Tuve una cita con un hombre veinte años más joven que yo y esto es lo que pasó

Tuve una cita con un hombre veinte años más joven que yo y esto es lo que pasó

En un mundo en el que a las mujeres mayores les dicen que su tiempo ya ha pasado en cuanto superan una edad determinada, es importante que valoremos quiénes somos.

BeverlyBEVERLY WILLETT

“Así que te gustan los yogurines, eh”, me dijo una amiga cuando le puse al día de mi cita con un joven que podría ser mi hijo. Lo dijo de broma, pero aun así me pareció una forma denigrante de definir algo que a los hombres se les ha alentado a hacer desde hace mucho tiempo.

Después de 20 años casada, tuve un divorcio horrible. Cuando por fin estuve lista para volver a tener citas, los candidatos de mi edad (entre 50 y 60 años) no me convencían.

Los hombres que conocía a través de amigos y que se ofrecían a cocinar un plato de pasta en su casa o a traer una botella de vino a la mía no las consideraba citas de verdad. Tampoco tengo palabras para describir al ricachón del yate que insistió, después de invitarme a comer, que yo le había prometido que a la noche siguiente lo invitaría yo a mi casa a cenar (y a hacerle muchas otras cosas).

Los hombres que conocía por las redes eran peores. Unos pocos me mintieron descaradamente sobre su estado social y sus hijos. Muchos querían salir con alguien mucho más joven que yo. Por no hablar del misógino que empezó a poner verde a su jefa al minuto de sentarnos a tomar algo.

Heterosexual, amable y generoso. ¿Acaso era tanto pedir?

Y aquí entra en escena un joven piloto al que llamaré Ahmed al que conocí en el Aeropuerto Internacional Washington-Dulles mientras esperábamos el mismo vuelo retrasado a Savannah (Georgia, Estados Unidos). Cuando me acerqué al mostrador a preguntar por el vuelo, Ahmed, un hombre alto, de piel oscura y atractivo, se me acercó para preguntarme qué me habían dicho.

Ahmed sonrió y nos sentamos juntos. Tenía unos 30 años, mucho más cerca de la edad de mis hijas que de la mía

“Problemas mecánicos”, respondí.

“La notificación que me han mandado al móvil decía que era por el mal tiempo”, me dijo mientras me enseñaba el mensaje que le había enviado la aerolínea.

“Mienten”, contesté.

Ahmed sonrió y nos sentamos juntos. Tenía unos 30 años, mucho más cerca de la edad de mis hijas que de la mía.

Había anochecido y yo había pasado el día con la familia y conduciendo bajo el chaparrón en un atasco. No había tenido tiempo de lavarme el pelo ni de maquillarme y llevaba mallas y un vestido sin forma, mi vestimenta típica desde que engordé 9 kilos en dos años. En mi vida me había sentido con peor aspecto.

En cambio, se notaba que Ahmed estaba musculado bajo sus vaqueros a medida y su camiseta ceñida y parecía fresco pese a los vuelos que había tomado ese día. Intenté no quedarme mirando sus brazos musculosos mientras me lamentaba por la flacidez de los míos. Aun así, me di cuenta de que me miraba el tatuaje del hombro y que asentía en señal de que le gustaba.

“¿Vives en Savannah?”, le pregunté para intentar distraer su atención de mis brazos.

“No”, me respondió. “Soy de Arabia Saudí”.

Iba a una ciudad a las afueras de Savannah para su instrucción de vuelo anual. Yo venía de visitar a mi madre.

“Me gustaría llevarte a cenar a Olde Pink House”, me dijo justo antes de que nos llamaran para embarcar. Me sorprendió su ofrecimiento, pero acepté.

¿Qué probabilidades había de que un desconocido de una generación impregnada en la cultura de los rollos de una noche cumpliera su palabra?

Nos dimos el número de teléfono, pero no tenía muchas esperanzas en que un hombre atractivo dos décadas más joven que yo me invitara a uno de los restaurantes más caros y románticos de Savannah. Teniendo en cuenta mi experiencia con hombres que deberían haberme conocido ―y tratado― mejor, ¿qué probabilidades había de que un desconocido de una generación impregnada en la cultura de los rollos de una noche cumpliera su palabra?

