Maricón el último

Maricón el último

Quien no se pone al lado del débil está apuntalando al fuerte en su abuso.

Maricón el último.Carlos Alejándrez "Otto"

Los niños se tapan los ojos ante aquello que les aterroriza, suponiendo que no verlo anula su existencia.

Todos lo hacemos, en realidad.

La última muestra de tan irracional actitud la ha protagonizado el parlamento húngaro, al aprobar una ley que, entre otras lindezas, prohíbe hablar de la homosexualidad en la escuela o en medios de comunicación que puedan llegar a los menores de edad. Si no he leído mal, impide la presentación “arbitraria” de la homosexualidad o el cambio de sexo en dichos ámbitos.

Y me pregunto qué entiende alguien como Orban por “arbitrariedad”.

Iba a escribir que me resulta increíble que los nuevos fascistas caminen por las mismas veneradas calles que recorrieron Sandor Marai o Bela Bartok, pero los chacales se estás adueñando del asfalto.

Todavía quedan muchos en España que aúllan fuera de sí en cuanto un gay habla sin miedo. Degenerados que miran con envidia indisimulada hacia Hungría y que habrían llevado de nuevo a Federico al barranco de Víznar, acompañando su postrer paseo con música de insultos. El tiro de gracia le impediría escuchar ¡un maricón menos! eructado por un cobarde.

Patriotas que habrían colaborado en las palizas que expulsaron de su país a Miguel de Molina.

O a mi adorado Bambino, que, en las esquinas de la noche, dignificó los antros de mala muerte hasta que malmurió estrellándose contra un muro de incomprensión. “La pared. Esa maldita pared”.

Hoy pretenden manchar cualquier intento de integración.

Es muy cómodo vivir en un mundo en el que la diferencia es castigada, sobre todo cuando es uno mismo el que traza la línea de la vergüenza.

No dejamos de esconder la realidad tras las manos de la ignorancia y la hipocresía. Tales son los progenitores del tabú, esa mala defensa con que los retorcidos pilares de nuestra sociedad afirman defender a sus hijos.

Si tanto les preocupa su prole, deberían vigilar menos los colegios y más las sacristías. Porque, y así lo siento, en estos ramalazos moralistas todavía se agita la perniciosa mano de la Iglesia, aún negra por más que se hayan blanqueado las sotanas.

Malicio que lo único que defienden son los absurdos privilegios a los que se han acogido durante siglos para agredir, insultar y marginar.

Y me dan más pena que asco.

Debe de ser terrible hozar en el fango para descubrir un día que aquel al que se ha condenado puede llegar a ser médico, ingeniero, poeta, carnicero o subir al podio de unas Olimpiadas.

Podría ser incluso, Dios no lo quiera, el jefe, un familiar o el mejor amigo.

A Homer Simpson no le molesta que los gais sean buenas personas, cultos, estilosos, divertidos. Lo que le ofende es que se llamen a sí mismos maricones.

-“¡Devolvedme mi insulto!”

¡Cuánta lucidez cabe en un dibujo (Otto lo sabe)!

Creo haberles referido el patinazo que di en Peck (fenecido Fauchon, probablemente la mejor tienda de alimentación de Europa):

Curvado el dependiente sobre el corta-fiambre de manivela como un organillero, le solicité salami finocciona (con semillas de hinojo). Entre el guirigay de voces no debió de entenderme, y vi que se disponía a laminar un salame felino.

¡No, no! ¡Finocciona, finocciona!, recalqué con voz de Caruso. Súbitamente, la cara del tendero adquirió el tono cereza de la máquina.

Disfrutando el bocata (solo italianos y catalanes son capaces de sublimar de tal manera las chacinas de guarro común) recordé el alto grado de profesionalidad del dependiente, que se había ruborizado por una simple confusión.

Años más tarde supe que finocciona es nada menos que mariconaza.

En esta redoma algo tendrá que ver que el hinojo (ahora sabemos que también algunas otras plantas) es hermafrodita, y que, al parecer, sus ramas, adheridas con grasa al cuerpo del infeliz, ralentizaban la hoguera que la Inquisición reservaba para los acusados del “pecado nefando”.

De todos los eufemismos con que se ha señalado al homosexual, el que más gracia me ha hecho siempre está en el momento de La colmena en que el portero de una finca no se atreve a pronunciar la palabra ominosa ante el comisario de policía.

-Es un hombre de malas costumbres…

-¿Bebe?

-No, señor.

-¿Va con mujeres?

-¡No! No, señor.

-¿Entonces, a que llama usted malas costumbres? ¿A cambiar cromos?

El mariposeo de la mano aclara la sórdida acusación.

El mismo silencio quiso extenderse sobre los guerrilleros del maquis, a los que jamás se mencionó por su nombre. El miedo los nombraba “los del monte” o, simplemente, “esos”.

En mi aldea, nuestro enemigo el lobo, que desgarraba la noche, nunca fue tal, convertido en “el bicho” o “la alimaña”.

No mentar la víbora nunca solucionó nada. Si piensan un poco en todas las circunstancias que intentamos esconder tras palabras hueras, comprobarán que, buenas, malas o indiferentes, forman parte de la naturaleza.

Y no desaparecen por más manos que las tapen.

Ni por más que los dirigentes de la UEFA prohibieran el arcoíris en el estadio donde Alemania se enfrentó a Hungría, aduciendo una supuesta neutralidad en asuntos políticos. Aunque resulta evidente que no hay neutralidad ante la opresión; quien no se pone al lado del débil está apuntalando al fuerte en su abuso.

Cuando éramos niños echábamos a correr al grito de “¡maricón el último!”, a lo que el rezagado respondía entre bufidos de ahogo: “¡Hijoputa el primero!”.

Nadie sintió jamás que se dudaba de la profesión de la madre.

Eran voces sin malicia, motivo de risas que apenas duraban unos segundos.

Jugábamos a vivir jugando.

Aún nos faltaba mucho para saber que no hay palabras inocentes.

Aunque tengo para mí que no debiera haber palabras culpables.

Cada una de ellas es una muesca en el cayado de nuestra miseria.

Yo, blasfemo a tiempo completo, reivindico la procacidad del lenguaje, sus expresiones más groseras y rotundas. Quevedo está, así me lo ha dicho, de acuerdo conmigo (y me duele asumir que a racista y misógino nadie le gana, por más que yo disfrute con el calambur que preña su boda de negros:

Él se llamaba Tomé,

y ella, Francisca del Puerto,

ella esclava, y él es clavo

que quiere hincársele en medio.)

Y el fil de puta de mi paisano Rojas, celestineando el castellano, no le iba a la zaga.

Derrochando sal gorda, me niego a renunciar a tan sonora herencia.

Hurtar las palabras es negar la libertad en vano, porque son las leyes injustas y las ideas desquiciadas las que ponen en peligro a los oprimidos, no el apelativo con que les nombremos.

No hay peor fascista que el opusino de modales exquisitos.

Y la miseria desaparecerá el día en que vaciemos las palabras de prejuicios y bailemos con ellas dichosos, desenfrenados y, por supuesto, malhablados.

Y aunque, tiempo ha, ya se fue a tomar por culo la machacona cancioncilla, bueno será rememorar a los hermanos Pinzones para que vuelvan a ser marineros, y para que Colón, que era otro marinero, eleve plumas y velas con la cabeza bien alta.