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Otoño caliente

El Gobierno tiene que empezar a contar con que el descontento prenda en la calle. La tentación de aplicar mano dura puede conseguir justo el efecto contrario de lo que persigue.

¿Hasta cuándo puede resistir este país los recortes y la austeridad sin que se produzca un estallido social en la calle? Es la pregunta que se hacen hoy los ciudadanos, después de que la gran mayoría haya pasado el fin de semana haciendo cálculos sobre cómo van a afrontar la subida de precios y el recorte de ayudas en servicios básicos a partir de septiembre, que afectan a todos los ámbitos de la vida: desde cuidar a un familiar dependiente a pagar los costes de la funeraria, pasando por cortarse el pelo, comprar unas gafas, o ir al cine. Algunos gastos son prescindibles, pero otros son de primera necesidad y la supresión de la extra de diciembre para los funcionarios anticipa unas Navidades negras, con el consumo bajo mínimos y, lo que es peor, con poquísimas perspectivas de que se recupere en 2013, por muchas rebajas que los comercios -abiertos hasta el amanecer- ofrezcan a sus clientes en vías de extinción.

Es la misma pregunta que atormenta al Gobierno, desbordado por los acontecimientos a pesar de una voluntad reformista que pretende transformar el país en los próximos meses, en la línea de lo que exigen los halcones europeos. Como los hámsters en su rueda, Rajoy pedalea pero no consigue avanzar y dejar atrás la crisis porque apenas anunciada la última batería de medidas para cumplir con las condiciones para el rescate bancario, aparece el presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, y anticipa que todo lo hecho no evitará que en septiembre España solicite formalmente un rescate no ya para los bancos, sino para el Estado.

Sabemos que vivimos un momento kafkiano, porque España se acostó un día como potencia económica y se levantó convertida en cucaracha; pero la situación es cada día más irracional a medida que nadie acierta a explicar ni lo que ocurre, ni lo que va a ocurrir, ni aún cumpliendo con lo que se nos dice que hay que hacer. Los ciudadanos se exasperan porque están dispuestos a hacer sacrificios, siempre y cuando estos tengan unos resultados concretos. Y como esto no ocurre, el Gobierno tiene que empezar a contar con que el descontento prenda en la calle y las concentraciones y manifestaciones de protesta, hasta ahora casi simbólicas, empiecen a formar parte del paisaje. La tentación de aplicar mano dura puede conseguir justo el efecto contrario de lo que persigue.

El lamentable episodio de la diputada popular Andrea Fabra gritando "¡que se jodan!" en el hemiciclo es una muestra de cómo cualquier chispa puede prender cuando hay demasiada yesca; aún creyendo -y yo lo creo- que no se dirigía a los parados, sino a la bancada socialista, la tentación de exhibir soberbia y chulería para dirigirse a los rivales políticos es justo lo que este país no necesita ahora mismo. Máxime cuando el PSOE -en cierta medida, también los sindicatos- pasa por momentos tan bajos que el PP no podrá tirar de su argumentario habitual y acusarles de soliviantar la calle si las protestas se extienden. La gente está cabreada; lo están los votantes de izquierda, y los votantes del PP, y además de gestionar mejor con Europa las condiciones para salir de la crisis, el Gobierno va a tener que extremar su habilidad para no convertir el descontento general en una bomba de relojería.