Rachel Kushner traza una radiografía de la caída en desgracia de Estados Unidos

Rachel Kushner traza una radiografía de la caída en desgracia de Estados Unidos

Muchos se preguntan qué pasa en Estados Unidos y el porqué de la sombra que parece cubrir a su sociedad. Una lectura que ofrece luces sobre esa realidad es La sala Marte (Alfaguara), de Rachel Kushner, que llegará este otoño a las librerías españolas. Una radiografía de la realidad social más gris de Estados Unidos y de aquellas personas y lugares que muchos, desde lo políticamente correcto, dicen aceptar, comprender y tolerar pero que en realidad quieren apartar y hacer invisibles. Kushner retrata el lado oscuro y más humano del sueño americano y la “caída en desgracia” de su país, según The Guardian.

WMagazín adelanta en primicia el comienzo de La sala Marte donde desde el principio asistimos a la vida de Romy Hall, una madre soltera condenada a dos cadenas perpetuas por matar a su acosador. Desde la cárcel el lector ve y conoce una realidad oculta poblada por personajes singulares y sucesos que van de lo escabroso y terrorífico a algunos enternecedores y solidarios.

  La escritora Rachel Kushner. Fotografía de Chloe Aftel, cortesía de Alfaguara. 

El periódico británico The Guardian dijo de La sala Marte: “El tema de Kushner es la caída en desgracia de su país. Esta no es la tierra de la libertad; nadie tiene opciones y todos son culpables.(La tesis de Gordon es ‘el concepto fatídico del Adán americano’). Todos son presos de las circunstancias, desde los reclusos hasta los oficiales (‘ningún guardia quería trabajar en una prisión de mujeres’). Tomada por maquinaria agrícola y abandonada por la gente, la California de Kushner es ‘un infierno hecho por el hombre en la tierra’, donde el agua es venenosa e incluso el aire es malo”.

La cara B del sueño americano desde una cárcel de mujeres en San Francisco que funciona como retrato de lo invisible y de la violencia latente en Estados Unidos.

Te invitamos a leer el comienzo de La sala Marte:

La Noche de Cadenas se da una vez por semana, los jueves. Una vez por semana tiene lugar el momen­to decisivo para sesenta mujeres. Para algunas de las sesenta, ese momento decisivo se da continuamente. Para ellas, esto es rutina. Para mí solo se dio una vez. Me despertaron a las dos de la madrugada, me esposa­ron y contaron, Romy Leslie Hall, reclusa W314159, y me pusieron en la fila con las otras para un trayecto valle arriba que duraría toda la noche.

Mientras nuestro autobús salía del perímetro de la cárcel me pegué a la ventanilla reforzada con malla para intentar otear el exterior. No había mucho que ver. Pasos a desnivel y rampas de incorporación, bu­levares oscuros, desiertos. No había nadie en la calle. Atravesábamos un momento tan remoto de la noche que los semáforos habían dejado de pasar del verde al rojo y se limitaban a parpadear un ámbar constante. Se nos puso otro vehículo al lado. Iba sin luces. Embalado, dejó atrás el autobús, una cosa oscura llena de energía demoniaca. Había una chica en mi unidad de la cárcel del condado que se ganó la perpetua solo por conducir. Ella no disparó, se lo contaba a quien­ quiera que la escuchase. Ella no disparó. Lo único que hizo fue conducir el coche. Nada más. Habían usado un lector de matrículas. La grabaron con cá­maras de videovigilancia. Lo que tenían era una ima­gen del coche, de noche, avanzando por la calle, pri­mero con los faros encendidos, luego con los faros apagados. Si el conductor apaga los faros es premedi­tación. Si el conductor apaga los faros es asesinato.

Nos trasladaban a esa hora por un motivo, por muchos motivos. Si nos hubiesen podido lanzar a la cárcel en una cápsula, lo habrían hecho. Lo que sea con tal de evitar que la gente corriente tuviera que vernos, una panda de mujeres esposadas y encade­nadas en un autobús del departamento del sheriff.

Algunas de las más jóvenes sollozaban y sorbían los mocos mientras nos metíamos en la autopista. Había una chica en una jaula que parecía embarazada de ocho meses, tenía la barriga tan grande que le tu­vieron que poner más cadena de la cuenta alrededor de la cintura para esposarle las manos a los lados. Hi­paba y se estremecía con la cara hecha un mar de lá­grimas. La tenían en la jaula por su edad, para prote­gerla del resto. Tenía quince años.