Hablando de la cultura de los rollos de una noche, me pareció extraño que Ahmed me invitara a cenar, para empezar. Pensaba que los de su edad se saltaban ese paso e iban directos al sexo y que solo de vez en cuando acababan viviendo juntos. Aun así, aunque el divorcio me había destrozado, seguía creyendo firmemente en el amor y en el cortejo. Pese a mis dudas, me dije: ¿por qué no?

Embarcamos y nos dirigimos a nuestros respectivos asientos al fondo del avión. Después del aterrizaje, me di cuenta de lo que había pasado y me apresuré a subir rápido a mi coche.

¿En qué había estado pensando al darle mi número a ese joven? Por mi edad y mi aspecto desaliñado, lo más seguro es que no me llamara. ¿Por qué seguía haciéndome ilusiones como una idiota si al final ninguna se hacía realidad? Pero esa misma noche me escribió para asegurarse de que había llegado bien a casa.

Resistiéndome todavía a dejarme llevar por mis ilusiones, a la mañana siguiente subí al coche y seguí adelante con el plan de hacer una escapada.

Por mi edad y mi aspecto desaliñado, lo más seguro es que no me llamara. ¿Por qué seguía haciéndome ilusiones como una idiota?

“¿Cómo estás? Espero que todo vaya bien”. Me escribió Ahmed mientras estaba fuera. “Tengo ganas de que vuelvas para poder verte”.

Me pidió que le mandara una foto y me mandó unas cuantas fotos suyas. Las fui viendo con miedo a lo que podría encontrarme y vi que, por suerte, no era de esos tíos que mandan fotos indecentes que nadie le ha pedido.

En cuanto llegué de mi escapada, Ahmed propuso ir a cenar. Esa noche hablamos largo y tendido por teléfono, algo que pensaba que ya nadie hacía, y mucho menos los jóvenes.

“Cuando me contaste tu conversación con el agente de puerta de embarque, me dije: ‘Esta mujer tiene principios y eso me gusta’”.

Me considero una mujer fuerte y proactiva que no acepta mentiras de ningún empleado de una aerolínea, de una posible cita ni de nadie, así que le di mil puntos mentalmente por lo rápido que había comprendido esa parte de mí.

Dos tardes después, quedamos en el Olde Pink House. Ahmed llamó para reservar y me preguntó si me importaba retrasar un poco la hora para que le diera tiempo a ducharse después del trabajo. Me encantó que quisiera estar lo más presentable posible y pensé: ¿Por qué no lo hago yo también? Así que me pasé las siguientes horas peinándome, maquillándome, eligiendo el mejor vestido y los mejores pendientes.

Permaneció de pie mientras el camarero me sentaba y hasta que no estuve acomodada yo, él no se sentó

Ahmed llegó al restaurante justo a la hora acordada. Me cogió de la mano mientras cruzábamos el vestíbulo para llegar al salón y un camarero nos llevó a nuestra mesa. Permaneció de pie mientras el camarero me sentaba y hasta que no estuve acomodada yo, él no se sentó.

El camarero pasó varias veces para tomar nota de nuestro pedido, pero nosotros estábamos tan absortos en nuestra conversación que se nos seguía olvidando abrir la carta.

Hablamos sobre nuestros trabajos: yo soy escritora y él es piloto médico y se encarga de trasladar a pacientes a hospitales especializados de todo el mundo.

Me dijo que tenía 36 años. Yo no le dije mi edad, pero estaba claro que era mucho mayor que él y, como era evidente a esas alturas, a él no le importaba. Él viajaba a menudo y me contó unas pocas historias de mujeres “inmaduras” con las que había salido, mujeres que aseguraba que le aburrían.

Estábamos tan absortos en nuestra conversación que se nos seguía olvidando abrir la carta

Ambos estábamos divorciados y teníamos hijos. Le hablé de mi madre, que ya estaba muy mayor, y él me habló de la suya. Me contó que se acababa de mudar con su madre porque habían muerto su padre y su hermano. Sintió que podía ayudarla y apoyarla emocionalmente y hablaba de ella de un modo que yo nunca le había oído hablar a ningún hombre, salvo quizás a mi difunto padre y mi difunto abuelo. Veneraba a las mujeres.

“El restaurante va a cerrar”, nos informó nuestro camarero varias horas más tarde. Habíamos estado tan absortos en nuestra conversación que no nos habíamos dado cuenta de que el restaurante se había ido vaciando poco a poco hasta quedar solamente nosotros.

