'Un roble' y 'Sea Wall' o la bella batalla que comienza en la Abadía

'Un roble' y 'Sea Wall' o la bella batalla que comienza en la Abadía

Ambas obras son una lucha por poner al espectador en el centro del espectáculo.

Luis sorolla en 'Un roble'.

¿Para qué vamos al teatro? Cada persona tendrá una respuesta. Bien, para aquellas que crean que el teatro es, además de diversión y entretenimiento, una herramienta de autoconocimiento deberían haber pasado esta semana por el Teatro de la Abadía. Teatro que comenzaba temporada con la reposición de la exitosa Un roble de Tim Crouch y el estreno de Sea Wall de Simon Stephens. Dos obras que tienen en común el director, el traductor y la productora. El director es Carlos Tuñón, que está dando mucho de qué hablar por sus montajes participativos. El traductor es el actor Luis Sorolla que también protagoniza Un roble. Y la productora es Bella Batalla, un nombre muy adecuado pues ambas obras son una lucha por poner al espectador en el centro del espectáculo, sin sacarlo a escena, algo que muchos fieles espectadores de teatro aborrecen. Ellos hacen una versión más amable del vanguardista teatro inmersivo.

¿Cómo lo consiguen? Por su concepto del teatro. Un teatro en el que lo importante es que el espectador sea consciente de su participación en lo que sucede en escena aunque no salga al escenario. La importancia de estar activo en la butaca, hasta incómodo y revolverse. Frente a la verdad absoluta con la que se presentan los grandes montajes, esa rotundidad de esto es lo que hay propia de sociedades de educación castrense, Bella Batalla ha producido dos espectáculos sencillos, humildes. Dos tragedias, reconocibles, de las que es mejor no contar nada, no porque sean truculentas o escondan sorpresas. No. Sino porque es importante escuchar el cuento y, también, porque la anécdota, en sí misma, no dice nada.

Un teatro que parte de que todas las historias ya están contadas, menos nuestra historia particular e individual. Y, lo más importante, que esa historia particular e individual no solemos contárnosla a nosotros mismos. Solo hay que ver las estadísticas y ver el número de personas que recurren a cualquier cosa para olvidarse de quiénes son. O el tiempo que algunas personas dedican a psicoanalizarse sin llegar a mirarse en el espejo y verse. Algo que nada tiene que ver con la aprobación, aprobarse como persona, sino con el reconocimiento, con la aceptación.

Un teatro en el que lo importante es que el espectador sea consciente de su participación en lo que sucede en escena aunque no salga al escenario.

Para ello, Un roble crea un mecanismo que consiste en dos actores en el escenario. Uno pertenece al elenco y es Luis Sorolla. El otro es un actor o actriz invitado/a que habrá quedado con Luis Sorolla una hora antes del espectáculo para recibir una serie de informaciones fundamentalmente prácticas sobre quién es y qué le pasa al personaje y cómo funcionan los elementos técnicos del espectáculo para que dichos elementos no entorpezcan el desarrollo de la obra. También, una clave de cómo pedir ayuda en caso de que se pierda o no sepa qué es lo que pasa.

Esto hace que el intérprete invitado llegue con una determinada disposición, muy mediada por cómo es como actor y como persona. Un bello ejercicio de equilibrio que, en el caso del día al que pertenece esta crónica, permite comprobar lo que ya se sabía de Jesús Barranco, el actor invitado, por lo que se le ha visto hacer en otras muchas obras. Su excelente disposición a dar, no a tontas ni a locas, sino para cubrir las necesidades de la obra y del trabajo que tienen que realizar sus compañeros. Lo importante no es su lucimiento, sino el resultado del conjunto. Algo que, sin buscarlo, siempre despierta el interés del espectador por él y sus personajes.

Ver las respuestas de Jesús a cada una de las necesidades de la historia que se cuenta en Un roble y que plantea Luis Sorolla, desde el punto de vista que solo lo pueden hacer los actores, provoca una reacción distinta en cada uno de los asistentes. Una reacción propia que surge sin grandes trabajos de introspección, de rememorar de la infancia, las frustraciones o los conflictos.

  Nacho Aldeguer en 'Sea Wall'. 

Algo muy parecido pasa con Sea Wall. Un espectáculo unipersonal, que se representa para pocos espectadores, pues en él se trabaja desde lo íntimo y lo cercano. En la estela de los espectáculos confesionales. En ese constructo de la ficción contemporánea de que un extraño se te abre en canal en un parque, como ocurre en los jardines del Teatro de la Abadía, o en la barra de un bar y te cuenta su historia. Una historia en la que de vez en cuando apela a situaciones similares que haya podido tener el oyente como, por ejemplo, algo extraordinario e inesperado que hizo en algún momento. Una confesión jalonada de etapas comunes que ese mismo oyente haya podido compartir. Un enamoramiento, un viaje, unas vacaciones, o como hacer algo por primera vez. Tantas cosas humanas corrientes y molientes con las que el espectador va vislumbrando esa pared marina, esa inmensa oscuridad interior de la que no ve fondo que también es.

Algo que Nacho Aldeguer, el actor que la protagoniza, construye con técnica, mucha técnica actoral, al ser un espectáculo a la intemperie. Como se ha dicho, en los jardines que están delante del teatro y que se comparten con una casa de acogida infantil. Jardines a los que salen esos chicos a jugar y a pelearse, a gritarse, con todo ese ímpetu que les da vivir la vida en presente. Igual que se oye el run-run del autobús que pasa por la calle o una bocina. Ruido que se mete en la obra con toda su potencia y estridencia. Banda sonora no invitada que, no nos damos cuenta, suele formar parte de esas relaciones cercana, a media voz, como la que hace este actor, para que su personaje se pueda confesar y dejarnos decidir si nosotros, tal y como somos, le damos nuestro perdón y, a la vez, nos perdonamos.

Solo hay que ser un espectador abierto, ver lo que se ofrece en el escenario como una invitación al juego.

Tal vez, leyendo todo lo anterior, un texto algo críptico para revelar lo menos posible de la anécdota y tratando de contar los mecanismos con los que están hechas, alguien pueda pensar que se trata de teatro complejo y complicado. Que no solo por detrás sino que por delante también está lleno de conceptos filosóficos o razonamientos antes que historia y vida. Que esto no es para cualquiera. Hay que avisar que esto no es así.

Este teatro, como el arte contemporáneo o la literatura actual que no repite parámetros decimonónicos o la poesía, sí que ha surgido de todo ese aparato académico o filosófico. De esta reflexión. Pero es un andamiaje que no se ve, ni hay que conocerlo. Solo hay que ser un espectador abierto, ver lo que se ofrece en el escenario como una invitación al juego, dejar de ser objeto para ser sujeto de la experiencia escénica, y recibir el regalo, el presente, abrir el paquete, con la misma ilusión que un niño en Navidades pero viviéndolo como un adulto que no está en el patio de butacas para perder el tiempo o para que le revelen la verdad. Para perder el tiempo ya tiene los best sellers, las series de televisión y el fútbol. Para que le revelen la verdad ya tiene las fake news y los populismos de todo pelaje y condición. Todo, sencilla y simple ficción de consumo que para consumirla ni siquiera tiene que salir de casa. Puede quedarse allí y encerrarse como un ser asustado, lleno de miedo. Este teatro pide salir y merece el que se salga. Este teatro pide respirar en la calle a pleno pulmón, sentirse vivo, no adormecerse ni amodorrarse en la butaca de un teatro. Menos en el Teatro de la Abadía que siempre está formando espectadores activos.

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