Paradojas de la tolerancia: con quien no quiere negociar, no se puede negociar

Paradojas de la tolerancia: con quien no quiere negociar, no se puede negociar

La tolerancia con los que atentan contra ella, si no se neutraliza, puede llevar a su destrucción.

dane_mark via Getty Images

¿Podemos ser tolerantes con los intolerantes? En una democracia, la pregunta plantea un problema difícil de resolver. Sobre todo, porque afecta a su misma esencia. 

La democracia se fundamenta en un pacto. Las distintas fuerzas políticas que componen una sociedad, conscientes de que defienden intereses contrapuestos, deciden renunciar a parte de sus objetivos para facilitar un acuerdo de convivencia. Lo que significa que intentan resolver los conflictos mediante la negociación, para no tener que hacerlo por la fuerza. La tolerancia forma parte de su ADN. Implica aceptar que el otro, aunque no piense como yo, tiene derecho a que se respete su espacio.

Pero ¿tiene límites la tolerancia? O, mejor dicho, ¿es bueno que los tenga?

En La sociedad abierta y sus enemigos, publicado en 1945, Karl Popper formuló una conocida paradoja. Según el filósofo austriaco, para que una sociedad tolerante pueda sobrevivir, debe ser a veces intolerante. La tolerancia con los que atentan contra ella, si no se neutraliza, puede llevar a su destrucción.

Pero ¿quiénes son los intolerantes? ¿Cómo identificarlos? Y ¿hasta qué punto podemos comportarnos de ese modo con ellos sin que se resienta el sistema? 

Puesto que la democracia se asienta en un acuerdo básico de convivencia (lo que llamamos una Constitución), intolerantes son los que reniegan de esa forma pactista de ejercer el poder. En otras palabras, los que consideran que sus ideas son innegociables y, por tanto, se niegan a hacer concesiones a sus adversarios. Esta actitud no es privativa de ninguna tendencia ni ideología, ya que no atañe al qué, sino al cómo; no a los programas, sino a las relaciones. Por supuesto, puede haber grupos que no estén de acuerdo con la Constitución y que se propongan modificarla. Pero, si desean hacerlo de forma democrática, tendrán que negociar con los demás los términos de un nuevo pacto.

La tolerancia con los que atentan contra ella, si no se neutraliza, puede llevar a su destrucción.

En el caso español, las principales fuerzas que configuran el panorama político (izquierdas, derechas y nacionalismos periféricos) participaron en la escritura de la Constitución de 1978. Con éxito indudable, ya que, durante casi cuarenta años, los únicos que la rechazaron fueron grupos minoritarios. Algunos, como ETA y los promotores del golpe de Tejero, intentaron acabar con ella de manera violenta. Otros la atacaron desde posiciones políticas. Pero las corrientes mayoritarias de los tres grandes bloques respaldaron el pacto, al menos en teoría. Por más que, como es lógico, surgieran desavenencias a la hora de interpretarlo.

Todo cambió cuando, aprovechando la coyuntura favorable de una grave crisis económica que afectó de lleno a España, así como el descubrimiento en la escena política de numerosos casos de corrupción (sin contar con la convocatoria de un referéndum independentista en Escocia), el nacionalismo catalán se embarcó mayoritariamente en una deriva soberanista. Su aventurismo habría sido imposible sin la existencia de numerosos apoyos. En el ámbito internacional, acabo de mencionar el caso de Escocia. ¿Una coincidencia desafortunada? Tal vez, si bien Franklin D. Roosevelt nos advertía que “en política nada sucede por accidente; lo que parece casual, puedes apostar que ha sido planeado así”. A su vez, dentro de España contó con el respaldo inestimable de la izquierda radical, enormemente fortalecida por el descontento de un segmento considerable del electorado. Digo inestimable, porque legitimó como democrático un movimiento que, por atentar contra la Constitución, demostraba encontrarse en las antípodas de lo que ese concepto significa.

