Un rey al que nadie echará de menos

Un rey al que nadie echará de menos

Por sus numerosos errores, Juan Carlos I será recordado como un mal monarca.

El rey emérito, en 2011.ASSOCIATED PRESS

Juan Carlos I quedará registrado en los libros de Historia, con razón, como un mal rey. O, cuando menos, como máximo representante de un reinado que dilapidó el mayor caudal ciudadano de respeto, admiración y —hasta cierto punto— servilismo del que ha gozado jamás un monarca en la historia de España.

En una situación como la actual deben diferenciarse dos debates: el de la institución monárquica y otro, muy diferente, el de determinar si, como reinado, el que encarnó Juan Carlos I fue positivo o no para la Historia de España. Por muy republicano que se sea y se sienta, lo cierto es que la contribución que hizo el rey a la implantación y desarrollo de la democracia en España fue decisiva. Muy pocos podrán negarlo.

Visto con perspectiva, todas las críticas que recibió el monarca a lo largo de sus primeros años por haber jurado lealtad al franquismo y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, o por haber sido impuesto a dedo por un dictador, carecen del más mínimo fundamento. El rey hizo lo único posible para afianzar el paso de la dictadura a la democracia. En este caso, el fin sí justificaba los medios. Da igual cuántos abrazos dio a Franco: lo importante es que fueron abrazos de oso.

Esa lástima ha derivado en una insoportable indignación popular

En cualquier caso, el rey no fue la persona que, en solitario y con un equilibrismo encomiable, puso rumbo hacia la democracia. Nada podría haber salido bien sin el pragmatismo y la altura política de personas como Santiago Carrillo, Adolfo Suárez o Felipe González. La Transición, escrito está ya mil veces, fue un ejercicio sin apenas fisuras ejecutado con una eficacia muy pocas veces vista. Un trabajo conjunto en el que el rey no fue todo, pero sí se convirtió en una parte imprescindible para superar 40 años de tiranía con una lógica política que muchos países se afanaron en emular con posterioridad.

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Ahora se marcha de España el que, en el mejor de los casos, será conocido por las generaciones futuras como el rey campechano, un monarca que lució con todo su esplendor hasta 1992. El día que se apagó el pebetero de los Juegos Olímpicos de Barcelona comenzó también el declive de su reinado, hasta explotar hecho mil pedazos dejando un olor insoportable con el cambio de siglo.

A partir de 2005, Juan Carlos I se convirtió más en un Amadeo de Saboya que en un Carlos III. No puede haber nada peor para una persona que se ha movido entre el respeto reverencial y la admiración que empezar a generar lástima. Y eso fue, precisamente, lo que suscitó el rey en sus últimos años de mandato. Esa lástima ha derivado en una insoportable indignación popular.

Perdió el pulso social, se alejó de la realidad del país y, al final, fue el propio país el que se alejó de su rey

De los muchos errores que cometió, sin duda el que le liquidó como monarca y le obligó a abdicar en favor de su hijo no fueron sus recurrentes enfermedades, sus cacerías o sus amores extraoficiales. El gran fallo fue su caída en comportamientos indignos hasta el punto de perder el pulso de la sociedad sobre la que reinaba. Dejó de ver ciudadanos para ver súbditos. Se alejó de la realidad del país y, al final, fue el propio país el que se ha alejado de su rey.

Un distanciamiento que en 2020 ha alcanzado cotas siderales. Ni los juancarlistas de toda la vida tienen ya la cintura para justificar los presuntos trapicheos de un rey que se creyó impune para hacer y deshacer resguardado en una muy mal entendida inviolabilidad. No es tolerable, nunca lo puede ser, que la persona que debe servir de ejemplo a los ciudadanos (a sus súbditos) realice movimientos opacos en una cuenta suiza oculta. Borbón y bribón deberían ser sólo una rima, no un sinónimo.

Alfonso XIII abandonó España en 1931, dando pie a la proclamación de la II República, tras constatar que no contaba con el amor de su pueblo. Tampoco lo tiene ya Juan Carlos I. La Casa Real vive su futuro más incierto y su gestión de los tejemanejes del rey emérito no da pie a ser optimista: Felipe VI anunció la renuncia a la herencia de Juan Carlos I el primer día del confinamiento y elige el primer lunes de agosto para informar del ‘exilio’ real.

Juan Carlos I ya no cuenta con el amor de su pueblo, como le ocurrió a su abuelo. De cómo gestione Felipe VI la crisis abierta por su padre dependerá su reinado y, por extensión, la pervivencia de la monarquía en España.

Hasta ahora no parece que esté poniendo demasiado empeño en mantenerlos.