Por el humo se sabe

Por el humo se sabe

Me pregunto qué buscamos en realidad cuando buscamos el vértigo, el riesgo, el esfuerzo excesivo, el frío mortal o la crueldad del calor.

Volcán Whakaari, en la isla conocida como White Island.Echinophoria via Getty Images

El trabajo de escribir consiste, al menos para mí, en extraer palabras de los recuerdos y sensaciones que asoman la cabeza cada vez que un paisaje, un rostro, un sabor o una noticia los llaman. 

Y si me atrevo a a compartirlas es porque creo que pueden, a su vez, despertar las palabras de otros. Nada más lejos de mi pretensión que impartir doctrina (eso se lo dejo a los curas, junto con el pan con que se la pueden merendar). 

Mi sueño, lascivo y ácrata, es una red de redes en que los textos se multipliquen sin jerarquías de autor o lector ni más criterios que el temblor del estilo y el pellizco de la literatura, que es el mejor vocablo que se me ocurre para nombrar la realidad.

Escribo esto porque no sé muy bien qué voy a escribir a continuación, movido por la noticia de la muerte de trece turistas a causa de la erupción repentina del volcán Whakaari, en la isla  conocida como White Island, a 48 kilómetros al este de la Isla Norte de Nueva Zelanda.

Al parecer, la excursión formaba parte de la ruta de un crucero, y se anunciaba como peligrosa y excitante, destacando en los carteles la necesidad del casco protector. Casi cincuenta cruceristas aceptaron el desafío y se adentraron en la isla entre fumarolas y ceniza ardiente.

¿Quién se resiste a emular a Prometeo y robar un selfie?

Pero nadie contaba con que el volcán explotase sin previo aviso.

Más de treinta heridos, cinco muertos contabilizados en el primer momento y ocho desaparecidos a los que ya no esperan encontrar con vida.

No soy partidario de las diversiones peligrosas (salvo la de pedir paella en chiringuitos playeros, pecado caro a mi estómago y por el que ya he pagado demasiadas penitencias), y extraigo más vida de los cerros roturados que circundan mi aldea o de la penumbra que se arrincona en las viejas ciudades castellanas, que de los acantilados barridos por el oleaje, los ríos indomables, los precipicios sin fondo o las selvas por las que deambulan cuantos bichos mortíferos pueda uno imaginar.

Un poema de Octavio Paz o una copa de un gran fondillón alicantino me resultan más excitantes que una travesía del desierto o un descenso al fondo del mar. 

Y se equivoca quien vea censura en mi declaración. Si al lector de estas líneas (hablando de riesgos para la salud…) le agrada saltar en paracaídas, deslizarse por barrancos, fotografiar leones o comprar una entrada para la última de Rambo, hace bien en saciar su sed de adrenalina. Bastante difícil es alcanzar un instante de felicidad como para que tengamos que andar justificándolo.

Me pregunto qué buscamos en realidad cuando buscamos el vértigo, el riesgo, el esfuerzo excesivo, el frío mortal o la crueldad del calor.

No por eso dejaré de anotar mi estupefacción ante la oferta de aventuras prefabricadas que nos asalta desde los anuncios de las agencias de viajes, no más falsaria que las ofertas de arte tramposo, gastronomía mentirosa y tipismo de saldo que compiten en vistosidad en el mismo escaparate.

Tras la Primera Guerra mundial, se puso de moda entre los más pudientes visitar el frente del Somme o Verdún, que aún olían a pólvora, para horrorizarse con la visión de las trincheras y los cráteres excavados por las bombas. No puedo dejar de pensar que había más de morbo que de reflexión en aquellas excursiones.

Muchas veces me pregunto qué buscamos en realidad cuando buscamos el vértigo, el riesgo, el esfuerzo excesivo, el frío mortal o la crueldad del calor.

O, más exactamente, qué dejamos de buscar.

