No es país para homófobos

No es país para homófobos

Somos más, aunque gritemos menos, los que cada día impregnamos las calles de diversidad.

Bandera del arcoiris.Getty Images

Madrid apesta a final de verano e intento apurar las tardes hasta el final, busco en los bolsillos las llaves de casa antes de que se me eche encima el portal de casa. Camino con una risa instigada por la cerveza, encuentro la llave y trato de abrir con brío. Uno brío que nunca llega, un brío que se detiene cuando en la conversación aleatoria de unos chavales escucho la palabra maricón. Agarro la cabeza de la llave con fuerza, miro de reojo y me descubro encorvado, en una postura determinada por una posición defensiva ante una palabra que me lleva acompañando desde que el horizonte de mi memoria alcanza pero que, hacía años que no convertía mi cuerpo en el de una gárgola.

Afortunadamente, me he hecho más fuerte con los años porque, mi yo de los 15 se hubiera muerto de miedo. Hablo del yo de los 15 años que tachaba los días del calendario, que soñaba dejar lo clandestino de lo rural y abrazar el anonimato de la gran urbe. Me veo incapaz de retomar ese diálogo conmigo mismo, ese diálogo con lo que fui en el pasado, un diálogo que a los que somos LGTBI nos es necesario de vez en cuando. Una conversación con nuestro adolescente, con nuestro yo intramuros y fortificado. Una charla para calmar lo que vivimos desde lo diáfano de vivirse en libertad –digo libertad de verdad, no de la de tomarse una caña-.

“Tranquilo, Madrid es un horizonte, un lugar seguro. En Madrid podrás vivir sin miedo”, me repetí durante el bachillerato. Hoy, no tendría claro ni que decirle al Víctor de la adolescencia porque miraría con los ojos empañados en el miedo a los neonazis queriendo echar a los maricones de unos barrios que son de todos, a algunos tertulianos restando importancia a las agresiones, al heteropatriarcado revolviéndose de rabia contra todo lo que lleve las siglas LGTBI y el color morado y pensaría en Samuel y en los gritos de los que le asesinaron.

Transexuales, lesbianas, gais, intersexuales y bisexuales venimos de la clandestinidad y en nuestras vidas existe un poso de haber construido partes de nosotros desde la catacumba, desde lo secreto. Una clandestinidad que nos determina y que nos harta. Una clandestinidad que ya no nos gusta y que no nos pertenece. Una ocultación irrespirable.

El trabajo de los que vinieron antes y el esfuerzo de los que estamos ahora es grande. Nos ha sacado del subsuelo y de las puertas para adentro. Nos ha liberado de vivir intramuros, de escondernos. Nos ha liberado de los mantras y del autoengaño. No podemos resignarnos, no podemos tirarnos las piedras entre nosotras y nosotros, no podemos impedir que un caso nos impida ver la causa. Pero, sobre todo, no podemos renunciar a la construcción de los proyectos vitales de cada una y cada uno, ni que se nos expulse del espacio común.

Es impermisible que el odio sea el paraguas que repele la lluvia de todas nuestras libertades y deje secos e intactos a todos aquellos que incendian lo que soñamos en nuestra adolescencia. No dejemos que los discursos de la ultraderecha se filtren entre los adoquines de nuestros pueblos y nuestras ciudades y que inunden lo que nos hace sabernos más libre. La humedad de ese odio nos pudrirá rápido. 

La LGTBIfobia es una cuestión de Estado y por ende, es prioritario secar de odio los discursos que se vierten desde algunas tribunas. En lo que se refiere a los derechos de todas y de todos no sirve ponerse de perfil, si no estás en su protección, estás de frente. No hay gris que valga.

Hemos de tener claro que, pese a que toda esta espiral de odio que se cierne sobre nosotros somos más, aunque gritemos menos, los que cada día impregnamos las calles de diversidad.