¿Un miedo común o un sueño compartido?

¿Un miedo común o un sueño compartido?

Sólo hay dos cosas capaces de unir a todas las personas: un miedo común o un sueño compartido.

Un operario trabaja en los preparativos de la COP. Sergio Perez / Reuters

Poco queda por decir de la pasada COP25 que se celebró en Madrid hace unas semanas. Ya hay informes, análisis, tweets, conversaciones de cerveza… Cada uno, desde nuestra posición personal, nos hemos quedado con un sabor en la boca.

Días antes de la celebración de la cumbre me dio por pensar en cada uno de los delegados y delegadas que formarían parte de la negociación. ¿Cómo serían sus vidas? ¿Cómo afrontarían este viaje? ¿Sus sentimientos? ¿Su realidad?

Me imaginaba a alguien despidiéndose de su familia con rumbo a una negociación que le implicaba y le afectaba. Me imaginaba sus conversaciones con su entorno cercano hablando de lo que iba a hacer, de su capacidad o incapacidad para llegar a algún sitio.

Me imaginaba a esta persona sola después de ducharse, mirándose al espejo unas horas antes de partir, siendo consciente de su poder. Imaginaba representantes que ya habrían participado en otras cumbres. Intuía algún que otro gesto mecánico. Pensaba en otros para los que esta COP sería su primera vez, y, como sucede en cada primera vez, el miedo, la ilusión o las ansias de lucha se mezclarían con la inocencia del que no sabe dónde se mete. 

¿Sentirían que podían hacer algo? ¿Realmente querrían hacer algo? ¿Creerían en las líneas rojas que les habían marcado? ¿Sus familias serían conscientes de esas líneas que no se pueden cruzar?

Sólo hay dos cosas capaces de unir a todas las personas: un miedo común o un sueño compartido.

Esto es lo que sentí hace unas semanas en torno a la COP25. Tuve la oportunidad de estar dentro y fuera. Vivir lo que pasaba en la calle y lo que se veía en la dichosa zona azul y en la bulliciosa zona verde.

Gritos, banderas, pancartas, cantos y gestos llenos de vida. Ganas de vida. Ansias de justicia climática.

El miedo lo impregnaba todo dentro de la COP. El miedo a perder su ecosistema, su poder, su capacidad de crecimiento, su protagonismo. El miedo del yo y los míos. Cientos de conversaciones paralelas entre el vosotros y el nosotros. El bullicio se hacía ruido en cientos de espacios, todos más o menos vacíos, compitiendo por llenarse.

Fuera, sueños compartidos. Sí, partían de un miedo común, pero este ya quedaba lejos. Gritos, banderas, pancartas, cantos y gestos llenos de vida. Ganas de vida. Ansias de justicia climática. Risas para una sociedad mejor. Propuestas realizables, realidades que ya caminaban juntas, con personas con ganas de soñar. Había muchas pancartas, pero todas eran una. Un mismo sueño.

Cuando pensaba en escribir esto que estás leyendo, volví a esa persona que hace unas semanas salió de casa rumbo a la COP. Habría vuelto ya, dejado su maleta y abrazado a los suyos: ”No pudo ser, lo intenté″. Y en frente una persona que consuela, quizás una niña que se acerca ilusionada, besa y vuelve a sus juegos.

Atrás quedan unos acuerdos de mínimos, donde no se ha alcanzado ni siquiera el nivel de compromiso que se esperaba cuando arrancó la COP el 2 de diciembre. Y la sensación agridulce de no haber obtenido ningún avance en el famoso artículo 6 sobre la regulación de los mercados de carbono, uno de los temas vitales que se proponía abordar este encuentro multilateral.

En el fondo, la sensación de que no se ha podido -o no se ha querido-, ir más allá.

Por delante, un sueño compartido del que me niego a renunciar y por el que quiero trabajar.

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