Mujer, inmigrante y lesbiana

Mujer, inmigrante y lesbiana

Digamos que es cosa de suerte. Soy mujer, soy inmigrante y soy lesbiana. Con cada categoría puedo ganarme detractores y enemigos. Y, sobre todo, injusticias de parte de misóginos, homófobos y xenófobos que caminan por la vida bajo una nube negra, cargada de intolerancia e ignorancia.

Digamos que es cosa de suerte. Soy mujer, soy inmigrante y soy lesbiana.

Con cada categoría puedo ganarme detractores y enemigos. Y, sobre todo, injusticias de parte de misóginos, homófobos y xenófobos que caminan por la vida bajo una nube negra, cargada de intolerancia e ignorancia.

Sí, es cosa de suerte que en este mismo instante, siendo mujer, inmigrante y lesbiana, pueda estar juntando con facilidad todas las letras que dan vida a este artículo. Tomando en cuenta que 800 millones de personas en el mundo no saben ni leer ni escribir, y que dos tercios de esta cantidad son mujeres.

La suerte. Se olvida. Como cuando estoy con mis hermanas pequeñas jugando en el parque, viendo una película o tan sólo besándolas y abrazándolas, sin temer que me las arrebaten de los brazos, como cada año, dos millones de niñas de su edad, entre 5 y 10, son vendidas y compradas como esclavas sexuales.

Ya sé que soy una insistente con el tema de la suerte. Pero es que todos los días llego a mi casa a salvo. Cuando cometo un error, que cometo muchos, me enamoro de una mujer o hago lo que me da la gana, no tengo que cuidarme de que un cuchillo me desgarre la piel y las entrañas, no salgo a la calle temiendo que una lluvia de piedras me caiga encima ni me duermo preocupada de ser estrangulada o de que me quemen viva para salvar el honor de mi familia, como le sucede cada dos horas a una mujer en el mundo.

Soy mujer, inmigrante y lesbiana. Hace cinco años llegué desde Chile a estudiar un Máster y a vivir en Madrid. El mayor agobio que sufrí fue el de preparar papeles y meter 23 kilos de mi vida en una maleta verde. Seleccionar libros y ropa. Seleccionar historias.

Supongo que eso es mucha suerte. Ya que la inmensa mayoría de personas que desean emigrar no pueden ni siquiera intentarlo. Y, de los que lo hacen, sólo el 3% tiene una migración exitosa como la mía. El resto se arruina o muere en la tentativa.

Cuando me preguntan por qué he escogido España para vivir, hablo de su literatura, la belleza de sus paisajes y su gente. Nunca menciono el hecho de que los españoles gastan al día un promedio de 50 millones de euros en prostitución. Supongo que es porque tengo suerte y se me olvida que aunque soy mujer e inmigrante, nadie me engañó para venir aquí, como les sucede a muchas. Nadie me encerró contra mi voluntad ni me obligó a soportar la embestida de cuantos hombres quisieran usar mi cuerpo como un objeto de su placer.

Me aturde tanta suerte. Pues desde el año 2000 hasta ahora ya son más de 60 millones de mujeres y de niñas las que han sido víctimas de explotación sexual. Me abruma y me supera porque quizás es algo que no podré entender cabalmente. Después de todo, soy una mujer lesbiana que disfruta de su sexualidad y de su libertad. Nadie me ha privado de mis puntos sensibles y placenteros, como sucede a dos millones de mujeres y niñas cada año, víctimas de la mutilación genital.

Media hora he tardado en escribir esta columna, sentada en el salón de mi casa. Treinta minutos que pueden medirse en estadísticas con alma y con piel. Treinta minutos durante los cuales han fallecido 257 niños de hambre y más de cien por no tener acceso al agua potable.

Soy mujer, inmigrante y lesbiana.

Vivo en un mundo que no me gusta. Pero tengo suerte. Demasiada suerte.