Odiar es fácil con los ojos cerrados

Odiar es fácil con los ojos cerrados

Siempre podremos reír un poco y obtener alguna que otra lección vital, aunque solo sea como propósito de Navidad.

Imagen de la película Joyeux Noël, de Christian Carion.

La animadversión resulta sencilla pensada de forma abstracta. Un chivo expiatorio, una campaña institucionalizada, una crisis social y muchas dosis de frustración completan la ecuación del resentimiento. Odiar es fácil, permítanme el sacrilegio beatleiano, con los ojos cerrados.

El problema (bendito problema) sobreviene cuando a la idea imprecisa de un odio atávico se le pone rostro y nombre. Por ello nadie quiere saber la historia que se oculta tras cada tragedia en las fronteras, porque conociendo los pormenores de la vida que se esconde tras cada muerte se acabarían las excusas para mirar hacia otro lado.

Pero he aquí que parece que, en estos refunfuñados días, este mensaje es tildado de “buenista”, porque el sentido común debe ceder ante la hostilidad. Somos más altos, más listos y, definitivamente, mucho más guapos si odiamos.

Como los gestos bienintencionados están pasados de moda y los discursos repletos de sensatez atentan contra la sensibilidad intolerante, se hace imperioso transmitir el mismo mensaje de manera alternativa, velada incluso, para que el contenido cale, pero el continente no ofenda. Ardua tarea.

En 2005, Christian Carion presentó su exquisita película Joyeux Noël, en la que el cineasta francés hacía hincapié en la dificultad de odiar tras el conocimiento del enemigo. A través de un episodio real acontecido en las Navidades de 1914, el primer año de la I Guerra Mundial, Carion nos acerca el día a día de la vida en el frente, las bajas, las miserias, las enfermedades y las cicatrices que no cierran, aunque la contienda se acabe. Durante la Nochebuena de 1914, en el frente, los bandos alemán y francés/británico se mantienen en sus trincheras. Llevan días luchando encarnizadamente y las bajas suman centenares en ambos bandos. De repente, la zona alemana es decorada con árboles navideños, y desde el otro lado de la trinchera se oyen cánticos navideños. 

El bando francés, movido por la emoción de las fechas y el propio sinsentido bélico, se siente conmovido, uniéndose a la celebración alemana. Se establece una tregua oficiosa al margen de los estados, propiciada por los altos mandos alemán (Daniel Brühl) y francés (Guillaume Canet). Los enemigos irreconciliables unidos en Nochebuena.

Al día siguiente, como es obvio, nada vuelve a ser lo mismo, y así la guerra deberá aplazarse un poco más. Un partido de fútbol, whiskey escocés, fotos de familiares y pequeños trozos de chocolate son compartidos por ambos bandos. Habiendo sentido el rostro del enemigo quién será capaz de matarlo.

Cuando los distintos estados son conscientes de la alta traición que supone confraternizar con el enemigo, ambos regimientos serán duramente castigados, siendo enviados a los frentes más sangrientos que se registraron durante la primera guerra mundial. Así aprenderán, pensarían, a hacer la guerra.

Siempre podremos reír un poco y obtener alguna que otra lección vital, aunque solo sea como propósito de Navidad.

Pese a lo emocionante del relato y de la historia, se puede decir que Joyeux Noël es una película sencilla de narrar. El género dramático no suele dar concesiones y el efecto es, casi siempre, el deseado.

La complicación sobreviene cuando, queriendo resultar didáctico, se emplea el humor como arma, algo extremadamente complejo en el mundo del cine. En este aspecto, conviene recordar al director canadiense Norman Jewison (No me mandes flores, Hechizo de luna, Solo tú), quien fue capaz de instrumentalizar una comedia para demostrar la insensatez del odio al enemigo en ¡Que vienen los rusos! (1966).

La cinta, basada en la novela The Off-Islanders, de Nathaniel Benchley, no tiene desperdicio. En la localidad costera de Cabo Cod, en el estado de Massachusetts, una familia pasa sus días de vacaciones. Tanto Walt (Carl Reiner) como su mujer Elspeth (Eva Marie Saint) y sus hijos viven en armonía hasta que, un día, nueve marineros soviéticos desembarcan de un submarino en la costa y llegan a la vivienda que tienen alquilada.

En pleno contexto de la guerra fría, la potencial invasión de una flota rusa en tierras estadounidenses se presenta como el colmo del infortunio, comenzando a cundir el pánico y la paranoia en iguales proporciones. Los militares soviéticos, que llegaron allí porque su submarino encalló en la costa, tratan de explicar que se encuentran en son de paz, algo que la susceptibilidad de la población no acaba de encajar.

A partir de entonces, el disparatado intento de acabar con el enemigo irá en aumento, cundiendo el pánico entre ambos bandos, así como la intención de dar por finalizada la situación cuanto antes. El odio sin razón llega al paroxismo cuando Walt, con un arma cargada, se disculpa ante un marino soviético aduciendo que quería matarle a pesar de no tener nada personal contra él”.

Solo la salvación conjunta de un niño en apuros dará al traste con la animadversión que todos se profesan, facilitando la huida de unos militares que jamás olvidarán la hospitalidad de Cabo Cod.

Escrita y dirigida en clave de humor, no está de más revisar este u otros títulos cuando la intolerancia haga el amago de aparecer por nuestra vida. Siempre podremos reír un poco y obtener alguna que otra lección vital, aunque solo sea como propósito de Navidad.

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