Terrores inconfesables de una amenaza invisible

Terrores inconfesables de una amenaza invisible

¿Por qué en la mayoría de los países del mundo la víctima de una violación debe someterse al escarnio legal sobre su comportamiento, vida sexual e incluso apariencia física para aspirar a la justicia?

Escena de 'El cuento de la criada'. 

Ayer leí la noticia de que una mujer en Polonia había sido violada por seis hombres y casi asesinada por una paliza que le produjo un severo daño cerebral. No obstante, el juez de la causa sugirió que el hecho de la violencia había ocurrido debido “al evidente descuido” de la víctima al cruzar por una plaza desierta a primeras horas de la noche. El resultado es que los agresores recibieron una condena atenuada debido a que el “crimen pudo evitarse de alguna manera”.

No es la primera noticia semejante que leo durante los últimos días, que parecen haber aumentado durante la cuarentena mundial debido a la emergencia sanitaria del coronavirus. De hecho, el año entero ha traído todo tipo de mensajes solapados que sugieren que la violencia sexual no es un delito que se perciba como cualquier otro, sino que hay una cierta idea retorcida “sobre la responsabilidad de la víctima” que gravita sobre la violación como delito. Se trata de una idea tenebrosa, inquietante, que te persigue a todas partes, que obliga a cuestionarte de maneras muy duras la forma en la que vives, en la que te comprendes, cómo puedes protegerte de la violencia latente que está en todas partes. ¿No es una idea inquietante esa? Cuando decido cambiar una falda por un pantalón por temor a lo que pueda suceder. Cuando apresuro el paso si me tropiezo con un hombre que me mira con demasiada insistencia. Cuando inclino la cabeza y camino casi sin respiración por una calle solitaria. Se trata de miedo. De un tipo de temor difícilmente explicable, comprensible. Uno que sólo una mujer puede comprender: esa del temor solapado y latente que te acompaña a todas partes, que te sofoca y te aplasta como una amenaza sin nombre.

Durante las últimas semanas, la discusión sobre la naturaleza de la cultura de la violación que padecen la mayoría de las mujeres en el mundo se ha hecho más frecuente, profunda e incómoda. Como si el hecho de la reciente y casi súbita visibilización del problema gracias a campañas como #MeToo y semejantes de pronto mostraran la real profundidad de una circunstancia que hasta ahora había sido considerada tabú, de índole doméstico e incluso como un secreto vergonzoso. Pero ahora la noción sobre el delito sexual, el acoso, la agresión y la violación parecen más cercanas que nunca. Más violentas en su crudeza, más reales en su percepción insistente sobre la grieta dolorosa que se abre entre la forma en la que la sociedad concibe la violencia contra la mujer y la forma como se juzga.

No resulta del todo casual que la segunda temporada, el éxito televisivo El cuento de la criada (The handmaid’s tale) parezca reflejar de manera muy clara el recorrido doloroso de ese estigma sobre la mujer convirtiéndolo en un símbolo. La profundización del universo imaginado por Margaret Atwood parece no solo analizar los conflictos sobre el poder y la identidad femenina sobre los cuales meditó en la anterior temporada, sino también sobre la profundidad de las heridas que las víctimas deben soportar bajo el cristal del escrutinio social. La segunda temporada de la serie parece analizar de soslayo no solo el movimiento #MeToo y su súbita irrupción en la escena pública, sino también el resonante escándalo de Harvey Weinstein que cambió para siempre el mundo del espectáculo y su percepción — o, mejor dicho, su mirada complaciente y cómplice — sobre el abuso sexual. En Gilead, la violación es un arma de poder y de demonio y la serie la presenta como una percepción de la lucha de la mujer contra un sistema que le aplasta y le sofoca. Las similitudes son imposibles de ignorar, pero, además, hay una línea que las une como una perversa noción sobre reflejos inmediatos: mientras que en el universo de Atwood violar a una mujer es un atributo legal, en la actualidad la violencia sexual es un delito matizado por el prejuicio. ¿A qué distancia se encuentran ambos conceptos el uno del otro?

¿Por qué en la mayoría de los países del mundo la víctima de una violación debe someterse al escarnio legal sobre su comportamiento, vida sexual e incluso apariencia física para aspirar a la justicia?

