Se hunde el amor

Se hunde el amor

Cada vez más enamorados y turistas procuran dejar huella en las ciudades visitadas. Antes los recién casados o los amantes guardaban París o Roma en su recuerdo como un tesoro. Esas capitales eran el candado prendido en sus corazones. Hoy crece la necesidad de dejar constancia.

Reuters

Se han hundido en el Sena miles de promesas de amor. Hace unos días cayó al agua parte de la barandilla del Puente de las Artes colapsada por infinidad de candados rotulados con nombres de enamorados. Hasta ahora en el fondo del río sólo yacían latas de refrescos, algún cadáver (hace siete años se recuperaron 55 cuerpos) y las llaves de esos candados sellando declaraciones eternas. Pero ya lo llevaban avisando hace tiempo las encuestas: las parejas no suelen durar más de cuatro años, y ya lo llevaba avisando desde hace meses el Ayuntamiento de París: la valla no va a aguantar el peso de tanta pasión.

Los puentes de las grandes ciudades de Europa y algunas del resto del mundo están perlados de candados desde que la pareja de la novela de Federico Moccia Tengo ganas de ti certificara su enlace con un broche de acero en el puente Milvio de Roma (evidentemente, también salpullido de candados y con alguna farola ya reforzada para evitar el desplome). Nadie sabe si el escritor italiano inventó esta romántica ocurrencia o si la rescató una vieja tradición. En cualquier caso, desde la publicación de su segunda novela en 2006, los ayuntamientos de muchas ciudades ya quitan sistemáticamente los cerrojos de puentes históricos como el de Triana en Sevilla. El problema es que al día siguiente vuelven a aparecer los herrajes del amor como si se tratase de una incurable erupción o de un fenómeno paranormal.

No parece que se pueda luchar contra la pasión con argumentos cívicos, urbanísticos, históricos o en aras de la conservación del patrimonio. París y otras ciudades están comenzando a habilitar rejas especiales en los puentes para que los incontenibles amantes depositen sus férreas alianzas sin dañar las pasarelas. Pero, claro, ya no tiene gracia. Los políticos también crean parques artificiales para que los jóvenes monten botellón o recintos prefabricados para practicar parkour. Lugares impostados, sucedáneos de la ubicación que da realmente sentido a la actividad que se practica allí. Aunque si defendemos la originalidad y abogamos por la espontaneidad, ¿qué sentido tiene manifestar la unión sentimental copiando la idea de un libro que, además, calcaron antes que tú cientos de miles de personas?

Lo más difícil es ser excepcional. Sin embargo es precisamente el amor, el sentimiento más común y clónico, lo que nos brinda la sensación de exclusividad. Amamos a nuestra pareja porque es única, irrepetible, irreemplazable. Y, a la vez, al ser queridos nos percibimos elegidos, especiales, señalados. Las parejas aseguran que nadie puede quererse como ellos lo hacen, que su lazo es de un fulgor y una aleación inimitable. Pero, en cambio, qué difícil es encontrar un trocito de barandilla libre.

Cada vez más enamorados y turistas en general procuran dejar huella en las ciudades visitadas. Antes los recién casados o los amantes guardaban París o Roma en su recuerdo como un tesoro. Esas capitales eran el candado prendido en sus corazones. Hoy, sin embargo, crece la necesidad de dejar constancia de nuestro paso por el mundo. Firmas de visitantes rayadas con llave sobre las paredes de las murallas o los monumentos, nombres propios tatuados con bolígrafo en las ruinas o los castillos. El legado individual sobreponiéndose a la Historia.

Hace justo sesenta años que se estrenó la película Tres monedas en la fuente. Desde entonces no ha dejado de llover calderilla en la Fontana di Trevi. En concreto, cada año se saca del agua un millón de euros. Parece inevitable copiar las iniciativas cinematográficas o literarias, los románticos gestos de la pantalla o de las páginas de una novela rosa. Sin embargo, lo realmente especial es que la ficción se prenda de nuestra vida, como le pasó al propio Federico Moccia. Tenía 29 años cuando en 1992 escribió su primera novela, A tres metros sobre el cielo. Tras ser rechazada por numerosas editoriales decidió autofinanciarse una edición de 2.000 ejemplares. Se agotaron con celeridad y ahí dio Moccia por satisfecha su iniciativa. Pero, sin saberlo, sus páginas se fotocopiaron pasándose de adolescente a adolescente durante ocho años. Su relato se convirtió en un amado libro casi clandestino, multiplicado innumerables veces entre los alumnos de los colegios y los institutos romanos. Uno de aquellos ejemplares cayó en manos de la sobrina del productor de cine Riccardo Tozzi. La chica, fascinada, le contó a su tío el valor emocional del libro y el fenómeno de su circulación entre los jóvenes. Tozzi se puso en contacto con Moccia para comprarle los derechos de la novela y rodar una película. Así comenzó el sueño del escritor, el de sus enamorados lectores y el de los vendedores de candados a la entrada de los puentes.