Mercedes

Mercedes

Está sentada en un banco de un parque, y está sola. Como otros cinco millones de personas mayores en todo el país.

RUNSTUDIO via Getty Images

Mercedes es de carne y hueso, aunque la que ha saltado a la fama en estos últimos días es tan solo una escultura. La reproducción de una larga vida, 89 años, que rezuma soledad por todos los poros. Está sentada en un banco de un parque de Bilbao, y está sola. Como otros cinco millones de personas mayores en todo el país.

De cuando en cuando, coincidiendo con alguna noticia “menor”, de esas de una columnita que nos cuenta que han encontrado el cuerpo de tal o cual persona, fallecida hace diez o quince años en su vivienda, alguien inicia una campaña de concienciación, se habla un poco del tema, se hace una escultura, como ahora… Y a otra cosa.

No somos conscientes de que estamos ante una epidemia silenciosa que nos afecta en la tercera edad, una de las etapas más vulnerables en la vida de las personas. La Mercedes real, la que ha servido de modelo, está sola. Cuesta escucharla decir que “a veces no hablo nada de la mañana a la noche, y por la noche no me sale ni la voz”. Y que espera con ansiedad la visita, una vez por semana, de una voluntaria de Cáritas.

Es evidente que los poderes públicos no son capaces de detectar todos los casos de soledad no elegida, y mucho menos, de montar un servicio de acompañamiento. Pero ya podrían ir buscando medios, porque cada vez nacen menos niños, la población está más envejecida y la red pública de residencias tampoco puede absorber todas las necesidades. Por no hablar del derecho que tiene cada cual de vivir y morir en su casa.

Los millones de “mercedes” son además un problema que va más allá, que la soledad acrecienta todos los males, y ya hay sesudos estudios al respecto. De hecho, los británicos, tan cabalitos ellos, han decidido que la soledad es ya una cuestión de Estado. Y se han puesto manos a la obra. Una Secretaría de Estado se dedica exclusivamente a luchar contra este drama, a investigar, a hacer frente y a intentar acabar con algo que, al parecer, afecta en su país a nueve millones de personas.

Espera con ansiedad la visita, una vez por semana, de una voluntaria de Cáritas.

Aplaudo la iniciativa, pero malpensada de nacimiento como soy, nadie me quita de la cabeza que algo habrán tenido que ver los datos que aseguran que esta epidemia de nuestros tiempos es también un problema económico, ya que, según un estudio de la London School of Economics, diez años de soledad de una persona suponen para el Estado unas 6.000 libras (6.800 euros) en sanidad y otros servicios públicos.

Vamos, que las cuestiones humanitarias, también habrán influido, pero lo primero es lo primero, y la decisión de ponerse manos a la obra ha venido después de los números. Qué pena. Resulta que pasar semanas e incluso meses sin hablar con nadie, las 24 horas del día completamente aislados de la sociedad, sin compañía alguna, especialmente en el caso de las personas mayores, puede ser más grave para la salud que la obesidad, la diabetes o tan perjudicial como fumar quince cigarrillos a diario. Y eso cuesta dinero, que por culpa de los “solitarios”, no le salen las cuentas al Estado.

Supongo que cualquiera de los “estresados” políticos que nos dirigen, en Inglaterra y en cualquier otra parte del mundo, agradecen esa soledad agradable y reconfortante que te permite alejarte del mundanal ruido y disponer de tu tiempo. Como para pararse a pensar en la soledad no deseada, la de los solos y las solas de verdad, y sin haberlo elegido.

Es como el hambre, que no es lo mismo ayunar para encontrarse mejor, estéticamente o por motivos de salud, que no tener un trozo de pan que echarte a la boca.

Y que no te salga la voz, a fuerza de no usarla, como a Mercedes.

Este post se publicó originalmente en el blog de la autora.