Una mujer de la primera fila de asientos se volvió hacia la que lloraba en la jaula y le chistó como quien rocía espray antihormigas. Al ver que no funcionaba, le gritó.

—¡Calla la boca!

—Puñetas —dijo la persona que estaba delante de mí.

Soy de San Francisco y un transexual no me pilla de nuevas, pero esta persona tenía pinta total de hombre. Unos hombros anchos como el pasillo y barba por de­ bajo del mentón. Di por hecho que venía del corral de bolleras de la cárcel del condado, donde meten a las camioneras. Era Conan, a quien conocería más tarde.

—Puñetas, a ver, es una niña. Déjala que llore.

La mujer le dijo a Conan que se callase, se pusie­ron a discutir y los polis intervinieron.

En la cárcel del condado y en la prisión ciertas mujeres ponen normas para todas las demás, y la mujer que seguía exigiendo silencio era una de ellas. Si aca­tas sus normas, ponen más normas. Te tienes que pelear con la gente o acabas sin nada.

Yo ya había aprendido a no llorar. Dos años an­tes, cuando me detuvieron, lloraba sin parar. Mi vida se había ido al garete y era consciente de que se había ido al garete. Era mi primera noche en la cárcel y seguía con la esperanza de que el estado de irrealidad de mi situación tenía que quebrarse, de que me desper­taría. Pero la única realidad a la que despertaba una y otra vez era la de un colchón apestando a orines, así como portazos, chaladas gritando y alarmas. La chica de mi celda, que no era una chalada, me sacudió sin miramientos para que le hiciese caso. Levanté la mi­rada. Se dio la vuelta y se levantó la camisa del uni­forme para enseñarme el tatuaje que llevaba en los riñones, su sello de golfa. Decía

Calla la puta boca.

Conmigo funcionó. Dejé de llorar.

Ese fue un momento grato con mi compañera de celda. Quiso ayudarme. No todo el mundo es capaz de callarse la puta boca, y aunque lo intenté yo no era mi compañera de celda, a quien más tarde llegaría a considerar una especie de santa. No por el tatuaje, sino por su lealtad al mandato.

* * *

Los polis me habían puesto con otra mujer blanca en el bus. Mi compañera de asiento tenía una melena castaña lacia y lustrosa y una sonrisa horri­pilante, como si estuviera anunciando blanqueador dental. En la cárcel y en la prisión pocas tienen los dientes blancos, y ella no era una excepción, aunque sí tenía esa sonrisa amplia e inapropiada. No me gus­tó. Parecía que le hubiesen extirpado parte del cere­bro. Se me presentó con su nombre completo, Laura Lipp, y dijo que la transferían de Chino a Stanville, como si no tuviésemos nada que ocultarnos. Desde entonces nadie se me ha presentado por el nombre completo ni ha intentado darme ninguna explicación verosímil de quién es en un primer encuentro, y nadie lo haría, ni yo tampoco.

—Lipp, con dos pes, es el apellido de mi padras­tro, lo adopté después —dijo como si se lo hubiera preguntado. Como si por alguna razón me interesase.

—Mi padre­ se apellidaba Culpepper. De los Culpeppers de Apple Valley, no de los de Victorville. Es que en Victorville hay un zapatero Culpep­per, pero no somos parientes. Se supone que en el bus nadie habla. Esa norma no la detuvo.

—Mi familia se remonta a tres generaciones en Apple Valley. Que suena a lugar maravilloso, ¿verdad? Prácticamente puedes oler las flores de los manzanos, oír a las abejas, y te hace pensar en sidra fresca y tarta de manzana recién hecha. En los adornos de otoño que empiezan a poner cada julio en el Craft Cubby, hojas brillantes y calabazas de plástico: lo que es tradicional en Apple Valley sobre todo es la elaboración y cocinado de la metanfetamina. En mi familia no. No quiero que te lleves una impresión equivocada. Los Culpepper son gente útil. Mi padre era dueño de su propia constructora. No como la familia de mi ma­rido, que… ¡Ay! ¡Ay, mira! ¡Es la Montaña Mágica!

Estábamos dejando atrás los arcos blancos de una montaña rusa al otro lado de la enorme autopista multicarril.

