Sillones, poder y vergüenza

Sillones, poder y vergüenza

La actual clase política española no se merece a España y muchísimo menos a los españoles.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez , se dirige al presidente del PP, Pablo Casado , en el Congreso.Luis Roca / GTres

Una pandemia global sin precedentes y lo que ha sido su gestión (o, mejor dicho, lo que debería haber sido), Filomena, cuatro elecciones generales desde diciembre 2015 y otros varios asuntos más (la Corona, Corinna, Sánchez y el Falcón, Galapagar y el marqués del pueblo llano, los adoquines de Rivera, la Gürtel y los papeles de Bárcenas, los ERE de Andalucía, el máster de Casado, las subvenciones de Abascal, Villarejo y compañía). Son cosas que dan para mucho. Como mínimo para darle al coco. Para empezar, dan para reflexionar sobre lo que nos rodea. Y, para terminar, dan para reflexionar sobre quiénes pretenden gobernarnos.

Después de todo lo que hemos vivido hasta el momento hay una cosa que tengo clara: la actual clase política española no se merece a España y muchísimo menos a los españoles. En realidad, lo he pensado siempre, pero ahora tengo pruebas y no tengo la más mínima duda. La culpa de que estén ahí, tan cómodos como se les ve, quizás sea de la estructura del propio sistema o incluso de la desconfiguración de esa estructura —que ya no funciona porque está desfasada—, pero la cuestión es que ellos están ahí y no deberían. Han incendiado el edificio y, por si fuera poco, nos hemos permitido el lujo de darles los extintores para que fueran ellos mismos quienes apagasen el fuego.

La actual clase política española no se merece a España y muchísimo menos a los españoles

El relato menos esperanzador de la historia es que lo hicimos sin caer en la cuenta de que casi todos son unos pirómanos existenciales. El Congreso de los Diputados es un parque temático y la imagen del exterior ardiendo ilumina las vistas de nuestra clase política, que, impasible, lo contempla todo desde su exclusiva noria de la diversión. Es el gusto compartido por la destrucción ajena: el sufrimiento de unos es la alegría de los otros y viceversa. El problema de todo este asunto es que los rehenes y las principales víctimas de esa contienda son los ciudadanos que votaron a unos y a otros para que precisamente apagasen los fuegos que ya estaban encendidos.

Las Cortes Generales de este país —porque, por desgracia, el Senado tampoco se salva— son las antípodas de los 300 espartanos liderados por Leónidas. Los segundos se unieron para proteger a Grecia, los primeros han hecho lo propio para intentar hundir a España.

Unos son expertos en el arte del voceo —categoría peso pluma—, otros dominan el arte del insulto y otros tantos no saben ni a lo que están porque aún creen que su paso por la política es una exhibición en el confesionario de GH (“porque todo es súper, tía…”). Todos ellos metidos en el jaleo particular pero ninguno preocupándose por España. Y es curioso porque juraría que estaban ahí para eso, pero no.

Mucha bandera española de unos y mucho progresismo social de otros, pero son todos iguales: los problemas de la gente no son sus problemas, ni les importan, porque a ellos solo les preocupa el terciopelo de su sillón. Esa es su única obsesión: sentarse en su butaca y aferrarse a ella con la última versión del Candy Crush descargada. Tienen tantos principios como finales, y de eso no se salva ni uno (o tan pocos que no son casi ni uno).

Es evidente que tenemos un problema porque ni siquiera estamos sabiendo aprovecharnos de lo malo. Los políticos de este país podrían ser protagonistas —todos principales— de una temporada interminable de Grouñidos en el desierto de los hermanos Nieto. Porque yo digo: puestos a sufrirlos, habría que ver la forma de rentabilizar tanta torpeza. Qué mínimo, vaya. Sin ninguna duda, nuestros políticos son la versión mejorada de Groucho Marx: tienen la carta de degustación con la mayor oferta de principios del mundo. A gusto del consumidor: donde pone “sí” quieren decir “tal vez” y donde pone “no” quieren decir “no lo sé”. Un revuelto de tripas para un vegetariano. Pase lo que pase, ellos siempre ganan. Le pese a quien le pese, España siempre pierde.

