Solentiname en silencio

Solentiname en silencio

Ernesto Carcenal, ni como poeta ni como luchador dejó traslucir el miedo que sin duda sintió.

Ernesto Cardenal. Oswaldo Rivas / Reuters

Puede que, como escribió John Donne, nadie sea una isla; pero hemos sabido, a lo largo de este vodevil al que llamamos historia, de unos pocos que han llegado a ser un archipiélago. Ernesto Cardenal, que se nos ha muerto este pasado domingo (imagino que enarbolando por última vez esa sonrisa entre bonachona y cabrona con la que nos sedujo durante decenios), fue uno de ellos.

Su nombre se confunde con el de Solentiname (ese montoncito de islotes que perturban el agua del lago Cocibolca), donde Cardenal fundó una comunidad de retiro que no tardó mucho en ser refugio de revolucionarios, de indios esclavizados, de poetas con ganas de gritar, de cualquiera que se hallara perdido o demasiado cerca del mal... 

A todos, supongo, se nos habrá venido a las mientes la imagen del sacerdote vestido con una guayabera blanca y arrodillado ante la furia fría del Papa Wojtila, que le reprochaba en voz alta haberse puesto del lado de los pobres en un continente y en un momento en que la división entre pobres y ricos no era cuestión de demagogia. 

(Mucho me temo que la situación no ha cambiado desde entonces. Mejor nos iría si pensáramos a qué lado de la línea estamos y por qué actuamos como si tan inicua raya en el suelo no existiera.)

Lo que el polaco no imaginaba era que la misa multitudinaria preparada para aquella misma noche se convertiría en una manifestación de apoyo al poeta. Una manifestación en la que todos exhibieron la dignidad que aquel tipo barbado les había dado a fuerza de versos y oraciones.

Lo que sucedió después es sabido por todos (también lo que había ocurrido hasta llegar a ese momento), y no quiero desperdiciar estas líneas, que la generosidad de El Huff me ofrece, en repetir los datos que todas las agencias nos han facilitado.

Prefiero recordar la primera vez que leí (al principio con indiferencia, luego con curiosidad y, pocos versos más tarde, con pasión) el poema con el que aquel cura, novato a los cuarenta años, dio un aldabonazo en nuestra cáscara de irrealidad:

Señor

recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de Marilyn Monroe,

aunque ése no era su verdadero nombre

(pero Tú conoces su verdadero nombre, 

el de la huerfanita violada a los 9 años

y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)

y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje

sin su Agente de Prensa

sin fotógrafos y sin firmar autógrafos

sola como un astronauta frente a la noche espacial.

Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia

(según cuenta el Times)

ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo

y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas.

Tú conoces nuestros sueños mejor que los psiquiatras.

Iglesia, casa, cueva, son la seguridad del seno materno

pero también algo más que eso... 

(Pueden leerlo íntegro aquí.)

Volví a encontrarme con Cardenal en unas páginas tan difíciles como transparentes. En un primer momento, pensé que El estrecho dudoso era una broma que en nada me concernía; reconozco que lo tiré en un rincón cualquiera de mi casa y que lo recuperé una par de días después, intrigado por lo que pudiera guardar aquel collage en el que los fragmentos de las crónicas de Indias se urdían con leyendas de los indios misquitos y la sequedad de los documentos notariales alternaba con los puntos suspensivos o los adjetivos sin razón aparente. 

Creí entender que aquella amalgama de voces ajenas quería rescatar el silencio de los desposeídos, aquellos a quienes la ferocidad de los caciques y la codicia de los conquistadores convirtió en parias. El verdadero poema estaba debajo del poema escrito.

Justo donde yacen los enterrados.

Ni como poeta ni como luchador dejó traslucir el miedo que sin duda sintió. Se enfrentó a Daniel Ortega, cuando sospechó que había traicionado a Sandino, con la misma firmeza con la que había plantado cara al malnacido Somoza sin más armas que unos cuantos folios y unas pocas hostias (obleas, entiéndase). 

Tampoco se doblegó nunca ante la curia vaticana que lo mantuvo suspendido como sacerdote durante casi tres décadas. Él, afirmaba, era fiel a Cristo, no al papado. Y no se apeó de la burra hasta que Bergoglio, entre sorbo de mate y regate de Messi, le restituyó su condición.

Algún historiador debería ocuparse en rastrear las raíces aragonesas del poeta. De demostrarse, nos ahorraría mucha especulación acerca de sus escritos.

Siempre he admirado su firmeza, su valor cívico (y su valor físico), su extraordinario oído para el ritmo del poema y la amplitud de su mirada. No es ningún secreto que ha sido el mejor lector en español de muchos poetas estadounidenses, y que no le fueron ajenas ni la ciencia, ni la historia ni la dispar orografía centroamericana.

Ni como poeta ni como luchador dejó traslucir el miedo que sin duda sintió.

Pero su fe siempre nos ha separado. En los poemas de Ernesto Cardenal siempre está la respuesta de cuatro letras que yo no he llegado a sentir nunca. Su optimismo último (más allá encontraré la explicación) alejan sus escritos de mi escepticismo radical.

Viene a cuento recordar aquella memorable respuesta de Octavio Paz cuando le preguntaron por la teología de la liberación. El manito se mostró molesto ante la pregunta (quería eludir la política en aquel coloquio sobre su obra), pero guardó un medido segundo de silencio para declarar:

-Teología y liberación son siempre términos opuestos...

Si el Cielo existe, seguro que a Ernesto Cardenal lo ha recibido Marilyn Monroe con un beso en los labios, a medio camino entre la picardía y el agradecimiento. En estos mismos momentos, ella lo lleva del brazo, mostrándole las instalaciones (incluido el bar en el que el poeta Dylan Thomas sigue con lo suyo) mientras le susurra:

-Dios cogió el teléfono, por supuesto, pero yo pregunté por ti.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”