Nada para morir

Nada para morir

Marsé fue un escritor obrero, ese ser de ficción que el socialismo aupó a lo más alto de su animalario mitológico, pero del que apenas encontró ejemplares vivos.

Imagen de archivo de Juan Marsé. Ulf Andersen via Getty Images

La gran trampa que nos tiende la superstición religiosa no es otra que la de limitar la vida a una preparación para bien morir. Lo que pudiera ser pasión, exceso, peligro, placer… lo contaminan de miedo los guardianes de la fe, vendiéndonos un billete falso para un viaje a la nada.

Quizás llevados por esa premisa, he conocido a algunos que se murieron muy despacio. Tardaron años en morir y, por más cariño o admiración que sintiera por ellos, llegó el momento en que se me iba la vista al reloj, como cuando espero a la novia remolona columpiando los prismáticos y abanicándome con el programa de las carreras de caballos.

Cuando se vive de verdad, se muere deprisa, y con los bolsillos vacíos, porque nada es necesario para morir. 

Juan Marsé vivió lo suyo y ha muerto por sorpresa. Me ha avisado un chivatazo de la radio y he maquinado “¡si no es más que un niño!”. En el retrovisor de la memoria he vuelto de nuevo a sus aventis: historias inventadas a partir de lo cotidiano que entretuvieron nuestra niñez y de las que todos, menos él, que era mucho más sabio, nos deshicimos con vergüenza tras echar el primer polvo. 

Nada para morir fue el título de uno de sus primeros cuentos publicados. Con él ganó el premio Sésamo, y quiero creer que fue su lema mientras estuvo aquí.

En su imaginación, los vecinos siguieron siendo malhechores; los rateros, héroes; los policías, piratas; los traidores, tenderos. Nos entregó sus fantasías a cara descubierta: la del charnego que creyó poder conquistar a una niña bien fingiéndose resistente; la del barrio sumido en una conspiración que terminó siendo cierta; la del cine en que los muertos se negaban a serlo… reflejos de una Barcelona canalla y currante que todavía resiste bajo las capas de barniz moderno y desmemoriado con que la reciclan.

Marsé fue un escritor obrero, ese ser de ficción que el socialismo aupó a lo más alto de su animalario mitológico, pero del que apenas encontró ejemplares vivos.

Si en el Barrio Gótico quedan rincones en los que aún se huele el habano de Manolo Vázquez, por el Guinardó y Gracia aún deambulan grupos de chavales errabundos con el grinder y la navaja en la riñonera.

Menos fácil es sentir el olor a serrín y ácido bórico de los viejos talleres de joyería en los que Marsé se dejaba la vista de joven, guardándose la justa para escribir, al final de la jornada, apurando el papel.

Siempre he sentido que existía un hilo invisible que unía a Juan Marsé con Cela. Quizás sea la búsqueda de lo sórdido, o de la ternura escondida en la sordidez. Aunque con acento catalán en el caso de Juan, además de una sensación constante de despedida. Rafael Chirbes, que también murió en verano, hace ya cinco años (no me olvidaré de dejar unas flores para él en este nicho), lo consideraba el autor más grande del siglo XX, y su juicio iba más allá de la absurda frontera de las lenguas.

Marsé fue un escritor obrero, ese ser de ficción que el socialismo aupó a lo más alto de su animalario mitológico, pero del que apenas encontró ejemplares vivos. Si acaso, un chaval adoptado, artesano, chuleta y deslenguado. Me pregunto qué cara pusieron los niños bien de la divina izquierda barcelonesa cuando se toparon con aquel yeti más pulido en su silencio que todos ellos en el griterío de la universidad. Como una marca indeleble, el apellido de su padre biológico, Faneca, alude al más humilde pescado que pueda encontrarse en una lonja. Juan cambió la plata de las escamas por la plata de las pulseras, y esta por la de las palabras, pero nunca supo cómo olvidar, ni nunca quiso saberlo.

Pero, sobre todo, Marsé es un eterno crepúsculo, como si estuviera a punto de llover. Siempre que he leído alguna de sus novelas me ha invadido la luz indecisa del atardecer.

Juan, orfebre del idioma, cinceló el lenguaje para difuminar los contornos, para enturbiar el aire, para matizar las sombras. Solo una vez, que yo recuerde, clavó el sol de la canícula sobre la tierra polvorienta. Fue en Teniente bravo, donde Marsé nos mostró la maestría de escribir sin palabras.

Ahora, con la muerte de Juan Marsé, todas nuestras infancias desfallecen, también la del peligro, la del sexo y la de las palabras.

No supieron ver esa luz. Como tantos, tuvo mala suerte con el cine cuando este se fijó en su obra. Mediocres adaptaciones que apenas traspasaron la cáscara de tan jugosos frutos.

Yo fui el médico que aparece en la primera secuencia de Si te dicen que caí… doblado, además, porque un quejido de puerta se coló en mi única frase. Aún me relamo imaginando lo que podría haber hecho Víctor Erice con El embrujo de Shangay, aquel proyecto tan ambicioso como descafeinado.

Ahora, con la muerte de Juan Marsé, todas nuestras infancias desfallecen, también la del peligro, la del sexo y la de las palabras. El 2 en nuestro cuaderno, como en el de Vallejo, ha envejecido.

Y se han puesto de nuevo en marcha los infames relojes de Dalí.

Los de la muerte lenta.

(Desastrado, barbado, vencido, Marsé entra en el bar del infierno en el que abrevan sus compañeros de Por Favor: Forges, Perich, Vázquez Montalbán, Álvarez Solís… Perich lo escruta de pies a cabeza, antes de exclamar en un eructo de cerveza.

-¡Coño Juan!, ¡¿Qué has venido en La sepulvedana?!

-Qué viajecito... Y Caronte acogido al ERTE. Pero… ja sóc aquí. ¿Qué tal? ¿Todo bien por La Codorniz?

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”