Sinhogarismo

Sinhogarismo

En España, se habla de entre 30.000 y 40.000 personas, según escuchemos al INE o a Cáritas.

Imagen de archivo de un desahucio en España. Juan Medina / Reuters

“Mi casa es mi castillo”. Entendiendo por casa no un dúplex en Serrano ni un chalé en La Moraleja. Un pisito modesto, un apartamento mínimo en el que amontonar tu vida. Fue un jurista inglés del siglo XVI quien acuñó la frase, refiriéndose a la inviolabilidad del domicilio, en aquellos momentos, a la potestad de no dejar entrar a los hombres del rey en tu viviendasin una causa legalmente justificada. Desde entonces dicha doctrina ha evolucionado de diversas maneras, algunas muy dolorosas, pero creo que no hay nadie que no piense así de su casa. Su castillo.

Por eso me ha llamado poderosamente la atención conocer que ya hemos admitido, lo ha dicho la FUNDEU, la Fundación del Español Urgente a la que tanto acudo, el término “sinhogarismo” como neologismo válido. Fenómeno social que afecta a las personas sin hogar. Y hasta le han puesto “día de…”.  El 7 de diciembre, que por cierto es mi cumpleaños, se celebra en medio centenar de ciudades del mundo, también en alguna española, el día, y la noche, de las personas que viven en la calle.

La intención es buena, por supuesto. Se trata de visibilizar a los que no tienen un castillo, por mínimo que sea, al que retirarse al final del día; una puerta que cerrar a tus espaldas, un armario, unos cajones en los que guardar lo poco o mucho que tengas, un espejo ante el que llorar o hacer muecas antes de enfrentarte al día, o de darlo por terminado.

No hay acuerdo en las cifras, que no es tarea fácil ir calle por calle mirando bajo los cartones, o en los bancos del parque o en los más recogiditos cajeros automáticos. En España, se habla de entre 30.000 y 40.000 personas, según escuchemos al INE o a Cáritas.

Escuchamos lo carísimos que son los alquileres, lo difícil que es, con trabajo y sueldo, encontrar un techo, a veces poco digno.

No es tan fácil como hacer cálculos de niveles de pobreza, porque hablamos de personas que no están empadronadas, por no tener domicilio en el que hacerlo; que por tanto tienen difícil acceso a los servicios sociales y a otros derechos ciudadanos, el voto, por ejemplo; que se mueven de una a otra ciudad, buscando los dos o tres días que les permiten dormir en albergues de caridad. Y en buena parte dependen del alcohol para mantenerse vivos.

Mientras, escuchamos lo carísimos que son los alquileres, lo difícil que es, con trabajo y sueldo, encontrar un techo, a veces poco digno, y a varias horas de transporte público de nuestro lugar deseado. Pero nuestro castillo, al fin y al cabo.

He leído que la supermodernísima Finlandia, creo que Noruega también, han reducido drásticamente el número de personas sin hogar. La fórmula no es difícil. Han dado vivienda a los necesitados para que, ya con un techo sobre su cabeza, busquen un trabajo o comiencen a estudiar o a aprender un oficio, con el compromiso de dar al Estado, en adelante, el 30% de su sueldo cuando lo tengan.

Claro que para eso hacen falta viviendas sociales y compromisos firmes de los gobiernos. Y conciencia social.

Mientras escribo, las paredes de mi casa se han separado. El techo se ha elevado y el pasillo es mucho más largo. Las ventanas son ventanales, y la moribunda maceta se me antoja un enorme jardín. Mis sesenta metros son un auténtico castillo. De eso se trata.

Este artículo se publicó originalmente en el blog de la autora.