Los otros virus

Los otros virus

Puedo sentir el rumor subterráneo del miedo, tanto al contagio como a la recesión.

Refugiados calentándose en la frontera entre Grecia y Turquía. Anadolu Agency via Getty Images

Hace años, cuando la penúltima crisis (está claro que nunca veremos la última) sacudió al mundo, un grupo de chavales de un instituto murciano grabó un vídeo reivindicando la enseñanza de la cultura clásica. Lo titularon Gracias, Grecia y lo subieron a Youtube. 

Para ellos no era más que un trabajo de curso.

Para los ciudadanos griegos, humillados por el Fondo Monetario Internacional y sometidos a una limosna envenenada por un sinfín de imposiciones, aquel recordatorio de la grandeza de su país, origen de la filosofía, de la física, de la geometría, de la música, del arte occidental o de la medicina moderna, fue el revulsivo que necesitaban para alzar de nuevo la cabeza y reclamar el respeto que, se supone, todos merecemos.

Todavía recuerdo las imágenes de periodistas griegos incapaces de contener las lágrimas ante la voz segura de unos cuantos adolescentes que reclamaban el mantenimiento de la cultura clásica en sus planes de estudio citando a Sócrates, a Pitágoras, a Sófocles, a Demócrito… y que nos recordaban, de paso, que hasta el vino que bebemos es nieto de los pesados y dulzones vinos homéricos.

Me gustaría encontrar a alguno de aquellos admirables chavales de Murcia y preguntarles qué sienten hoy.

Durante estos días hemos sabido que la situación en la isla de Lesbos, uno de tantos lugares donde se hacinan los refugiados de la guerra en Siria, del caos afgano, del hambre en África y del desierto implacable, ha rebasado el límite de lo humanamente concebible. La semana pasada, diversos ataques a los campamentos de refugiados dejaron las instalaciones quemadas, suspendido el reparto de víveres, apaleados varios cooperantes y destrozados los vehículos de ayuda. Grupos de salvajes, uniformados de negro, ocuparon los muelles de la isla para impedir a garrotazos el desembarco de los desdichados que huyen.

Incluso fueron identificados algunos elementos del neonazismo austriaco y alemán que se habían apuntado a un fin de semana de cacería. No me importa reconocer que la imagen de dos de ellos, hostiados por sus presuntas víctimas, me ha hecho sonreír. 

Me he acordado de aquellos energúmenos que en los años noventa se subieron al Seat Panda camino de El Ejido, donde, decían, se había levantado la veda del negro.

Hacer del terror y del hambre moneda de cambio es el penúltimo extremo al que alguien al que calificamos de humano puede llegar.

Aunque la sonrisa se me ha helado al leer que el gobierno heleno, con la bendición de la Unión Europea, ha decidido suspender el derecho de asilo para todos los que llegan a sus costas.

En un instante, todos los inocentes han pasado a ser culpables; todos los perseguidos, alimañas.

Al parecer, tras la brutal decisión griega está el órdago que Erdogan, el presidente de Turquía, ha lanzado a la OTAN al levantar los controles que frenaban el avance de los desharrapados, molesto el moderno sultán por la poca sutileza con que los aliados se entrometen en sus asuntos sirios.

Me da igual el motivo. Y me da igual si es razonable o irracional. Hacer del terror y del hambre moneda de cambio es el penúltimo extremo al que alguien al que calificamos de humano puede llegar.

El último es olvidar la propia penuria y aceptar la represión de otros.

Me cuenta mi colega David Torres que uno de los locales destruidos por la rabia fascista ha sido el de la ONG Ajedrez sin fronteras, una red de escuelas de ajedrez que un loco maravilloso llamado Álvaro van den Brule ha levantado en los lugares más inhóspitos de la tierra para que los niños aprendan a pensar, a analizar, a entender el camino que va de la victoria a la derrota y, sobre todo, para que puedan perderse durante unas horas en el mundo abstracto e incruento de los sesenta y cuatro escaques y las treinta y dos figuras talladas.

Ya hay quien ha dejado de entender que en el juego está el origen de toda la cultura.

O lo entiende a la perfección y lo que odia es la posibilidad de una cultura que apacigüe su odio.

De semejante virus maligno no hablamos. Mejor quedarnos tras nuestras mascarillas, aterrados por el cierre de colegios (una medida preventiva, molesta pero lógica y, esperemos, eficaz), dolidos por el cierre de los estadios de fútbol e insomnes por la posible cancelación de las procesiones de Semana Santa.

No quiero bromear acerca de las consecuencias que la epidemia acarrea. Soy de los primeros afectados por las cancelaciones de reservas que la limitación de movimientos trae consigo; puedo sentir el rumor subterráneo del miedo, tanto al contagio como a la recesión.

Miedo a lo desconocido, al futuro de pocos minutos que se precipita sobre nosotros dato tras dato, medida tras medida.

Puedo sentir el rumor subterráneo del miedo, tanto al contagio como a la recesión.

Pero, por desgracia, conocemos muy bien la desdicha de los huidos. La hemos vivido en la casi primera persona de parientes y amigos, o en el testimonio de quienes tomaron la carretera de Málaga a Almería, esperaron en el puerto de Cartagena a un barco que no llegó o buscaron el débil refugio de las jaras en los montes cercanos.

O de quienes, años después, se subieron a un autobús que los llevara lejos de la miseria, dispuestos a trabajar en cualquier empleo recibiendo órdenes en un idioma extraño.

También en la mirada caída de los griegos que pagaron con paro y pobreza los destrozos de un festín al que ni siquiera habían sido invitados.

Pero hemos sido muy rápidos a la hora de olvidar. En un abrir y cerrar de ojos nos hemos vestido con nuestras nuevas ropas de protección, confeccionadas con gas lacrimógeno, palos, alambre de espino y ceguera.

Una ropa que no nos salvará de nosotros mismos.