¡Mi casa! ¡Mi casa!

¡Mi casa! ¡Mi casa!

Nada que le ocurra a un humano puede ser ajeno para los otros.

¡Mi casa! ¡Mi casa!CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Supongo que, como lectores de estas crónicas, aguijones de memoria que comparto en esta larga sobremesa que es la edad madura, se habrán hecho ustedes una imagen de mi aldea natal en los Montes de Toledo muy semejante a la que las películas nos han regalado de los pueblos del Lejano Oeste. Y no, no van ustedes muy desencaminados, aunque un cuadro así tiene mucho de paisaje ideal; ni la tasca era un saloon por el que deambulaban las coristas meneando el bullarengue, ni los lobos aullaban a la luna sobre un peñasco, ni las disputas se resolvían en la calle vacía, frente a frente y a quince metros.

Disputas había, desde luego, y muy amargas: un mote ofensivo, un mojón removido para apropiarse de un alcornoque, una gavilla de trigo de dueño incierto o un precio aguado por una arroba de vino, suponían motivo suficiente para que hubiera que contener en su guarida de pana la navaja de las migas. Y luego estaban esos rencores fermentados de los que se ignoraba el origen, pero que seguían vigentes generación tras generación como una mala herencia.

Si hubiera dispuesto el pueblo de un cuartelillo con su pareja de guardiaciviles y su cabo con bigote, seguramente medio pueblo habría acabado en el trullo. Pero como los de verde solo venían de patrulla, de tarde en tarde y con prisa por terminar, los paisanos respondíamos a sus preguntas encogiéndonos de hombros y ahí quedaba todo. La ley del silencio, que en tantos lugares de España he experimentado, funcionaba a la perfección, y  la sangre jamás llegaba al Gévalo porque ni agua llevaba.

Ahora bien, si un parto se complicaba, se atisbaba al lobo rondando la majada o los gritos angustiados, ¡mi casa! ¡mi casa!, anunciaban el incendio de esta y de los pocos enseres conseguidos durante años, entonces todo los que allí vivíamos nos tirábamos de la cama como si fuera lo nuestro lo que peligraba y las injurias quedaban perdonadas; al menos mientras la alimaña no se hubiera arrepentido de sus intenciones, el niño no hubiera salido bien y por los pies, o los baldes de agua y los escobazos de retama no hubieran apagado las llamas.

Nadie se consideraba enemigo en aquella acalorada noria horizontal desde la fuente.

Sabíamos, mientras nos esforzábamos por responder a la petición de auxilio, que volverían las refriegas motivadas por la ruindad de unos pocos cuartos, y que quien hoy agradecía a su vecino con lágrimas en los ojos no lo saludaría al día siguiente. Pero no nos importaba. Éramos conscientes de que la vida, tarde o temprano, nos necesita a todos para salir adelante, y que los vecinos, para discutir, tienen que ser vecinos antes que nada.

Aunque fueran modestísimas (algunas de adobe, como el primer hombre) aquellas casas lo eran todo, no solo lo poseído, sino lo vivido y lo por vivir. Como en el poema de Aresti, estábamos dispuestos a defender la de nuestros padres hasta el final.

Aunque en ocasiones, y no pocas, la vecindad resulta contraproducente: los habitantes de Moldavia, he sabido recientemente, se han quedado sin luz a causa de la destrucción de las centrales energéticas ucranianas. Imagino que los moldavos habrán pasado meses imaginando que llegaba este momento y preguntándose por qué tendrían ellos que pagar las bombillas rotas por las ambiciones ajenas.

Y quizás la respuesta sea que nada que le ocurra a un humano puede ser ajeno para los otros. Lo sabía ya el romano Terencio y, por más que se haya repetido su eterna línea de diálogo, no parece que la hayamos aprendido los demás, que nos horrorizamos, con razón, ante la devastación que convierte guarderías, bares y museos en campo de batalla, y tememos que se venza el precario equilibrio que nos mantiene calientes y con la nevera más o menos llena, sin pensar en quienes purgan el pecado de estar donde están y no tener nada jugoso que ofrecer a cambio.

Exactamente la misma situación de los ciudadanos de Ucrania y de muchos soldados rusos, reclutados por fuerza y debidamente aleccionados para atacar a quien no combate. Porque nadie niega que la represalia es un magnífico aliciente.

Y mientras contamos los kilovatios-hora que nos quedan en la reserva, las horas de calefacción que nos podemos permitir, y calculamos las mejores estrategias de negociación para que la guerra no nos taladre los bolsillos, los moldavos descubren los encantos de las noches a oscuras, el otoño sin calefacción, los fuegos de la cocina irremediablemente apagados, y lo que fueron casas (“cuando habrase quebrado el propio hogar, cuando no asome mi madre a los labios.”, gracias otra vez, Vallejo) muestran el dolor de las vigas desnudas clamando al cielo.

Y no dudo que quieran gritar pidiendo ayuda, aunque, viendo los vecinos que les han tocado en suerte, seguramente callen, porque a su grito acudirían tan solo el fuego y la ruina.