Tampoco los quioscos

Tampoco los quioscos

Los que quedan abiertos muestran tristeza de anaqueles vacíos y desgana de revistas trilladas.

.Carlos Alejándrez 'Otto'

Pocos espectáculos tan cautivadores, tan vitalistas, como el que presentaba la Puerta del Sol en las madrugadas de los años ochenta, repleta de viandantes que saltaban de un autobús nocturno a otro, o que se quitaban el frío dando saltitos y palmeándose los brazos mientras esperaban a que los vigilantes del Metro, aún más somnolientos, descorrieran las verjas que cerraban el paso a aquella gruta de velocidad. 

Había de todo y para todos los gustos: desde borrachos recalcitrantes que conocían el secreto de las tascas abiertas en el laberinto de callejas que rodea la calle de la Cruz, a trabajadores que se apresuraban por llegar al tajo de horario inmisericorde, o modernos de postal a los que la hora había ajado el peinado y corrido el maquillaje. 

Sobrevivía la última cigarrera, cuyo tenderete estaba montado en la esquina con Carmen, si no recuerdo mal, tranquila al saberse respetada y querida por todos los sirleros, carteristas y prostitutas de la zona, a quienes siempre fiaba un paquete de rubio, unos caramelos o un condón traído, como en otras épocas, de Andorra y de tapadillo. 

Aunque el bullicio lo suministraban los quioscos de prensa, insomnes y multicolores, en los que alternaba la revista sesuda con la de destape, el periódico inglés con el de Astorga, y el pronóstico de las carreras de caballos con la guía de espectáculos. Todos llamativos y apetecibles en aquel momento en que creíamos que un café cargado y unos churros calientes podían vencer al sueño, y nosotros iniciar nuestra personal campaña de lectura. 

Para mí, que penduleaba de calle en calle tras haber cerrado el gas de los fogones y el candado de la bodega, pocos momentos tan excitantes como el de recibir, a las tres de la madrugada y helando, los ejemplares del periódico de la mañana para repetir los gestos de tanta película americana: el atado que caía a la acera, el quiosquero que cortaba el cordel con su oxidada navaja, el ejemplar cogido al vuelo y pagado al tiro... 

Los que quedan abiertos muestran tristeza de anaqueles vacíos y desgana de revistas trilladas

La mayoría de las noches lo olvidaba, sin haberlo leído, en cualquiera de los varios edenes de bolsillo que visitaba antes de entregar los huesos al colchón. Y me daba igual; me bastaba con haber tenido, en la mano y durante algunos minutos, la realidad por adelantado y por haber participado, una vez más, en un ritual a contratiempo.

Ignoro si las madrugadas de Sol habrán mantenido su bullicio. Sé que ahora no, que durante estos meses apenas unos cuantos proscritos ocultos tras las mascarillas se han aventurado a cruzar la plaza. Puede que la Navidad vuelva a llenarla, pero la medianoche no ha de traer uvas, sino el vaciado rápido e higiénico del personal.

En cualquier caso, mis huesos se resisten a aventurarse en la comprobación. Con frecuencia creciente, me recuerdan los versos de Blas de Otero:

Y sesenta noches para dormir,

que no somos de hierro.

Aunque, cansancios aparte, confieso que un cierto temor a no recuperar aquel jolgorio de día laborable me lastra si intento convencerme de que una caída por el centro no puede hacerme mal.

Ese temor me lo provoca la paulatina extinción a la que los quioscos de prensa están sometidos. Cada día fallece uno más, dejando tan solo su carcasa de metal y un anuncio envejecido tras el metacrilato, como la concha de caracol adherida a la tapia que el bicho no llegó a escalar; un Everest en miniatura que, serán los años, me conmueve.

Los que quedan abiertos muestran tristeza de anaqueles vacíos y desgana de revistas trilladas. Algunos, los más céntricos, se han transformado en tenderetes de recuerdos para turistas; otros no dudan en ofrecer regalos de bisutería, paraguas los días de lluvia y bebidas frías en la canícula.

Los más aplicados han trampeado la crisis colocando al frente improvisados cajones en que se amontona el excedente de las películas que diarios y semanarios regalaron durante años, exhibición de feas carátulas corporativas tras las que esperan tesoros olvidados o aún desconocidos, casos ambos de lesa injusticia.

Tantas tardes me he acercado a la glorieta de Bilbao, a escarbar en la filmoteca improvisada que planta sus reales frente al Café Comercial, con la impaciencia del niño que se dispone al cambio de cromos. De hecho, todos los que por allí paramos repetimos el gesto del paso rápido de dedos mientras susurramos los “siles” y “noles” de rigor.

Tras lograr el botín de un Buñuel inesperado, una indigestión de Bergman y alguna que otra de karate (no todo va a ser violencia), he vuelto a casa ansioso por quemar el televisor a fuerza de imágenes reencontradas, para descubrir, la mayor parte de las ocasiones, que estofar un jabalí lleva mucho tiempo.

Prácticamente, el que dura una película.

Los quioscos forman parte del mejor domingo posible. La visita a primera hora, llevando la resaca con orgullo y acariciando las mejillas sin afeitar, prepara la tarde, siempre melancólica, entre suplementos, revistas que la semana irá desgranando y el fascículo comprado por capricho, sin intención alguna de completar la colección.

No creo que nos estemos quedando sin romanticismo, sino que estamos pergeñando uno de nuevo cuño, cuyas formas aún no reconocemos

El otoño que padecen desde hace años los va deshojando poco a poco. Las pantallas de ordenador nos informan puntualmente, analizan la realidad, predicen el futuro que ya ha llegado. Las plataformas nos dan el cine que deseamos a cambio de soportar toneladas del cine que aborrecemos y de constatar que hay mucho oro que no es más que chapado de baja calidad.

Nada se puede hacer contra el tiempo.

La tecnología nos abre posibilidades que ni soñábamos en el duermevela del autobús nocturno hacia Sol; también en el ámbito de la información. Pero duele un poco no recorrer el artículo de Umbral, o de Marsé, sorteando la gota de café que cayó justo sobre la frase decisiva, o no tener a mano Interviú para fantasear con las páginas centrales o escandalizarse por los datos de su última investigación.

Siempre podemos, como infantil gesto de rebeldía, pasar el dedo salivado por la esquina del monitor para dar la vuelta a la hoja virtual.

No creo que nos estemos quedando sin romanticismo, sino que estamos pergeñando uno de nuevo cuño, cuyas formas aún no reconocemos.

Pero me duele que en él no vayan a estar los quioscos, que han sido siempre mucho más que puntos de venta: bibliotecas improvisadas, estancos a deshoras, refugio para los acobardados y el más fiable método de orientación al que jamás se pudo acudir en un barrio desconocido.

Garitas desde cuya penumbra el quiosquero vigilaba la calle para luego informar a los habituales.

Ya son muchas, demasiadas para mí, las cosas que no quiero olvidar, porque de ellas solo queda ya el recuerdo.

Tampoco los quioscos.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”