¿Tienen que ser invitadas las mujeres para estar en el museo?

¿Tienen que ser invitadas las mujeres para estar en el museo?

Me apena que la polémica generada en torno a la exposición 'Invitadas en el Museo del Prado se quede en un enfrentamiento sin debate.

Una empleada del museo frente a la obra 'El Sátiro', de Antoni Fillol, que forma parte de la exposición 'Invitadas'. Europa Press News via Getty Images

Para empezar me gustaría decir que me apena que la polémica generada en torno a la exposición Invitadas en el Museo del Prado se quede en un enfrentamiento sin debate y sin la posibilidad de reflexionar, de manera más profunda, sobre las astillas que han saltado tras su apertura. Voces rigurosas como la de la catedrática de la Universidad Complutense Marián López Fernández-Cao o la de la profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y crítica de arte Rocío de la Villa han esgrimido posiciones muy críticas con la exposición. Casualmente son ellas (y no sólo estas, sino otras que han publicándose en medios especializados en arte y feminismo como M-Arte y Cultura Visual) las que parecen haber soliviantado al museo, aparentemente incapaz de asumir la crítica, aún viniendo de reconocidas voces con amplia experiencia en el campo de las artes y el feminismo. Ahora que parece que esto de la igualdad de género se ha puesto de moda y que toda institución y museo que se tercie quiere llevarse el palmarés al “más igualitario o inclusivo del mundo”, resulta que es precisamente la crítica feminista la que ha cuestionado la exposición Invitadas. ¿Casualidad? No lo creo. El purple washing (este anglicismo para hablar de cómo se usa la cuota feminista para “cumplir” en apariencia pero no en profundidad) se ha puesto de moda en las artes también y pareciera (erróneamente) que cualquier gesto “sobre mujeres” es ya de por sí feminista. Por cierto que hay que reiterar el uso de “mujeres” que las feministas reclamamos siempre, precisamente por la variedad del sujeto mismo y cuyo sentido en singular “la mujer” (usado en la exposición) es el que tradicionalmente utiliza el patriarcado para reclamar una visión única sobre esta.

El debate surgido en torno a lo equivocado de esta elección como imagen estereotipada y cosificadora de las mujeres surgió en redes hace unos días; a quienes la criticamos se nos ha acusado de censoras, llegando a afirmar que estábamos incluso pidiendo que no se viese la exposición”.

La imagen para promocionar la exposición, cuyo título en sí mismo pareciera ya una declaración de intenciones, es la de una femme fatale del XIX pintada por un artista hombre, y que puede verse en la exposición dentro de la sección donde se presentan a estas mujeres “peligrosas”, asumidas tradicionalmente como prostitutas. El debate surgido en torno a lo equivocado de esta elección como imagen estereotipada y cosificadora de las mujeres surgió en redes hace unos días; a quienes la criticamos se nos ha acusado de censoras, llegando a afirmar que estábamos incluso pidiendo que no se viese la exposición. Justo estos días la escritora Laura Freixas señala de nuevo que tras criticar la obra Lolita ha sido acusada de censora, cuando realmente su planteamiento nunca fue el de prohibir nada sino criticar, analizar y responder. Con la exposición del Museo del Prado ocurre lo mismo, tanto es así que varias publicaciones han dejado claro que han entendido el mensaje, que al Prado no se le toca.

He aquí mis reflexiones sobre esta cuestión: ¿hasta qué punto molesta que sean precisamente las feministas quienes critiquen tu exposición si, como señalan de manera reiterada, esta no es una exposición feminista? Si esta muestra es, como insisten, un “viaje al epicentro de la misoginia del siglo XIX”, no debiera resultar tan traumático que sean las feministas del XXI las que pongan en tela de juicio el sentido de la exposición. Más allá del disfrute entretenido de una exposición (esta como otra), ¿qué quiere decir el Museo del Prado con Invitadas? Efectivamente se habla de la misoginia del XIX pero estamos en el XXI, con unas olas de feminismo que fueron resquebrajando la construcción discursiva del patriarcado de tantos siglos, especialmente en el sistema del arte, desde los años 70 y 80. ¿Qué quiere decir una muestra que obvia la construcción de las mujeres (en plural) como sujetos, para analizar su utilización clásica como objetos? ¿Quiere ser una denuncia? ¿Es sólo presentación y no representación? Más allá de cómo nos miraban y nos miran (no olvidemos que casi a diario denunciamos la cosificación de los cuerpos de las mujeres en la publicidad, heredera por cierto de estos cánones artísticos; en el XIX la publicidad eran las obras de arte, como señala la artista Yolanda Domínguez), ¿por qué nadie se pregunta cómo queremos que nos miren?

Si esta muestra es, como insisten, un “viaje al epicentro de la misoginia del siglo XIX”, no debiera resultar tan traumático que sean las feministas del XXI las que pongan en tela de juicio el sentido de la exposición.

Yo veo que aquí se ha planteado una cuestión peliaguda y ha sido la de querer contentar a todos (que no a todas). Así, con una actitud que no podría situarse más lejana a planteamientos feministas y arrogando la expresión máxima de la autoridad, el director del Museo del Prado “reta a que alguien me diga un solo museo en España o en Europa que tenga en tres años una actividad de este tipo”. Por cierto que, como señala Peio H. Riaño, el museo plantea “cómo la mujer ha sido asfixiada por la Academia, pero no menciona el activo papel del Prado en ese sometimiento” y responde al reto: el Museo d’Orsay, desde 2012, ha hecho seis exposiciones temporales de mujeres artistas y plantea otras cuestiones de capital importancia sobre la posición del museo, como lo es el presupuesto destinado a comprar obras de artistas mujeres donde el Prado está a la cola.

Suay Aksoy, presidenta del ICOM hasta junio de este año, señala que los museos “son una de las instituciones en las que más confían nuestras sociedades”. Su voz importa “y esto viene acompañado de una tremenda responsabilidad, algo que requiere de los estándares más elevados de la práctica profesional”. Al igual que el lavado de cara feminista (el purple washing) el afirmar que “los museos no son neutrales” no sirve para desactivar su sentido canónino y patriarcal. Aksoy señala que estos no están separados de su contexto social e histórico, “y cuando parece que están separados, eso no es neutralidad, eso es una elección. Elegir no abordar el cambio climático no es neutralidad. Elegir no hablar de colonización no es neutralidad. Elegir no defender la igualdad no es neutralidad. Eso son elecciones, y podemos elegir mejor”. Quizá con cierta inteligencia y estrategia a futuro, más que “invitar” a una exposición a las mujeres tendría sentido abordar ampliamente el debate surgido en torno a esta y repensar el sentido de la institución junto a las voces del pensamiento que llevan décadas trabajando desde el arte y el feminismo. Posiblemente contemplar menos a las mujeres en las obras y situarlas en el centro del debate surgido pueda enriquecer todo lo que se ha puesto sobre la mesa para tener realmente museos más del siglo XXI.