Sobre los rebeldes del cine

Sobre los rebeldes del cine

Frederic Comí via Getty Images

Las “lecturas” cinematográficas, los anocheceres en el cine y los artilugios para fascinar, frente al permanente acecho del dócil empacho de realidad, han redimido al cinéfilo desde el invento de los hermanos Lumière, el 28 de diciembre de 1895. En el cine ocurre todo, incluso con cualidad anticipadora, porque la materia prima con la que trabaja es el relato, germen de la literatura. Toda la vida, frágil, trágica y pasional, triunfa en el séptimo arte, que nos modela.

“Un espíritu libre no debe aprender como esclavo”, escribía el gran Roberto Rosellini, padre del neorrealismo italiano. El cine es ese poso de sabiduría –y de rebeldía– que a muchos nos queda en el fondo y que va cristalizando para después, transformándonos en otros, ir emergiendo poderoso a lo largo del tiempo. Porque el cine algunos lo llevamos dentro como hoja de ruta y aguja de marear. Los sábados por la mañana íbamos al cine de la Caja de Ahorros Popular, gracias al ciclo Cinematógrafo, que coordinaban el ilustrador Pedro Sainz Guerra y el historiador Luis Martín Arias, dos cinéfilos modestos que nos fueron descubriendo a los jóvenes vallisoletanos y a través de excelentes copias el legado de Charles Chaplin, Buster Keaton, Orson Welles, John Ford, Howard Hawks, William Wyler, Stanley Kramer o Luis García Berlanga. 

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Eran dos horas de matutino alumbramiento entre butacas para un racimo de pequeños corazones cuyo temblor y perplejidad iban siendo poco a poco rango de aristocracia cinéfila, cautivos del mal de la ficción, enamorados de la sangre de las estrellas de no sé qué lejano país donde todo podía ocurrir, como sucedió con la proyección de El ladrón de Bagdad (1940): más que una película fantástica, una síntesis, una ontología, un argumento moral y una mirada sobre el mundo, la del ladronzuelo Abú y el enamoradizo príncipe Ahmed enfrentados al todopoderoso visir de Bagdad Jaffar entre la faramalla palaciega y la ostentación de desfiles y ejércitos.

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Vimos realismo de posguerra y fantasía oriental, llanuras del Oeste y la fatigada vida del hombre moderno en las grandes urbes; de todo ello, el niño extraía siempre una gavilla de conclusiones que publicaba en un primitivo cuadernito colectivo cada semana, maquetado por ambos profesores. Aún guardan mis padres algún ejemplar. A mí me fascinaba el modelo educativo impulsado por estos soñadores de la España de los años ochenta. A uno le reposaba y reconciliaba con la adolescencia la heroicidad de los personajes del celuloide, escuela sentimental cuyas “lecciones”, con la sobreimpresión del “The End”, culminaban con el aplauso del concurrido auditorio: aún hoy espero esas palmas con la llegada de los títulos de crédito. Todavía me gusta sentirme rehén de aquellas historias, y esto parece que está reñido con la edad adulta, de contradicciones más profundas y crueles que las descubiertas y aprehendidas en la gran pantalla.

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Recuerdo la rebeldía de Charles Chaplin –El chico–, Groucho Marx –Un día en las carreras–, John Wayne –La diligencia–, Charlton Heston –Ben-Hur–, Yul Brynner –La leyenda de un valiente–, Joan Crawford –Johnny Guitar– o Carrie Fisher –La guerra de las galaxias– como propia de modelos humanos dignos de imitar, a una edad en la que uno no se planteaba mayores dilemas que obedecer. Tal vez, mi carácter indómito o poco dado a docilidades se deba, a fin de cuentas, a la interiorización de aquellas historias. En la librería castellana, antes abundosa y frecuente, encontrábamos algunos el complemento ideal para prolongar la epifanía del cine, como una universidad abierta las 24 horas, en el que los condiscípulos vallisoletanos discutíamos sobre tal o cual aspecto del filme, ya fuese descubierto en la televisión o en alguna de las fantásticas y sacrosantas salas de la capital.

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Decidimos, pues, continuar hasta hoy reflexionando sobre aquellos cineastas y sus lecturas, y publicando en la medida de nuestras posibilidades el resultado de nuestras investigaciones para contagiar a los lectores de aquella ilusión primera. Tal es el caso de Indios, vaqueros y princesas galácticas. Los rebeldes del cine (editorial Pigmalión), que no es sino una iniciación a la cinefilia rebelde y heterodoxa como actitud en un mundo cada vez más narcotizado, incapaz de mirar más allá de un presente perturbador. La realidad nos ha demostrado que filmes de terror fantástico-científico como La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) se han cumplido en toda su extensión distópica.

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El secreto del cine descansa en haber despertado millones de conciencias fingiendo ser puro entretenimiento: los clásicos del celuloide jamás envejecen porque, quizá, sus creadores nunca contemplaron la posibilidad de que su obra perdiese una validez eterna. Y, además, al salir de la sala oscura, al pasar por un escaparate nos damos cuenta de que aquella película nos ha dibujado la misma sonrisa de los héroes.