“Gracias”, contesté al tiempo que Ahmed le tendía la tarjeta de crédito al camarero antes de que el tique llegara a tocar la mesa siquiera.

“Claro”, respondió Ahmed, sorprendido.

Suelo sentirme incómoda cuando nos traen la cuenta y estoy en una cita con un hombre de mi edad. En este mundo de las citas como mujer divorciada, nunca estoy segura de lo que se espera de mí. Teniendo en cuenta los avances que han logrado las mujeres en esta era que estamos viviendo, una parte de mí siente que tengo que pagar la cuenta o ir a medias, mientras que otra parte de mí insiste en que me quede quieta y deje que mi cita lo pague todo.

Voy a aclarar algo: no necesito que ningún hombre cuide de mí, pero tampoco voy a pedir perdón por preferir un cortejo a la vieja usanza en el que los hombres lleven la iniciativa.

Una vez fuera, Ahmed y yo nos sentamos en un banco y nos besamos.

Poco antes de medianoche, me dio la mano y me acompañó hasta mi coche. Conduje hasta mi casa en silencio, sin terminar de creerme que el sueño que acababa de vivir hubiera sido real.

Al día siguiente, nos mensajeamos sobre lo maravillosa que había sido la noche que habíamos pasado juntos.

Era muy inesperado que un hombre décadas más joven que yo me hubiera tratado tan bien cuando tantos otros —casi todos, si soy sincera— de mi edad, incluido mi marido, me han resultado tan decepcionantes.

Mi divorcio me cambió; de ser una abogada fuerte y segura y una madre capaz de sacar a delante a sus dos hijas me convertí en la sombra de una mujer asaltada por el miedo y las dudas. Durante años, ni siquiera fui capaz de mantenerme la mirada en el espejo cuando me maquillaba por lo mucho que me disgustaba mi aspecto.

Días después de nuestra cita, Ahmed cogió un vuelo a su ciudad. Nunca volví a verlo o a saber nada de él y no me siento mal por ello

Había envejecido. Mis hijas habían crecido. A raíz de mi divorcio, desmantelé mi casa de Brooklyn porque ya no la podía pagar. Al hacerlo, entre todos los trastos que iba a tirar y la devastación que había vivido, me sorprendió encontrar a la mujer que había sido antes, la mujer que mis amigos llevaban tiempo intentando resucitar.

Había pasado muchos años enterrada bajo las opiniones de mi marido ignorando lo que yo misma pensaba de mí. Ahora, esta cita con el joven piloto me permitía aún más oportunidades para empezar a verme tal y como soy, algo que había ignorado durante mucho tiempo: una persona atractiva, interesante y con la que merece la pena pasar el tiempo.

Días después de nuestra cita, Ahmed cogió un vuelo a su ciudad. Nunca volví a verlo o a saber nada de él y no me siento mal por ello. Sabía que una cita con un hombre que tiene dos tercios de mi edad y que vive en la otra punta del mundo no iba a llevarme a ninguna parte, pero eso no quiere decir que no significara nada para mí. Al contrario. Lo sepa Ahmed o no, me hizo un maravilloso regalo: reconoció mi valía y me ayudó a reconocerla a mí también.

Ahora apenas tengo citas. He cerrado mis perfiles de citas en internet. Apenas encuentro hombres de mi edad y mucho menos que merezcan mi tiempo y mi energía. Me he dado cuenta de que no necesito que ningún hombre me haga feliz, pero estoy abierta a la posibilidad de tener otra relación si encuentro a algún hombre (de cualquier edad) como Ahmed (que no viva a miles de kilómetros).

Sigue sin gustarme cuando dicen que me gustan los “yogurines”, pero sí que me gusta el espíritu que esa expresión representa. En un mundo en el que a las mujeres mayores les dicen que su tiempo ya ha pasado en cuanto superan una edad determinada (cada vez menor), es importante que valoremos quiénes somos y qué podemos ofrecer, y que todo eso lo reconozcan los hombres con los que decidamos pasar nuestro tiempo, sin importar lo mayores que seamos o quién nos invita o deja de invitarnos a cenar.

Beverly Willett, es abogada convertida en escritora. Ha escrito Disassembly Required: A Memoir of Midlife Resurrection.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.