Acaso ya se nos ha olvidado que cualquier paseo dominical es, en el fondo, una expedición al Polo Norte (gracias, Borges), y que basta un matiz en el color para emprender la  aventura más grande, interminable como en los óleos de Beulas.

Hemos preferido convertir el Himalaya en un merendero.

Y, sin embargo…

Era yo niño cuando cierta marca de chocolate que aseguraba verter un vaso de leche en cada tableta colocaba cromos bajo el papel de plata como reclamo para los de mi edad, como si no fuera bastante tentación la onza encerrada en pan con que celebrábamos las fiestas. Una de aquellas colecciones estaba dedicada a los volcanes, y la conformaban fotografías de erupciones tomadas por Haroun Tazieff, el geólogo francés que se asomaba a los cráteres desbocados para recoger muestras e imágenes con las que comprender la furia de la tierra. Mil novecientos años después de que la curiosidad le costara la vida a Plinio a los pies del Vesubio, Tazieff se atrevía a acercarse a los eructos de gas sulfuroso y los vómitos de lava para llevar a cabo sus experimentos.

Por aquel entonces, Jaques Piccard descendía en el batiscafo Trieste por la Fosa de las Marianas hasta el punto más bajo de la superficie terrestre, a once kilómetros bajo las olas.

Y Jacques Cousteau se sumergía en cualquier arrecife del mundo `para explicarnos el sentido del mar, la manera en que guardaba nuestro futuro y el daño que nos empeñábamos en causarle (¿por qué no le hicimos caso entonces?).

Aunque, de todas las imágenes que nos regaló, me quedó con las de los salmones remontando el último tramo del río, agotándose en pos de la muerte. Más de un amigo pescador rompió a llorar con aquel episodio de la serie del francés.

Ellos, como Thor Heyerdahl o Hillary, fueron los héroes de nuestra pubertad, cuando cualquier lugar era lejano e inesperado. Y en el mismo grupo posan con justicia Rodríguez de la Fuente o el gran Luis Pancorbo, explorador de pueblos.

Quizás es su recuerdo lo que impele a muchos a descolgarse por paredes verticales, cabalgar olas gigantescas o  volcanes despiertos.

Aunque me temo que no es la curiosidad científica la que mueve a muchos de los aventureros de todo incluido que pululan por doquier, teléfono y lata de refresco en las manos (más lata darán después cuando se empeñen en pasear por la pantalla del móvil las dos mil fotos de la expedición. Pareciera que si no las enseñasen no habrían, realmente, viajado).

Los cromos de Tazieff, las filmaciones de Cousteau o las memorias de Hillary fueron el acicate para seguir leyendo, contemplando y preguntando. Sobre todo preguntando.

Y siempre he preferido perseverar en mi curiosidad que pisar lugares ya pisados. Sobre todo si me juego algo más que la honra, perdida hace ya tanto. La sensación buscada es siempre artificial.

Sin compartir su deseo ni necesitar de semejantes emociones, los comprendo a la perfección y lamento la suerte que se los ha llevado por delante.

Y, aunque no soy amigo de absolutos ni ortodoxias, prefiero que las cicatrices me caigan encima sin que sea yo el que las busque.

Por eso no termino de comprender a los desdichados a los que sorprendió una erupción a la que se exponían con total conocimiento. Como no entiendo a quienes se ahogan en un rápido o se congelan camino de la cumbre.

Pero los comprendo.

Sin compartir su deseo ni necesitar de semejantes emociones, los comprendo a la perfección y lamento la suerte que se los ha llevado por delante.

De alguna manera, han sido hasta el final los niños que todos fuimos.

Y como los niños, dados a vagabundear, a veces me fajo en páginas que van de un lado a otro, papeles volanderos por la falda de una  montaña oculta o flotando por torrenteras de pocos días, sin saber muy bien dónde terminarán.

Yo no lo decidí, pero este teclado se ha convertido en mi aventura secreta. Y pienso que es legítimo querer sobrevivir a ella.

Y compartirla.

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MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”