Un boicot bien tirado
Asistentes al festival neonazi de Ostritz.Getty Editorial

Exijo con urgencia que a los habitantes del pueblecito alemán de Ostritz se les otorgue el Premio Nobel de la Paz, el Premio Princesa de Asturias de la Concordia o el Oscar de Honor orlado con corona de espuma.

Iniciativas como la que llevaron a cabo hace un par de semanas, las necesitamos a diario si no queremos ahogarnos entre el asco y la locura.

Enfrentados un año más al festival que el grupo neonazi “Escudo y Espada” (que no disimulan precisamente su adscripción) organiza en un hotel de su localidad, decidieron reventar tan zafio aquelarre dejándoles sin suministros.

Dado que el Ayuntamiento había prohibido la venta de alcohol en los bares, los cabezas rapadas (y huecas) no tenían más alternativa que comprar la cerveza en el supermercado.

Pues bien, los vecinos del pueblo se hicieron con todas las existencias y se las llevaron cada cual a su casa según su sed y su criterio. A los machitos de la raza aria no les quedó otra que aguantar sus propias estupideces en perfecto estado de sobriedad.

Y eso, bien lo sabemos, arruga las esvásticas, contrae los brazos y genera impotencia.

Me imagino el placer con el que los nobles ciudadanos de Ostritz pasaron el fin de semana extendiendo la mano hacia las barricadas de vidrio para abrir otra botella y servirla lentamente en los magníficos vasos de la tradición teutona, mientras contemplaban a los bisnietos del führer dando vueltas a palo seco.

Ahora tiro una jarra de la mejor checa, con su aquel de justicia poética, para que la trenza de Milena desborde la copa. Entre sorbo y sorbo les brindo esta nota perdida en el serpentín de mis carpetas.

No toda es espuma.

DE RUBIAS Y MORENAS

-¿Sabes que Manolo ha muerto?

-¿Manolo?¡No jodas! ¡Si lo vi hace tres días y estaba de puta madre! ¿Un accidente?

-Se ahogó en un tanque de cerveza.

-¡Qué muerte tan horrible y lenta!

-Lentísima. Salió tres veces a mear…

Celosos guardianes de la cultura del vino (más próximos a Baco que a Ceres) que, con razón, reivindicamos, no hemos dado aún a la cerveza todo el valor que merece. 

Si bien reconozco que la situación ha mejorado sensiblemente en los últimos años y que nuestras ebrias estanterías ya muestran una amplísima selección de cervezas importadas. 

Sumemos que las marcas españolas han extremado el cuidado en la fabricación, aguijoneadas, sin duda, por el fenómeno de las cervezas artesanales, que tanto ruido (y tan bueno en la mayoría de los casos) está levantando.

La percepción que de la cerveza tenemos por estos lares es peculiar cuando menos. Muy alejada, desde luego, de los gustos y costumbres de los países que ejercen el mayorazgo de la tradición. 

El clima caluroso y seco que padecemos (aún en el umbral del verano y ya se están batiendo récords de ventas) nos ha empujado hacia las pilsen, ligeras y pálidas. Conscientes de tal gusto, en Viridiana hace una década escogimos la checa Pilsner Urquell de grifo, firma centenaria que presume de lúpulo y manantial propio.

A los machitos de la raza aria no les quedó otra que aguantar sus propias estupideces en perfecto estado de sobriedad.

Es curiosa la capital importancia que dan los especialistas al agua, y no sólo en la cerveza. Visitando la patria de Stevenson, con sus abrevaderos de agua loca (de tan feliz manera nombraban los indios al whisky) me sorprendió el énfasis que ponían los elaboradores de malta en el agua que habría de correr por las venas de Lagavulin, Talisker, Johny Walker…

Hoy mismo leo que un incendio se ha bebido nueve millones de litros de bourbon Jim Beam. ¡Cómo habría sufrido Faulkner, que era bolinga y bombero!

