Unos centímetros de hipocresía

Unos centímetros de hipocresía

¿En cuántas ocasiones no se señala a la mujer como víctima de la violencia que sufre?

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La organización suiza Terre Des Femmes (especializada en los derechos humanos y en específico, la igualdad de género) lanzó hace un par de años una campaña en la que mostraba el escote de una mujer, la figura de una chica en minifalda y unos pies desnudos. El trío de imágenes incluye una escala que mide lo que parece ser los prejuicios que la ropa puede despertar: la extraña medición va desde la palabra “puritana” hasta la consabida “puta”. Como si se tratara de una perversa comprensión del prejuicio desde un punto de vista muy directo, la campaña hizo énfasis en la retorcida costumbre de medir el valor — la respetabilidad, la moral — de una mujer a través de su ropa. Pero además de eso, la campaña logró demostrar hasta qué punto la sociedad encuentra obsesionada no sólo con el comportamiento social de la mujer, sino además con la necesidad de ejercer control sobre ella. Con unas cuantas imágenes bien escogidas, la organización logró cuestionar la manera como nuestra cultura pondera sobre la imagen femenina y más allá de eso, las implicaciones de la obligación social con que la tradición intenta reglar la conducta femenina.

Por supuesto, no es un fenómeno que resulte desconocido para cualquier mujer. Aprendemos desde muy jóvenes que nuestro continente adolescente y machista juzga la identidad femenina a través de una serie de prejuicios confusos que se relacionan directamente con el menosprecio hacia la individualidad. Al menos, yo lo descubrí muy pronto: Cuando tenía dieciséis años, un hombre me siguió a lo largo de varias calles mientras me susurraba insinuaciones sexuales e intentaba tocarme. Cuando le reclamé su comportamiento, me dio un violento empujón que casi me hace caer al piso.

— ¿Qué piensas que te van a decir si te vistes así? — me gritó — ¡Pareces una puta!

¿Así? me pregunté aterrorizada: llevaba la descolorida falda de tela azul del colegio unos centímetros por encima de la rodilla, pero al parecer, eso era suficiente para parecer provocadora e incluso, ponerme en riesgo de una agresión real. O eso fue lo que dejó muy claro no sólo la actitud del desconocido, sino también la indiferencia de los transeúntes que caminaban a nuestro alrededor y que miraron a otro lado al escuchar la discusión. La mayoría volvió el rostro al otro lado y hubo quien incluso soltó risitas maliciosas. Muchos años después, seguí recordando el incidente y la sensación inequívoca violencia que hubo en toda la escena. Una percepción clarísima sobre la manera como nuestra sociedad estigmatiza a la mujer por su apariencia y su forma de comportarse.

Al hombre en nuestro país se le educa para demostrar su virilidad siendo agresivo, grosero y violento. A la mujer para aceptar ese comportamiento como mejor puede.

Hace unos meses, le hablé sobre la experiencia a uno de mis amigos, un psiquiatra con experiencia en violencia de género. Me sorprende que aún me incomode el mero recuerdo de la escena, sorprendentemente clara en mi mente a pesar del tiempo transcurrido. Eso, a pesar que se trata una anécdota común en Venezuela y que incluso, parece poco importante en comparación a las innumerables situaciones de agresión que una mujer sufre a diario en un país como el nuestro. Le describo lo mejor que puedo la sensación que aún me incomoda y me entristece. Una especie de herida emocional que aún no sana en mi mente.

—En este país el hombre asume que la mujer debe “acostumbrarse” a ese tipo de maltrato muy poco visible — me dice luego de escucharme — muchas veces los hombres no entienden realmente porque una mujer reacciona mal hacia ese asedio, porque contesta un piropo con un grito, porque se asusta hacia la mirada insistente. Al hombre en nuestro país se le educa para demostrar su virilidad siendo agresivo, grosero y violento. A la mujer para aceptar ese comportamiento como mejor puede.

—La niña para la casa, el niño para la calle — comento.

— Peor aún: “Este palito de niño es para la cosita de niña” . Eso me lo dijeron mis tíos durante toda la infancia, y todos reían al decirlo. La idea sexista se educa, se insiste desde niños. La mujer como propiedad, la mujer permisiva, sumisa.