La foto de nuestra política no es el retrato de una partida de ajedrez, sino más bien un dramático circo sin guion

Mociones de censura (a veces pretendidas y otras consumadas), transfuguismo, corrupción (de derecha a izquierda), radicalismo ideológico y puertas giratorias. Esas son las habilidades por excelencia en la liga de los incapaces extraordinarios. La foto de nuestra política no es el retrato de una partida de ajedrez —y ni mucho menos jugada por maestros—, sino más bien un dramático circo sin guion organizado por bufones. Puede que ofenda a muchos, pero no engaño a nadie cuando digo que la actual política española es el peor reality show de la historia. Mentirosos, egoístas e incompetentes: ese es el denominador común del selecto club de la política española —porque, además de no haber cotizado nunca fuera de la política, tampoco se pide mucho más para inscribirse en la lista de los “elegidos”—.

Es evidente que en este país necesitamos una generación de políticos que empiece a hacer algo de política en lugar de seguir jugando con ella, porque el mayor peligro para la organización y el funcionamiento de una sociedad es que la toma de decisiones siga estando en manos de los menos capacitados. Un círculo con forma de cuadrado; un problema sin fecha de caducidad.

No hay cabeza en la que entre la idea de una sociedad mayoritariamente compuesta por pymes y autónomos que sea gobernada por políticos que jamás han tenido la preocupación de un ciudadano corriente por pagar alquileres o nóminas. Sería tan descabellado como pedir a recién nacidos que empiecen a correr sin antes haber tenido la oportunidad de andar y tropezar.

Llevo media vida escuchando hablar de política a nivel de Estado; hombres y mujeres de honor dispuestos a sacrificarse personalmente por servir a España. Sé que existieron, pero les pasó lo mismo que a los neandertales: fueron perdiendo terrero hasta desaparecer. Ahora son unicornios, seres humanos en peligro de extinción eclipsados por cientos de holgazanes especializados en el arte de vivir de la política sin trabajar —España tiene la mayor cantera del mundo en esta disciplina—. La mediocridad siempre ha sido mucho más efectiva que el talento, y nuestra clase política lo sabe porque son expertos embajadores de lo primero.

También hay que reconocer que somos una generación un poco gafada. Cualquiera diría que nos ha mirado una legión de tuertos. Hay días en los que no me cabe la menor duda. Porque será casualidad o la voluntad del destino, pero la realidad de las cosas es que somos la generación que tuvo la mala suerte de presenciar cómo coincidían en la dimensión espacio/tiempo la peor generación política de la historia y el mayor desafío político de la historia (nada menos que enfrentar una pandemia de dimensión global que está siendo muy cruel con España y su gente —mi eterno respeto a trabajadores y empresarios; semejante lucha a la que se les ha obligado a ir solos—).

Lo de nuestros políticos y la gestión del virus es una especie de representación teatral de la pequeña excavadora que intentaba desbloquear el barco de Evergreen en el Canal de Suez, un desafío demasiado grande para gente tan pequeña. Un balón suelto en el área chica, en la mismísima línea de gol, sin portero y en el último minuto; pudiendo ganar la Liga, la Copa del Rey y la Champions League con un solo balón a las redes. Pero claro, la vida le estaba dando la oportunidad de chutar a nuestros políticos. Era la crónica de una muerte anunciada: balón a las nubes, fuera del estadio y pinchado con un tenedor. El desastre era inevitable: jugaban los políticos de titulares. Ni con el VAR a favor del pueblo se podía rascar un empate.

A la España de hoy ya no le representa la izquierda, ni la derecha, ni el centro; por desgracia, a día de hoy lo único que representa a la mayoría de la sociedad española es la decepción sin fin ni descanso. Es esa triste sensación de que, gane el partido político que gane, España siempre pierde. Porque la política española, lejos de desempeñar aquella noble función que antaño asumió, se ha convertido en una vergonzosa obra de teatro que representa una lucha salvaje por poseer sillones, poder y vergüenza. Todo vale, y nadie importa.

A quienes se han olvidado de que aún sigue muriendo gente por un virus tremendamente cruel y traicionero solo les diría una cosa: no se trata de capitalismo, patriarcado, comunismo o libertad, sino más bien de esperanza. Y eso, por desgracia, no se puede votar.