Pero desnuda

Todo empezó con Pajares y Esteso. En verdad, comenzó antes, mucho antes, pero este es el hito que recuerdo más nítidamente en mi educación audiovisual. Durante mi infancia, jamás comprendí por qué existían películas en las que el desnudo, casi siempre bochornoso e invariablemente femenino, aparecía por ese eufemismo social reconocido bajo el rótulo de ‘exigencias del guion’.

Vecinas que abrían la puerta en cueros; mujeres que lucían transparencias, picardías y satén mientras se sorprendían por la presencia masculina. Jóvenes que observaban su propio desnudo e, insultantemente ingenuas, preguntaban a su médico aquel sórdido “¿qué me pasa, doctor?”.

Aquella etapa caricaturesca e histriónica llegó al paroxismo con cintas como Agítese antes de usarla, La Lola nos lleva al huerto, Desmadre matrimonial, Vente pa Turkia, Dani, Cuatro mujeres y un lío o Qué gozada de divorcio. Si los títulos son propios de gasolinera añeja en vía pecuaria, prueben a buscar sus respectivos posters.

Los desnudos de aquella época pedestre, que adolecían de un exhibicionismo tan asilvestrado, siempre provocaron en mí mayor pudor que aquellos que sobrevinieron después, con el auge de la cirugía estética, el retoque digital y los entrenadores personales. De hecho, el deporte y la cirugía han hecho más por la eliminación del retraimiento ante el desnudo que décadas enteras de censura férrea. Esos cuerpos, tan alejados de su versión primigenia, apenas se perfilan reales, como tampoco lo hacen la fisionomía del David de Miguel Ángel o el torso de La Venus de Milo.

Pero hele aquí, en pleno siglo XXI, que todavía encontramos productos audiovisuales de una extravagancia primaria, tan injustificada como lo fueron en los años ochenta aquellos desnudos. Los consumimos sin percatarnos de ello y, también en unas décadas, nos sonrojaremos por ser nosotros, y no otros, quienes los hicimos. Pensemos si no en el controvertido y siempre interesante mundo del videoclip.

Aquella etapa caricaturesca e histriónica llegó al paroxismo con cintas como 'Agítese antes de usarla', 'La Lola nos lleva al huerto', 'Desmadre matrimonial', 'Vente pa Turkia, Dani', 'Cuatro mujeres y un lío' o 'Qué gozada de divorcio'.

Llevo semanas ofuscada con una canción que, sin quitarme el sueño, sí me despoja de la banda sonora de mi día a día. Es un tono pegadizo, ilógicamente contagioso, que contamina con estilo indie y su regusto revival mi cotidianeidad. Se trata de What you want de Two Door Cinema Club. A pesar de que se trata de una canción de 2010, es en este momento cuando se ha convertido en mi particular hit, algo que acusan mi coche, mi ordenador y mi cuenta de Spotify. Cansada de oír la voz del irlandés Alex Trimble en esta perenne cita a ciegas, para mi desgracia busqué el videoclip del tema, y en él encontré una producción absurda que no superaría el test de Bechdel ni el del sentido común.

En el vídeo, los tres integrantes del grupo (el propio Trimble, Kevin Baird y Sam Halliday), tocan en un plató diáfano, completamente blanco, rodeados de chicas que poco o nada añaden a la trama, salvo ser sus particulares groupies. El tono retro y los rostros pueriles de los músicos, que exhalan esa soberbia que solo da la juventud, enseguida se difuminan con la aparición de una legión de bailarinas-gimnastas. Todo bien si se busca pretendidamente una estética de Grease. El problema llega cuando la cámara, abriendo el plano, nos desvela una bañera de espuma en la que se acicala una joven.

El videoclip sigue, las bailarinas ejecutan sus coreografías y, de repente, otra apertura del plano nos brinda la posibilidad de reencontrarnos con la bañera, esta vez ocupada por dos jóvenes. Créanme, si la presencia de una chica ya resultaba grotesca, la aparición de una nueva joven de la misma guisa se perfiló del todo surrealista. Pese a que temía que en una nueva ronda se añadiera una tercera, seguí adelante con el clip.

El vídeo fue toda una risión para mis amigos en las redes sociales, lo reconozco, aunque resultase sorprendente que muchos de ellos no fueran conscientes de la bañera ni de las chicas. Normalizaron su presencia de tal forma que, prácticamente, las jóvenes perdieron visibilidad. Ahí está el peligro.

La cultura audiovisual ha sistematizado tanto la objetivación de la mujer que, en realidad, no somos conscientes de que haya mal alguno en ello. Una chica desnuda en medio de un escenario, no hay de qué avergonzarse, es todo natural. Pero si profundizamos en el hecho de que en realidad esas mujeres no son estatuas clásicas, sino personas; que no solo tienen cuerpo, sino también intelecto, y que como espectadores deberíamos reclamar mayor dignidad en el tratamiento audiovisual de nuestros congéneres, quizá comenzáramos a verlas como algo más que un accesorio en medio de un festín high school.

Aprendamos a percatarnos de los sinsentidos que cometemos hoy en día, si no, dentro de veinte años nos abochornaremos por no haber entendido esta objetivación como aquel vulgar destape que todos consumimos, y del que ahora todos abominamos.

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