Nuestra miopía, tan mesetaria, en cuestión de gustos nos ha llevado a aceptar como cerveza cualquier líquido amarillo con más o menos espuma que podamos beber de un trago y que haga eructar.

Hemos derrochado imaginación a la hora de maltratarla, y nos hemos superado en nuestra insidia al servirla en vaso de tubo, esa tubería soez en la que no se bebe, sino que se recicla.

Mi ilustre colega David Torres escribió acerca de las cafeterías de los tanatorios, únicos garitos en los que comer y beber algo a ciertas horas de la madrugada (aunque no haya tapas calientes, tan sólo fiambres): “Los vasos de tubo consumidos y luego abandonados sobre el sudario de las mesas, con su corona de espuma, semejaban velas extintas.”

Bienvenida la cerveza fría cuando el sol derrite las ideas, pero pierdo mi vida por las profundas jarras alemanas (algunas, homenajeando al fetichista Berlanga, tienen forma de bota de mujer) en las que se sirve una desaforada cantidad de cerveza alt, fermentada en caliente, opulenta, vigorosa y servida a temperatura ambiente (ambiente alemán, entiéndase), néctar al que el  tiempo de la conversación le sienta como un traje (de saliva) hecho a medida.

Fue en Hamburgo donde encontré una cervecería que exhibía en una pizarra, junto a su catálogo de marcas, otro que hablaba de minutos. Ingenuo, pregunté si era el registro de récords de clientes con sed . No, señor –me respondieron- es el tiempo que necesitamos para tirarlas. Benditas cervezas lentas y envolventes que antes, cuando yo emulaba a Simenon en el humo, me convencían, sin esfuerzo, para que sacara la pipa del bolsillo y las acompañara con unas caladas de buen tabaco latakia ahumado y picante.

Pariente de Hitler debió ser quien  parió la mala costumbre de no servir tapas.

No en vano, el primer funcionario que Carlos I se trajo a España cuando se sentó en el trono heredado fue un maestro cervecero. Hoy en día, la marca Yuste mantiene un muy digno recuerdo de tan sabia decisión.

No puedo olvidar las cervezas inglesas, las llamadas ale, en las que uno puede encontrar toda la paleta de Turner, desde los amarillos desvaídos a los ocres más vivos. Sabrosas, bien guarnecidas de lúpulo, vibrantes. Su sabor es el del Derby de Epson: césped, lluvia y extravagancia.

O las afrutadas cervezas irlandesas, rojizas como la caza del zorro, dulces, acogedoras y melancólicas.

No me entusiasma, sin embargo, el exceso de sabores que encuentro en las lambic belgas, coloristas como la bandera gay y más perfumadas que una odalisca. Brebajes que me recuerdan la nefasta costumbre de aromatizar el aceite.

Si todavía les queda alguna duda sobre la vida que hay dentro de una copa de cerveza, prueben a aparear una buena pilsen con un fresco ceviche de corvina.

Maravillosas, sin embargo, las turbias, delicadísimas, de trigo, que desde antiguo seducen a los mejillones.

En las Eddas, la recopilación de leyendas vikingas que llevó a cabo Snorri Sturluson en el siglo XIII y de la que tanto disfrutaba Borges, encuentro, entre su copiosa espuma de metáforas, la que llama a la sangre de los combatientes “cerveza de los cuervos”.

Y si todavía les queda alguna duda sobre la vida que hay dentro de una copa de cerveza, prueben a aparear una buena pilsen con un fresco ceviche de corvina, bien aderezado con lima, pimienta blanca y cilantro; o unas gambas de Málaga recién cocidas, o las sevillanas “papas aliñás”.

O busquen una terrosa, criada entre maitines, cerveza de abadía, con el grado alcohólico de un borgoña, para ponerla al lado de unas albóndigas de gallo de corral al mole poblano.

E invítenme.

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