Ley orgánica que los regula, encima, es clarísima, y prevé el de alarma para las ‘epidemias’. Los parlamentarios que la elaboraron en el primer semestre de 1981, dos años y medio después del 6 de diciembre de 1978, ¿les suena esta fecha a sus señorías? eran, en su inmensa mayoría, constituyentes; no estaban afectados por un repentino alzheimer colectivo invalidante; no ignoraban para qué habían proyectado ambos ‘estados’.

Por otra parte, se da la circunstancia de que las Cortes habían aprobado las medidas recurridas. Otro fallo del TC sobre la limitación de aforo y otras prevenciones  anti covid y sus efectos en la actividad parlamentaria carece igualmente de sustancia al considerar que se vulneraron los derechos de los diputados, al aplicarles la norma general. Es como si la prohibición de asistir a una ópera en un teatro en ruinas, carcomido por la alumimosis, limitara el derecho de los diputados  y senadores al ‘bel canto’. ¿Y qué decir del volcán de La Palma? ¿Qué ley hay que aplicar aparte de la del sentido común? 

Otro episodio reciente que refleja una cierta dosis de desconsideración hacia las sedes de la soberanía nacional (“Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado” Art. 66.1 CE78, y por eso su presidenta es la tercera autoridad del Estado) es el empeño del TS,  encarnado ‘in person’ en su presidente de la Sala de lo Penal, Manuel Marchena, en aplicar una ‘inelegibilidad sobrevenida’ a un delito menor – y tan menor que el propio tribunal sentenciador lo rebajó de categoría ‘motu proprio’ – al diputado de ‘Podemos’ por Canarias y activista histórico Alberto Rodríguez. 

La pena por una presunta patada (no se han presentado pruebas creíbles) que en medio de una protesta en enero de 2014 el activista palmero le pegaría  supuestamente a un policía fue rebajada desde los 45 días de cárcel a una multa. El presidente prorrogado del Supremo reclama la pérdida del escaño, mientras que los letrados de las Cortes opinan lo contrario. La sentencia no entra en este punto. En una lectura desprovista de profundidades doctrinales frecuentemente escoradas hacia la metafísica, el diputado Rodríguez ya estaba en posesión de su acta; si se aplicara la condena de los 45 días, la pérdida del derecho legítimamente adquirido, y sin prórrogas, sería en todo caso, según el principio de los dos dedos de frente,  por el tiempo de condena. 

“La literatura jurídica – dice en ’El País del domingo 24 pasado Jacobo Dopico, Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III- deja claro que la inhabilitación para el derecho al sufragio pasivo no implica la pérdida del cargo que se tiene en ese momento”. El Código Penal no lo prevé. No consta. No existe.

Para lo profanos, eso de una pena con efecto retroactivo es una curiosidad impropia pero propia de estos tiempos donde para algunos y algunas todo vale. Vamos a ver: si la pena de prisión se rebaja a una pena de multa ¿también estarían afectados los diputados y senadores presentes y futuros  por una sanción equivalente de tráfico y sin radar y foto que lo demuestre?, ¿perderían el escaño? 

La gente corriente, y de buena fe, tiene muchas dudas al respecto. Un funcionario de universidad me hace esta pregunta retórica, pero con muchas segundas: “Y si Alberto Rodríguez hubiera renunciado al aforamiento y su causa hubiese sido vista  en vez de en Madrid por un tribunal tan politizado como el Supremo en un juzgado de La Laguna…¿habría sido condenado, y en caso de haber sido condenado, cosa improbable por la ausencia de pruebas sólidas, el juez predeterminado habría exigido y urgido la pérdida del acta?.

Ah, pero hay truco y trato. Resulta que el Alto Tribunal podría haber pensado que quien ha cometido tal delito (una patada sin demostrar y sin que dejara cojo o parapléjico a un agente en una protesta) al parecer no sería digno de ser parlamentario. Pero ¿y la opinión imprescindible y reglada de los Letrados de las Cortes? Si hubiese un baremo de dignidad mínima, mucho que temo que sería difícil conseguir quórum parlamentario. 

Corren tiempos en los que la falsedad y el bulo tienen apariencia de verdad, y la realidad verdadera se considera falsa de oficio e ‘increíble’. Las ‘redes sociales’ y la enorme fábrica de bulos e intoxicaciones que encierran y vomitan no deja de ser un reflejo, cada vez más fiel, estadísticamente hablando, de la sociedad en que estamos entrando. Para muchísimas personas, y gracias a la libertad de prensa, la obligada ‘apariencia de neutralidad’ cada vez tiene más de apariencia y menos de neutralidad.