Durante el año pasado, las mujeres de uniforme rojo y cofia blanca llenaron todo tipo de manifestaciones por los derechos de las mujeres, como si la obra de Atwood no solo elaborara una idea uniforme sobre la violencia contra la mujer en forma de percepción del poder sino, además, lo convirtiera en un símbolo. Y no se trata de un símbolo cualquiera sino una discusión evidente sobre el hecho de que la identidad, el cuerpo y los derechos de la mujer siguen siendo parte de una diatriba dolorosa, limitada al miedo que se racionaliza como algo más profundo e inquietante bajo la percepción de lo que se asume como derechos inmediatos. ¿Por qué una mujer debe luchar para demostrar que tiene derechos sobre su cuerpo? ¿Por qué incluso en la segunda década del siglo XXI continúa siendo un debate basado en la moral el hecho de la violación, el aborto, la esterilización? ¿Por qué todavía las preguntas sobre la idoneidad de la identidad de la mujer y su plena libertad de derechos atraviesas la noción sobre el estigma ético de una sociedad conversadora, obsesionada con el cuerpo de la mujer como bien público?

Hace más de 30 años Margaret Atwood comenzó a escribir El cuento de la criada. Era una primavera cálida y tranquila en Berlín Occidental y Atwood acababa de regresar de un recorrido más allá del telón de acero. La inspiración para su distopía totalitaria es obvia, aunque no tan sencilla. La perversa noción del poder convertido en herramienta de manipulación de masas es obviamente parte de lo que Atwood encontró en su recorrido por Europa del Este, pero en la inquietante historia de la novela hay mucho más que represión e intereses políticos. No obstante, la novela también hace hincapié directo en la percepción de la mujer sometida a la ley como ciudadano de segunda categoría que aún debe luchar para ser escuchada y asumida como sujeto de hecho de una percepción legal que sigue infravalorando por razones cada vez menos comprensibles. ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo la víctima de una violación debe someterse al escarnio legal sobre su comportamiento, vida sexual e incluso apariencia física para aspirar a la justicia? ¿Por qué en la mayoría de los países del mundo el aborto sigue siendo un crimen con el que la mujer debe lidiar y en el que se le niega la posibilidad del control y el dominio de su cuerpo? Atwood seguramente analizó la idea desde esa distopía violenta y angustiosa que convirtió en una historia con dolorosos vicios proféticos. Se trata de un recorrido crudo por la posibilidad del completo dominio de lo racional, la despersonalización del individuo en favor del estado y, lo que resulta más inquietante, una percepción clara sobre la posibilidad del poder como una maquinaria que devora y consume la individualidad.

Atwood escribe sobre mujeres rotas, heridas, apasionadas y fuertes, sometidas desde el miedo. También sobre hombres complejos, inusitados y derrotados por el dolor. Narra también a un sociedad rota, quebrada y reconstruida sobre las bases del control y el dominio del individuo. ¿No es es la misma idea la que deja entrever el hecho de que en la mayoría de los países del mundo una mujer deba soportar un cuestionamiento agresivo y violento sobre las heridas de la violación física que padeció? ¿No se trata del mismo escenario con el que debe luchar una mujer que busca justicia? Atwood narra la violencia sexual que sufren sus personajes desde una aparente obviedad, pero trasciende gracias al buen instinto que le permite crear algo más complejo de lo que puede analizarse a simple vista. No se trata solo de la violación, de la agresión, del total dominio sobre el cuerpo de la mujer como elemento sujeto al poder central, sino la incapacidad para liberarse del miedo como una forma de control secreto, visceral y poderoso. De manera que las novelas de Atwood son líneas argumentales que coinciden en esa notoria percepción sobre la fragilidad humana, con las de millones de mujeres del mundo que deben lidiar con sistemas legales que les deshumanizan, aniquilan su identidad y explotan su individualidad en beneficio de una visión conservadora y tradicional sobre lo que la mujer puede ser. Con una prosa eficaz y una dureza sutil que por momentos puede resultar escalofriante, Atwood avanza entre paisajes corrientes para alcanzar algo más puro y poderoso que la mera intención de contar una historia: la de todas las mujeres que deben batallar y luchar contra el miedo, contra el estigma social que las convierte en víctimas propiciatorias de una percepción que las despoja del derecho que tienen sobre sus cuerpos y vidas.