La deriva hacia posiciones extremas de la inmensa mayoría del nacionalismo catalán, uno de los grupos que participó en la redacción de la Carta Magna, así como la radicalización de una parte importante de la izquierda, produjo en España un terremoto político. El asombroso crecimiento de Ciudadanos, un partido nacido en Cataluña como bastión contra el nacionalismo, solo puede explicarse en ese contexto. Por otra parte, la moción de censura contra el gobierno de Rajoy, llevada a cabo por Pedro Sánchez con el apoyo de los independentistas, hizo pensar a muchos que los socialistas estaban dispuestos a cruzar ciertas líneas rojas consideradas infranqueables. Vox, un partido de extrema derecha hasta ese momento irrelevante, se disparó en las elecciones de Andalucía. Por primera vez desde la llegada de la democracia, el nacionalismo radical español consiguió un número considerable de votos.

Sin embargo, significativamente, bastó con que los socialistas mostraran cierta firmeza frente al independentismo para que recuperaran una parte importante de su electorado. Las últimas elecciones han evidenciado que el voto mayoritario en España tiende por inercia hacia el centro. Ha bastado con que la recesión económica remita y la aventura catalana ofrezca síntomas de solución, por leves que sean, para que el apoyo a los extremos disminuya. Los españoles de izquierdas y derechas han asumido que, para facilitar la convivencia, deben hacer concesiones a sus adversarios. Eso es, en definitiva, lo que significa el desplazamiento hacia la moderación. Que es, en definitiva, lo que proporciona solidez al sistema.

Solo los denominados nacionalismos periféricos (el catalán, especialmente) siguen insistiendo en sus demandas maximalistas. En este sentido, conviene advertir que el problema no es el nacionalismo como tal. Desde la llegada de la democracia, los españoles hemos asumido con naturalidad que nuestra realidad es plural. El problema es el nacionalismo extremo. Del mismo modo que lo serían la extrema izquierda y la extrema derecha si se convirtieran en mayoritarias. Porque los extremos son refractarios al diálogo.

Un radicalismo provoca siempre una reacción en sentido contrario. Y la polarización, en España, por desgracia, sabemos muy bien cómo termina.

El derecho a la autodeterminación es lo máximo que los nacionalistas pueden pedir. Hablar de diálogo desde el mantenimiento de una postura radical es absurdo. Negociar no implica buscar acuerdos coyunturales que me permitan avanzar hacia una meta final considerada irrenunciable, sino asumir que pretender esa meta, teniendo en cuenta la realidad existente, no está justificado. Ni es aconsejable. Porque implicaría un alto coste y conllevaría grandes riesgos. Intentar imponer a los otros un trágala abusivo, pasando por encima de sus ideas, justifica que ellos intenten hacer lo mismo. Eso es, precisamente, lo que la democracia se propone evitar. Dialogar implica voluntad de renunciar a algo.

Los nacionalistas catalanes estuvieron dispuestos a dialogar con el resto de las fuerzas políticas españolas hace cuarenta años. Su repliegue hacia posiciones radicales ha causado una gran frustración entre los que pensábamos que el país había conseguido por fin superar ciertos males endémicos. Confrontados con esta deriva, ¿cómo actuar? ¿Es posible negociar con los que adoptan posiciones radicales y se niegan a hacer concesiones?

En las últimas elecciones, los españoles han dado un voto de confianza al Partido Socialista. Pero no un cheque en blanco. La tarea más delicada que se le plantea a Pedro Sánchez es conseguir que la mayoría del nacionalismo catalán regrese a posiciones moderadas, sin que su aventura independentista les acarree ningún rédito. Las tendencias radicales, por supuesto, tienen todo el derecho a existir. Pero negociar con los que las mantienen, especialmente cuando acaban de probar que no les importa atropellar la Constitución, solo puede contribuir a fortalecer sus posiciones y, por tanto, a debilidad la democracia. Porque inevitablemente, un radicalismo provoca siempre una reacción en sentido contrario. Y la polarización, en España, por desgracia, sabemos muy bien cómo termina.

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