Sobre Wert y las vocaciones juveniles

Sobre Wert y las vocaciones juveniles

El ministro de Educación ha creado una nueva polémica al declarar que los alumnos universitarios no deberían estudiar lo que les apetece sino que deberían pensar en "su posible empleabilidad", para concluir que "algo estará fallando" si sólo una minoría entre los titulados lo son en disciplinas científicas.

Como es de bien nacidos el ser agradecido, habrá que darle las gracias al ministro de Educación por la oportunidad que nos brinda de hablar de un miembro del Gobierno sin que haya sobres de por medio. Wert ha creado recientemente una nueva polémica al declarar que los alumnos universitarios no deberían estudiar lo que les apetece sino que deberían pensar en términos de "su posible empleabilidad", para concluir que "algo estará fallando" si sólo una minoría entre los titulados lo son en disciplinas científicas (Wert es licenciado en Derecho).

La virtud irritante de estas declaraciones es que de forma solapada parecen dar a entender que si la tasa de paro juvenil en España es de vergüenza ajena y motivo de preocupación en Europa, buena parte de la responsabilidad corresponde a las elecciones caprichosas de los propios jóvenes o incluso de sus padres, que les inducirían a seguir "tradiciones familiares".

Pese a la desafortunada exposición y a la cuasi inexistente autocrítica, no le falta parte de razón al ministro: a la hora de elegir qué estudiar los jóvenes de hoy, al igual que los de antes, no van a realizar necesariamente la elección madura que más les convenga, sino que a menudo van a dejar que la vocación -la frivolidad según Wert- guíe su elección, incluso teniendo en mano los datos de la tasa de paro o los sueldos medios de un titulado al acabar la carrera o diez años después, ya que a esas edades muchos no consiguen proyectarse a cinco años vista.

Estando yo en Mauricio recuerdo que hubo una polémica con respecto a un plan del colega mauriciano de Wert para eliminar la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Mauricio, amparándose en un argumentario muy similar al de Wert en relación a la empleabilidad de los titulados así como al escaso número de alumnos que optaban por dichos estudios. Como cabía esperar, la airada reacción del decano y de algunos profesores, que defendieron la importancia de la institución más allá de la empleabilidad de sus alumnos, dio al traste con el cierre.

Difícilmente me voy a encontrar del lado de nadie que defienda cerrar una escuela, sea de una disciplina apasionante como la Historia o de lo que sea, pero el debate sobre formación y empleabilidad es muy relevante, y tanto más hoy que no se para de repetir que la generación más formada de nuestra historia es la que soporta igualmente el mayor índice de paro de la historia. El fracaso escuece aún más si se tiene en consideración que la inversión en educación en este país es todavía fundamental y afortunadamente pública, es decir, realizada con el dinero de todos. Cierto es que la universidad tiene una utilidad social que va más allá de proporcionar mano de obra cualificada a las empresas, pero es aún más cierto que al ingresar en una universidad el alumnado debería tener una expectativa razonable de encontrar trabajo al acabar sus estudios, y para llegar allí hay varios caminos que podríamos seguir.

En un artículo titulado Son las matemáticas, estúpido que ya cité (disculpas a mis lectores) el profesor Garicano nos daba las pistas principales: al salir del instituto los jóvenes españoles deberían hablar inglés y saber matemáticas. La realidad es ingrata pero estamos lejos tanto de lo uno como de lo otro, y ése y no otro debería ser el norte de toda reforma educativa. Perdemos demasiado tiempo en discusiones absolutamente estériles sobre asuntos como modelos de familia en educación para la ciudadanía o sobre si la clase de ciencias debería enseñarse en catalán, castellano o en euskera.

Además de reforzar las matemáticas, sería aconsejable adaptar su aprendizaje a los nuevos tiempos, lo cual casi no costaría dinero. El currículo de las matemáticas escolares se fundamenta en la aritmética y el álgebra, para ir consolidando estos conocimientos de forma que al terminar el bachillerato (el antiguo COU) los estudiantes tienen nociones de cálculo, pero sin haberse confrontado necesariamente a la estadística, lo que si se me permite la humorada, es un error de cálculo. El énfasis y el objetivo al final de la secundaria debería darse a la probabilidad y estadística. El cálculo es por supuesto uno de las grandes logros del pensamiento humano, y todo estudiante de matemáticas o ingeniería deberá confrontarse al mismo en la universidad, pero son muy pocas las personas (ingenieros incluidos) para las que el cálculo tiene una utilidad práctica en el día a día. En una sociedad moderna, en cambio, todos estamos confrontados a miles de datos, ser capaz de analizarlos críticamente, esbozar tendencias y tomar decisiones adecuadas en base a los mismos (como si conviene o no endeudarse) beneficiaría a todos los ciudadanos en un momento u otro de sus vidas, y si el profesor Garicano cita el ejemplo del bloguero Nate Silver, quien en base a modelos estadísticos hizo una predicción perfecta de los resultados electorales de EEUU no es por casualidad. Ha llegado el momento en que la educación en matemática clásica, contínua, le abra el paso a una matemática nueva, discreta, más adaptada a este mundo incierto y azaroso, es decir, probabilístico.

En cuanto a la sequía crónica de estudiantes en ciencias que preocupa a Wert, ciertas cosas se podrían hacer además de mandar señales. Si es bien sabido que los estudios de ingeniería tienen una mayor empleabilidad que otras disciplinas y se quiere fomentar su elección con respecto al resto habría que ofertar un mayor número de plazas en ingenierías y un menor número de plazas en Historia del Arte, por ejemplo, de manera que la nota de corte de aquéllas sea más baja que la de esta última. Así el que no valga para otra cosa estudiaría ingeniería y sólo el que tenga vocación, talento y ganas estudiaría disciplinas artísticas, y no al revés como a menudo ocurre hoy. Pero esto está condicionado, claro está, a que al salir del instituto todo estudiante sepa matemáticas.

Por último, ya en relación a la enseñanza universitaria, otro cambio que sería necesario realizar y que no costaría dinero sería reforzar la colaboración entre universidad y empresa, lo que debería traducirse en primer lugar en períodos de prácticas en empresas obligatorios como parte del currículo para obtener un diploma. Yo soy un ingeniero producto de la universidad española y del sistema francés de grandes écoles, si bien éstas últimas tienen medios a los que quizás sea ilusorio aspirar en estos tiempos de austeridad, una de las diferencias más notables entre ambos sistemas es que en Francia hay que haber completado necesariamente dos períodos de prácticas para obtener el diploma, y en Alemania por lo menos uno si no me equivoco. ¿Y en España? Estrictamente ninguno. Y la diferencia allí entre becarios y empleados es igualemente clara: el becario es un estudiante, no un licenciado.