PSOE: lo que podría haber sido y ya nunca será

PSOE: lo que podría haber sido y ya nunca será

El PSOE ha preferido confiar su destino a la posibilidad de ganar unas elecciones con la vara de medir del ciclo político anterior. En lugar de dar contenido práctico a la propuesta federal aprobada en su cacareada Declaración de Granada, han preferido afianzarse en una asimilación del conjunto del país a la identidad e imaginarios de Andalucía y las Castillas, aderezadas con unas gotitas de casticismo madrileño.

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Foto: EFE

Propongo el siguiente ejercicio de imaginación contrafáctica aplicada a la situación actual del PSOE. ¿Qué podría haber ocurrido de confirmarse ese rumor, esa conjetura jamás explicitada, que sin embargo se sospecha fue la justificación última de la rebelión "susanista" contra Pedro Sánchez y su ejecutiva? ¿Qué podría haber ocurrido si el ya exsecretario general hubiese logrado formar un Gobierno alternativo contando con el eventual apoyo de los partidos nacionalistas y de Unidos Podemos?

En efecto, el PSOE podría haber gobernado. Pese a las resistencias iniciales de los críticos, que habrían interpretado ese acceso al Ejecutivo como la capitulación definitiva de la formación al albur de independentistas y radicales, un Pedro Sánchez presidente podría haber marcado el ritmo del nuevo ciclo político desde su mismo inicio. Consciente de que para repetir los triunfos del pasado no le bastaría con los caladeros de votos de Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha (cada vez más debilitados, por añadidura, sobre todo los dos últimos), el PSOE habría instrumentalizado el pacto con las fuerzas nacionalistas como un modo de reconocer la federalización de la política que han comenzado a consolidar los nuevos partidos regionales de izquierda (En Comú Podem, Podemos Euskadi, En Marea). Esos nuevos partidos -advertirían los consultores de cabecera de Ferraz- habrían acertado en reconocer que la descentralización sociológica y política en esas comunidades no implica necesariamente un nacionalismo independentista. Aceptar la especificidad y la igual dignidad de los sujetos políticos de estos territorios les habría permitido volver a entrar en liza por la confianza de gallegos, vascos y catalanes, imprescindibles para salir airosos a escala nacional.

Siendo asimismo un hecho la creciente pérdida de apoyos entre las generaciones jóvenes y formadas de las principales ciudades, las distintas ententes con los nuevos partidos de izquierda hubieran permitido al PSOE recuperar un canal de comunicación con este estrato social que, de otro modo, habrían perdido. Podemos, Compromís y, en menor medida, la IU de Alberto Garzón, habrían servido a un Gobierno socialista como vaso comunicante con aquellos que no reconocen en el socialista un partido capaz de representar sus demandas. El histórico error de diagnóstico del PSOE al desestimar el significado del 15M vendría así indirectamente compensado por esas alianzas. De la misma manera, el pacto con estos partidos habría significado el reconocimiento in extremis de las movilizaciones de la sociedad civil del último lustro (las mareas, PAH's, etc). De otro modo, su lógica endogámica de generación de cuadros -que hace justa la aplicación del término "casta"- habría dejado fuera de las instituciones el trabajo de proximidad de tantos activistas.

El PSOE no volverá a ganar unas elecciones mientras dure el nuevo ciclo político que se caracteriza, precisamente, por una nueva geopolítica nacional.

De haber actuado así, el PSOE habría tenido su vanguardia sin necesidad de modificar su estructura interna. El riesgo de que esos aliados, más jóvenes y radicales, le vampirizaran con sus exigencias, podría haber sido contrarrestado con la negociación y con la situación de ventaja relativa que les concedía a su arraigo institucional, su poder económico y su influencia mediática. Esta ingeniería política habría diseñado una maquinaria perfecta para el progreso reformista: Podemos y el resto de partidos post 15M habrían planteado el diagnóstico y las demandas; al PSOE habría correspondido asimilarlas y transformarlas en reformas moderadas capaces de contentar a un espectro sociológico de amplio alcance. La consolidación de esas reformas efectivas le habrían permitido reconquistar parte del favor perdido en beneficio de los nuevos partidos políticos hasta que, quizás, dentro de alrededor de veinte años, coincidiendo con el declive generacional del electorado del PP, pudieran haber ganado en solitario unas Elecciones Generales.

En resumidas cuentas: el PSOE podría haber hecho de la necesidad virtud, asumiendo que si bien el nuevo ciclo político les impedía ser mayoritarios, sí podían instituirse en articuladores de la nueva diversidad política del país, fundando una nueva hegemonía.

Tras esta fantasía contrafáctica, volvamos a la realidad actual. El PSOE ha preferido confiar su destino a la posibilidad de ganar unas elecciones con la vara de medir del ciclo político anterior. En lugar de dar contenido práctico a la propuesta federal aprobada en su cacareada Declaración de Granada, han preferido afianzarse en una asimilación del conjunto del país a la identidad e imaginarios de Andalucía y las Castillas, aderezadas con unas gotitas de casticismo madrileño. Han premiado la lógica oligárquica que otorga poder al mejor adaptado a los códigos de promoción internos al partido, y ha estigmatizado como demagógicos y oportunistas los diagnósticos políticos herederos del 15M. En lugar de comprender su ventajosa situación histórica y cultural para negociar con los nuevos partidos, ha cedido al miedo replegándose sobre sí mismos, mal disimulando su cobardía en el resentimiento hacia una ciudadanía que considera decadente por ceder a los embates del populismo...

La conclusión que arroja este ejercicio lógico e imaginativo, es que el PSOE no volverá a ganar unas elecciones mientras dure el nuevo ciclo político que se caracteriza, precisamente, por una nueva geopolítica nacional, por la necesidad de una relación osmótica entre partidos y sociedad civil, y por un pronunciado cisma generacional. Hay solamente una opción que podría prolongar la agonía socialista, si bien no creo que alcance a invertir el ciclo: la elección de un candidato cuyo carisma sea capaz de disimular la inadaptación del partido a la nueva circunstancia sociohistórica. Ángel Gabilondo sería sin lugar a dudas el que mejor encarnaría esa opción, por su ejemplaridad personal, su virtud ética y su evidente diferencia respecto al lenguaje y talante de los políticos de aparato. El intento de encubrir con esas virtudes personales tantos defectos colectivos se me antoja el estertor último de un partido que desde hace tiempo le ha perdido el pulso histórico al país.