Al mudarme a Los Ángeles tres años antes, ese parque de atracciones se me había antojado la puerta de entrada a mi nueva vida. Fue la primera gran vi­sión que tuve mientras bajaba a toda mecha desde la autopista, brillante, fea y emocionante, pero eso ya no importaba. (…)

* * *

Mi madre me puso el nombre por una actriz ale­mana que en un programa de televisión le dijo a un ladrón de bancos que le gustaba muchísimo.

Muchísimo, dijo la actriz, me gusta usted muchí­simo.

Al igual que la actriz alemana, el hombre estaba allí para que lo entrevistasen. Normalmente, los entrevistados, que permanecían sentados en las sillas a la izquierda de la mesa del entrevistador, no charla­ban entre ellos. A medida que transcurría el progra­ma, ambos fueron apartándose de allí.

* * *

Se empieza por fuera, me dijo una vez un capullo refiriéndose a los cubiertos. No era algo que hubiese aprendido ni que me hubieran enseñado. Me estaba pagando por salir con él, y en este intercambio sintió que no le sacaría provecho a su dinero a menos que encontrase pequeñas maneras de humillarme a lo lar­go de la velada. Al salir de su habitación esa noche, cogí una bolsa con compras que había junto a la puerta. No se dio cuenta, supongo que le había dado un des­canso a su empeño en degradarme y podía regodearse en la cama del hotel. La bolsa era de Saks, en la Quinta Avenida, y dentro tenía muchas otras bolsas, todas de regalos para una mujer, di por hecho que su espo­sa. Ropa sosa y cara que jamás me pondría. Crucé el vestíbulo con la bolsa a cuestas y la embutí en un contenedor de basuras de camino al coche, que había aparcado a varias manzanas, en un garaje de Mission, porque no quería que aquel tío supiese nada de mí.

* * *

En la silla apartada del plató de televisión se sen­taba un ladrón de bancos que había acudido al programa para hablar de su pasado, y la actriz de cine alemana estaba a su lado y se giró hacia el ladrón de bancos y le dijo que le gustaba.

Mi madre me puso el nombre por esa actriz que habló con el ladrón de bancos en lugar de con el presentador.

* * *

Creo que le encantó que le robase la bolsa con las compras. Después de eso quiso verme a menudo. Andaba buscando una chica de compañía, y a un mon­tón de conocidas mías esto les parecía un chollo: esos hombres pagaban por adelantado el dinero de un año de alquiler; con uno de esos tenías la vida solucionada. Yo había acudido a la cita porque mi vieja amiga Eva me convenció. A veces lo que otra gente desea se te antoja deseable, momentáneamente, antes de di­solverse frente a tus propios deseos. Esa noche, mien­tras aquel pijo de Silicon Valley fingía que teníamos una complicidad de amantes, lo que implicaba tratar­me a patadas, decirme que era guapa de un modo “ordinario”, usar su dinero para tratar de ejercer po­der socialmente sobre mí, como si aquello fuese una relación pero, teniendo en cuenta que pagaba por ello, debíamos interactuar según sus normas y podía decirme lo que yo debía decir, cómo tenía que andar, qué debía pedir, qué tenedor usar, qué debía fingir que me gustaba…, me di cuenta de que ser una chica de compañía no era lo mío. Seguiría ganándome la vida como bailarina de striptease en la sala Marte de Market Street. Me daba igual si era un trabajo honrado o no, lo importante era que no me repugnaba. Gracias al lap dance sabía que frotarse contra alguien era más fácil que hablar. Todos somos distintos en lo que se refiere a baremos personales y lo que podemos ofrecer. Yo no puedo fingir amistad. No quería que nadie me conocie­se a fondo, aunque había un par de tíos a los que les daba migajas. Jimmy el Barbas, el portero, que solo re­quería que yo fingiese que su sádico sentido del humor era normal. Y Dart, el encargado nocturno, porque los dos éramos aficionados a los coches antiguos y siempre andaba diciendo que me iba a llevar a las Hot August Nights de Reno. Estaba de broma, y no era más que el encargado nocturno. Hot August Nights. No era la clase de evento de automoción que me interesaba. Fui al circuito de Sonoma con Jimmy Darling, comí perri­tos calientes y bebí cerveza de barril mientras los coches de carreras salpicaban barro contra la valla metálica.

Algunas chicas de la sala Marte querían hacerse con los habituales y siempre andaban trabajándose­los. Yo no, pero acabé con uno igualmente, Kurt Ken­nedy. Yuyu Kennedy.

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