Un Ennio anda suelto
Ennio Morricone. Pier Marco Tacca via Getty Images

En una sobremesa de Viridiana, Daniel Baremboim me confesó que le era mucho más cómodo dirigir a afrontar el esfuerzo de sentarse ante el piano. Me sorprendió tal afirmación a pesar del reto que supone empuñar la batuta y hacer suyas cien voluntades hasta conseguir que compongan un solo sonido.

-Dirigir es muy distinto. Son otros los que tocan.

Leonard Bernstein dirigía con la mirada. En una famosa grabación de la BBC se le puede contemplar desentrañando la oscuridad de la música de Mahler sin más batuta que los ojos, que escudriñan a los intérpretes, les interrogan y les exigen respuestas.

Hasta yo, que solo soy melómano de Villaconejos, valoro y agradezco esa demostración de fuerza.

Tengo para mí que Ennio Morricone dirige con su corazón divertido, esforzado e irreverente. Quiero decir, romano.

A sus noventa años, y a pesar de haber anunciado su retirada, se ha embarcado en una gira a la que la publicidad tilda de “final”. Como las últimas veinte de los Rolling Stones o los reiterados cortes de coleta de las figuras de oro y plata.

Espero que Morricone sea igualmente mentiroso. Y que cualquier día caiga en sus manos un guion que le haga tararear y abrir el cajón donde guarda los lápices y el papel pautado.

No sé mucho de él, salvo la impertinente información de Wikipedia: fue un niño prodigio que a los seis años tocaba la trompeta y que obtuvo, con cabreante precocidad, cuantos títulos pretendió. El niño pasó a ser un joven arreglista que se ganaba la vida enmendando las faltas de compositores de renombre.

(Mejor ignorar a los intrusos que agitan una  pieza clásica y la dejan en rondalla. El Himno a la Alegría daba pena, y cualquier sinfonía, con batería añadida, se convertía en Bailando con Cobos... O André Rieu, que en dos sesiones -de tortura- habría hecho de la Sinfonía Inconclusa un villancico. Videntes que han sido para la música lo que Warhol para la pintura o Lladró para la escultura.)

Hasta que un amigo del colegio, un tal Sergio Leone, lo llamó para que compusiera la banda sonora de algún que otro western que barruntaba.

Sinceramente, no tengo muy claro lo que pienso del cine de Leone. Reconozco que inventó una forma de narrar distinta, que han adoptado multitud de directores, aunque sus alabados primeros planos que han hecho historia, ya los filmaba, meando, Carlos Saura en La Caza.

Reconozco también que dio la vuelta a los gastados pantalones de los vaqueros para mostrar sus cuerpos de silencio y miradas perdidas.

Pero me fatigan sus excesos, su barroquismo onanista, sus fuegos fatuos y, especialmente, su sentido del humor para domingueros.

A sus espagueti-western les faltaba albahaca.

Por el contrario, no me incomoda su tibieza moral, su mirada sádica, siempre a medio camino entre la de sus personajes y la suya propia.

Pero ni en uno solo de sus grandes momentos ha podido prescindir de la música bárbara, medida, carnal e irónica de Morricone.

¿De verdad es necesario buscar símbolos donde hay literatura, es decir, vida pura?

Las partituras del italiano son intrincados poemas que no se limitan a apoyar las imágenes, sino que reflexionan acerca de ellas y, sobre todo, acerca de lo que esconden. Pocos como él en el siglo XX han sabido alzar la aridez un paisaje a partir de una nota sostenida.

Se dice que Leone, también Brian De Palma y Roland Joffé (aunque en aquella Misión yo no hubiera entrado  a rezar), le pedían apuntes musicales a partir del guion para poder planificar las escenas. Hermosa leyenda que merece ser cierta.

Ahora que se acerca el momento de verlo ante el atril, me pregunto cómo se las compondrá, con su aspecto de organillero jubilado para imponerse a esa ristra de profesores que lo esperan con los arcos y las lengüetas en el disparadero.

No dudo que su música es razón sobrada para que se instaure el orden, pero tengo para mí que el director de orquesta necesita el toque del dictador.

Quiso la casualidad que me encargara del catering tras un gran concierto. Se iba a servir entre bambalinas, y la organización del evento me llevó a estar presente durante el ensayo general. Mi oído bueno (que es el de madera) no se percató de la nota desafinada con que uno de los trombones rasgó la delicada tela de Tchaikovski. El director ordenó silencio con un gesto tan breve como enérgico y señaló con el palo al infractor.

-Supongo, señor Bermúdez -rugió- que no ha dormido bien esta noche. Mejor será que se eche una siestecita y se vaya al otorrino. ¡Cuanto antes, mejor!

El del trombón, a un paso de la trombosis, se encogió hasta esconderse en una rendija de la tarima. Impasible, el director seguía señalándolo con el palo (más tarde supe que se llama batuta) y maquiné que, de haber estado más cerca, se lo habría partido en la crisma.

Si damos por bueno que todo lenguaje es música, el que utilizó el director para increpar al infortunado fue tan estridente como si se hubieran suicidado los platillos.

Buero Vallejo, a quien la vida apaleó a placer, reflejaba semejante tiranía en El concierto de San Ovidio.

Y no casualmente, en algunas de las bandas sonoras de Leone la percusión son disparos de Colt. Y amén de los silbidos, siempre hay chasquidos de látigo.

Retornando a Buero, no seré yo quien cuestione el carácter simbólico, propio de un tiempo opresivo, de tantos de sus estrenos: el citado Concierto (no hay peor ciego que el que no quiere oír), El tragaluz, La Fundación... pero, en el fondo, su teatro, en el que habita la tristeza, tiene tanta fuerza y tanta convicción, que no necesita esos abalorios ajenos a la acción que le atribuyen los iluminados, los onanistas de la crítica.

Cada uno de sus temas, incluso el más leve fraseo, tiene la profundidad de unos ojos que se abren camino a través de la pantalla y en la niebla del recuerdo.

Apuesto a que Melville habría encendido su pipa (la proximidad del mar humedece la hebra) con toda la parafernalia quincallera, la metafísica de cuarto de estar y la “mataliteratura” que produjo su albino monstruo. ¿No basta con veinte hombres enfrentados a un océano cabrón y una bestia blanca?

¿De verdad es necesario buscar símbolos donde hay literatura, es decir, vida pura?

Vida como la que explota en la música de Ennio Morricone. Cada uno de sus temas, incluso el más leve fraseo, tiene la profundidad de unos ojos que se abren camino a través de la pantalla y en la niebla del recuerdo.

Un silbido o una escala al oboe cuentan más historias de las que podemos imaginar. Su sonido se enreda con el de las balas y las flechas.

Un rasgueo de guitarra no anticipa la muerte; es la muerte con todo su cinismo. O la sexualidad que acaricia y desgarra.

Hay películas cuyo nombre e intérpretes hemos olvidado, pero que recorremos de principio a fin sin más ayuda que un acorde del romano (han tenido más peso sus fugas que las de las cárceles).

La mano izquierda de Morricone abre la partitura mientras la derecha se alza con delicadeza, como si no quisiera anticipar sus intenciones.

La batuta recorre la senda imaginaria del primer compás bendiciendo el aire.

Y, de súbito, la sala se llena de un embriagador olor a pólvora.

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