Porque en El cuento de la criada las mujeres han perdido su nombre, los derechos sobre sus cuerpos y, sobre todo, el poder sobre su capacidad reproductora, en una metáfora sobre ese demoledor poder de la ley para devastar cualquier idea que pueda contradecirla. En la novela (y también en la serie) la autora usa la alegoría de la mujer despersonalizada para reflexionar sobre las derrotas, temores futuros y grietas culturales de lo que se avizora como un futuro anónimo y totalitario. Pero no lo hace desde la grandilocuencia, sino desde las pequeñas rutinas cotidianas de su protagonista, su mirada realista sobre una situación extraordinaria que le afecta de manera tangencial pero que amenaza su propia existencia. Lo hace además con tanta habilidad que logra sostener una tensión implacable mientras cuenta con detalle los entresijos de un sistema monstruoso e inhumano. Atwood crea algo más grande que una mera moraleja moral: cuestiona el mismo hecho ético a través de un dolor sencillo y descarnado. Y además, analiza a la mujer rota, devastada y construida a la medida del Estado como una forma de expresión y un elemento ideario que se concibe a través del dolor y la presión social.

Ya no se trata que una mujer fue violada por treinta hombres, sino de lo que pudo hacer para “provocarlo”.

En la segunda temporada de la serie, la historia analiza el castigo que toda mujer de Gilead sufre por no cumplir las leyes. Se trata de una alegoría inquietante, porque deja muy claro que la autora — involucrada en el guion y línea argumental de la segunda parte de la historia en pantalla, que ya no se basa en el libro — comprende que las implicaciones de lo que narra van más allá del producto televisivo. Porque las mujeres en Gilead, no pueden incluso aspirar a la idea de ser consideradas víctimas, sino que son señaladas como infractoras y transgresoras de un sistema caníbal ideado para someterlas. Una percepción que parece extenderse como una reflexión sobre el sufrimiento que las víctimas actuales, que apenas comienzan a recorrer el camino hacia obtener justicia o al menos, un reconocimiento legal de la agresión que padecieron.

Pienso en todo lo anterior mientras leo las reacciones que ha provocado la sentencia contra la llamada “Manada” en Pamplona, en la que un grupo de jueces consideró inicialmente que la víctima agredida por cinco hombres desconocidos, fue abusada pero no violada, debido a que no “expresó miedo, asco o repulsión” en ninguna de sus expresiones físicas o verbales, grabadas en vídeo por uno de los atacantes. ¿Una víctima debe sufrir una agresión aún peor que una violación para obtener justicia? ¿En qué punto la sociedad, la cultura y la percepción sobre la violencia se convierten en jueces invisibles que ejercen un tipo de poder agresivo sobre la mujer? ¿Hasta qué punto la mujer está sometida a esa opinión que la considera ciudadano de segunda categoría y que interpreta la violencia como una noción inherente a la identidad femenina? Se trata de un pensamiento doloroso y duro de comprender pero sobre todo, tan vigente que es inevitable preguntarse hasta qué punto la violencia sexual sigue siendo una forma de amenaza que pende sobre la mujer como una eterna espada de Damocles, una mirada sobre la pertenencia de su cuerpo y sobre todo, de su capacidad de decisión sobre su vida como parte de una idea individual.

Hace unos años, la noticia de la violación que sufrió una adolescente brasileña a manos de treinta hombres desconcertó a la opinión pública brasilera y poco después a la mundial. La agresión fue difundida por las redes sociales con fotografías y vídeos. Durante días enteros, las imágenes del cuerpo ensangrentado y destrozado de la víctima se compartieron de una red a otra hasta que se hicieron virales. Provocaron chistes y risas. Finalmente, el país reaccionó. Brasil entero se conmovió por la brutalidad de la agresión… hasta que salió a relucir que la víctima estaba borracha, tiene tres niños y además, conocía a varios de sus agresores. Entonces el debate cambia, se transforma en otra cosa. Ahora se insiste sobre la conducta de la víctima, de su manera de vestir, caminar o a quiénes frecuente. Se pone bajo el foco de la atención pública su vida emocional y sexual. Se le juzga, se le señala. Ya no se trata que una mujer fue violada por treinta hombres, sino de lo que pudo hacer para “provocarlo”. La torpeza que cometió bebiendo, lo irresponsable fue frecuentando un grupo de hombres. La forma en la que se “expuso” a la violencia machista. Como si su cuerpo fuera un objeto a disposición de cualquiera. Como si una violación fuera un castigo moral. Como si la sociedad no tuviera el firme compromiso de educar para no violar.

