Rotos y descosidos del comercio internacional

Rotos y descosidos del comercio internacional

Después de tanto guirigay en la COP21 de París el diciembre pasado para encontrar un instrumento regulatorio que combata el cambio climático, seguimos atrapados en el dogma de que regular es malo para la economía. Al final, fue un evento perezoso en el que se intentó cambiar el mundo, pero sin cambiar nada, a pesar de que hacer cambios en las reglas del juego en el comercio internacional era una necesidad simple y evidente.

5c8b41753b000002076d4e7c

Foto: EFE/Ingo Wagner

La semana pasada, algunos líderes republicanos de Estados Unidos celebraban que el Tribunal Supremo frenara las medidas de lucha contra el cambio climático que Obama aprobó por decreto. Las aprobó por decreto porque estamos locos y la gente en los países con mayor número de emisiones sigue creyendo que esto del calentamiento global no es para tanto.

No es que me parezca bien aprobar las cosas a decretazo limpio, entiéndanme, pero prefiero el decretazo a ahogarme en óxido de nitrógeno. Si están de acuerdo con que la democracia hoy en día hace aguas (aquí y en todas partes), lo del decreto es casi lo de menos. Y no lo digo por decir: es que también estamos (léase "están" si se es escéptico respecto a la versión contemporánea del concepto de democracia) -- como digo, estamos (están)-- a punto de aprobar el TTIP (la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, por sus siglas en inglés). Esto nos pone en una situación bastante absurda: que las políticas (medioambientales o no) introducidas por Gobiernos democráticamente elegidos limiten los beneficios de corporaciones multinacionales ahora será antidemocrático e inaceptable.

Hay quien cree (¡todavía!) que el mercado libre es el único sistema con capacidad para resolver los problemas económicos. Permítanme la libertad de suponer que el cambio climático es, entre otras cosas, un problema económico. Y permítanme también referirme a un documento tedioso pero fundamental en el tema que nos ocupa: El Acuerdo General Sobre Aranceles Aduaneros (GATT), de la Organización Mundial del Comercio. El GATT sigue el principio de no discriminación, de forma que --grosso modo--, si un país permite la entrada de un determinado producto procedente de otro país, tiene que permitir la entrada de ese mismo producto procedente de terceros países (salvo excepciones). Esto implica que un gobierno no puede discriminar la entrada de productos en su territorio en base a su proceso de fabricación, con lo cual no puede excluir aquellos cuya fabricación tenga un alto coste medioambiental. Vaya, que por mucho esfuerzo que hiciéramos por reducir las emisiones nacionales, nuestras importaciones seguirían siendo igual de sucias que siempre (aunque esto evidentemente no debería usarse como excusa para no hacer nada contra el cambio climático).

Después de tanto guirigay en la COP21 de París el diciembre pasado para encontrar un instrumento regulatorio que combata el cambio climático, seguimos atrapados en el dogma de que regular es malo para la economía, y una se pregunta para qué se monta tanto lío entonces. Me imagino que, quizá, semejante despliegue pretendía escenificar el excelente funcionamiento de la democracia del libre mercado (por lo menos, por parte de los países occidentales; luego, lógicamente cada uno iba a escenificar lo suyo). Pero al final, el buen rollo duró un suspiro: el COP21 fue un evento perezoso en el que se intentó cambiar el mundo, pero sin cambiar nada, a pesar de que hacer cambios en las reglas del juego en el comercio internacional era una necesidad simple y evidente.

Si se aprueba el TTIP, el principio que se sigue en EEUU de que "todo vale" hasta que se demuestre que es dañino para la salud debería preocupar a cualquier europeo que quiera seguir sabiendo lo que come.

Existen ya ejemplos de cómo regular el comercio para evitar la exportación o importación no deseada de ciertos productos. El más evidente quizá, tiene que ver con los estándares de calidad de los alimentos en la Unión Europea, razón por la cual los horrores del documental Food Inc. (que describe la industria alimentaria en Estados Unidos) son menos horríficos aquí en Europa: el principio que se sigue en EEUU es que "todo vale" hasta que se demuestre que es dañino para la salud, mientras que en Europa sólo vale lo que se ha demostrado que no es perjudicial (y este es precisamente uno de los motivos por los cuales el TTIP es tan beneficioso para las grandes corporaciones americanas, y tan preocupante para cualquier europeo que quiera seguir sabiendo lo que come).

Otro ejemplo de éxito es CITES (Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres), que establece un sistema de certificados necesarios para comerciar con especies amenazadas; dependiendo del grado de protección aplicado a cada especie (o productos derivados, como pieles, maderas, marfil, etc), se requiere un certificado de exportación por parte del país de origen y otro de importación por parte del de destino (e incluso certificados de reexportación, si va a pasar por terceros países en tránsito), o sólo el certificado de exportación si, por ejemplo, la especie en cuestión no está en peligro de extinción. Así es posible asegurar la supervivencia de especies amenazadas. Algo similar podría aplicarse de forma más amplia a todo tipo de comercio.

No se ha dejado de comerciar comida en Europa, ni se han arruinado las empresas del sector alimentario; tampoco se ha destruido el comercio de especies amenazas. Desvirtuar ahora el plan medioambiental de Obama por ser antidemocrático (o anti-mercado), es un poco como si se citase a Manuel Azaña ("la libertad no hace más felices a los hombres; sencillamente los hace hombres") para defender el TTIP: sí, pero no --habría que definir primero qué se entiende por democrático. Pero hoy en día parece que palabras como "libertad" y "democracia" lo mismo valen para un roto que para un descosido.