No se trata por supuesto de un caso único: recientemente, la etiqueta #Cuentalo a través de Twitter recopiló historias escalofriantes sobre abusos sexuales de víctimas que hasta el momento de divulgar la historia la habían mantenido en secreto. Se trata de una colección de interminable historias sobre agresiones y violaciones que deja muy claro que la violencia de género, y sobre todo la sexual, forma parte de una cultura implícita que parece asumir que la mujer no sólo puede sufrirla, sino que la sufrirá en algún momento de su vida. Como en el ficticio estado de Gilead, el cuerpo femenino parece encontrarse bajo el control de un poder legal y cultural que le condena a la posesión pública, a la idea dolorosa de ser parte de una percepción sobre sí misma rota por el menosprecio, el prejuicio y la infravaloración.

Como si una violación fuera un castigo moral. Como si la sociedad no tuviera el firme compromiso de educar para no violar.

Quizás quien mejor pudo resumir esa pérdida del control del cuerpo, de los derechos íntimos, de la mera conciencia de la identidad femenina rota por el peso del prejuicio, fue la periodista Virginia P. Alonso, en su artículo La no violación, publicado a propósito de los testimonios con que el hashtag #Cuentalo, lleno las redes sociales. Para Alonso, la violación no se trata sólo de una idea basada en la violencia sino también en el poder, como lo cuenta en uno de los escalofriantes párrafos del artículo: “Lo que sí recuerdo con claridad meridiana es aquella sensación de suciedad, de suciedad íntima, por dentro, como si me la hubieran adherido al cuerpo y al cerebro con un potente pegamento. Intuía que no desaparecería ni con una ducha de cal viva, pero aun así rompí la norma de la casa (no se podía utilizar la ducha por la tarde) y me metí en la bañera. Si hubiera tenido una lija, me habría frotado con ella. Salí de aquel cuarto de baño oliendo a jabón, pero con la misma suciedad con la que había entrado. Lo que no sabía entonces era que esos dedos y esas manos ya no me los quitaría nunca de encima”. Se trata de una historia primera persona que refleja no sólo el miedo al cuerpo deshumanizado, a la ruptura del derecho a proteger la integridad, de confiar en la ley para hacerlo. “Eran ocho o diez tipos, aunque a mí me parecieron cincuenta en el momento en el que tomé la decisión de levantarme y salir corriendo, y cincuenta mil a medida que me agarraban, levantaban la falda, sujetaban y manoseaban, mientras se reían y balbuceaban cosas que no entendía”, cuenta la periodista en una escena de pesadilla que parece sintetizar el miedo que forma parte de la vida corriente de tantas mujeres en el mundo, de las vivencias que guardan en secreto, del peso de una intimidad rota que nadie se atreve a revelar.

En El cuento de la criada, Atwood predice una sociedad en la que las mujeres han perdido sus derechos y se sostiene sobre el cuerpo de las mujeres como moneda de cambio y uso. Un futuro distópico que puede parecer una imposibilidad a la distancia, pero que aun así, resulta temible, inquietante y doloroso por la similitud de esa visión actual de la mujer a quién se le arrebata todo derecho sobre su cuerpo. De nuevo, la necesaria defensa de los derechos de la mujer parece ser mucho más profunda de lo que podemos suponer. Una batalla que a ciegas que se lleva a cabo en las sombras, en medio de un debate que, en ocasiones, parece chocar de manera frontal con una cultura que profundiza en sus peores vicios y que los refleja sobre la noción de la mujer víctima. Y es esa profundidad, ese silencio, esa ignorancia sobre lo que puede significar la agresión sexual — y sus consecuencias — es cada vez más preocupante. Lo es porque parece no sólo abarcar esa imposición cultural sobre lo que la violación y sus implicaciones pueden ser sino, además, en la pérdida de la concepción de lo que la violencia puede significar. Esa visión distorsionada del género y también, de la individualidad. Como en Gilead, la incapacidad de las mujeres para obtener justicia sobre la violencia que se ejercer sobre su cuerpo y su identidad, sigue siendo un visión temible sobre la forma en que se comprende el futuro, pero también la incertidumbre del presente. Una herida abierta que quizás no sane jamás.