— Eso es tan retrógrado que casi no me lo creo — contesto, con tristeza. Y es así. Miro a mi alrededor, a los hombres de traje y corbata sentados en el café donde nos encontramos, a los chicos de barba y anteojos que ríen en voz alta. ¿Cómo me miran, a mí, enfundada en mis jeans y mi camiseta? ¿Cómo perciben a la mujer muy bella con un generoso escote que habla por teléfono muy divertida unas mesas más allá? 

— Pues créetelo. Para el hombre Venezolano está bien que la mujer sea emancipada e independiente, pero que “recuerde” su lugar.

— ¿Y cuál ese “lugar”? 

— El que la cultura machista pensó para ti antes que tu nacieras.

Me quedo callada otra vez. Que frase incómoda y dura esa. Así es el país donde nací. Otra sentencia angustiosa, que preocupa. Un país donde pueden decirte bella muchas, pero no inteligente. Un país donde la mujer independiente debe enfrentarse la idea de una sumisión histórica, una presión casi invisible sobre tu identidad. La mujer que “debe” ser la mujer que la sociedad acepta como normal. A la mujer que juzgan por su vida sexual, por su apariencia, por la ropa que lleva, y el juicio es tan duro como peligroso. ¿Cuántas veces la violencia doméstica no se justifica en medio de una mezcla de prejuicios sobre lo que la mujer debe o no puede hacer? ¿En cuántas ocasiones no se señala a la mujer como víctima de la violencia que sufre? ¿Qué ocurre con la que la acosan por ser “bella”? ¿La que desprecian por ser fea? ¿La que sufre abuso sexual y es “culpable”? ¿La que sufre maltrato y se la buscó? ¿Qué ocurre en nuestra sociedad, en nuestra percepción cultural sobre lo femenino?

¿En cuántas ocasiones no se señala a la mujer como víctima de la violencia que sufre?

Camino por la calle con una rara sensación de angustia. Las portadas de la revista me ofenden de pronto, con todas sus mujeres en bikini, con sus sonrisas amplias e idénticas. ¿Quiénes somos? Me pregunto, sentada en cualquier parte, viendo a las niñas de Uniforme, a las mujeres de traje, a las ancianas de caminar lento. ¿Cómo nos ve la cultura? No tener la respuesta me desespera, me angustia. Pero sí, me duele más que cualquier otra cosa.

Una interrogante que se multiplica, que parece abarcar cientos de temas complejos. Una mirada directa al mundo que padece la mujer actual, pero sobre todo, una reflexión sobre cómo estamos educando a las generaciones futuras, a los hombres y los mujeres que tendrán que lidiar con universo intelectual y quizás moral más complejo que el actual. ¿Estamos conscientes del peso de los prejuicios que nos acompañan a todas partes? ¿La forma en que contaminan y distorsionan la forma como nos comprendemos como individuo y colectivo? Este es un país donde a una mujer se le enseña primero a como andar en zapatos de tacón alto que a tener autoestima, en la que un altísimo porcentaje de mujeres será madre antes de los quince años, cuya única aspiración es la doméstica. ¿Hasta qué punto somos responsables de la cultura que sostiene esa futuro incierto y duro de asimilar?

Supongo que es una historia de nunca acabar. Voy en el metro de mi ciudad, leyendo un libro mientras el tren cruza lentamente estación tras estación. Una chica en minifalda espera también, de pie, sosteniéndose del tubo. Tendrá unos diecisiete años, el cabello largo y va muy maquillada. Un sujeto a su lado la mira de arriba abajo, no disimula el gesto. Después sonríe, se inclina, la empuja un poco. La chica se aleja sobresaltada, los dedos apretados en el tubo de metal. El sujeto sigue mirándola, insistente. Se inclina, le dice algo. La chica aprieta los labios y luego, entre tropezones, se aleja hacia la multitud que se aprieta contra las puertas. El hombre sigue mirándola, con una sonrisa. Para él no ha ocurrido gran cosa. La chica está asustada, las manos apretadas sobre la falda. Me hace sentir un escalofrío la escena, por las muchas veces que la he visto, por las tantas veces que se repetirá después. Pero lo que más me preocupa y me duele es que a mucha gente le parecerá normal, que la chica “se lo buscó” por llevar una minifalda. Quizás hasta por ser bella y joven. ¿Qué clase de percepción sobre lo femenino es esa? ¿Qué está queriéndome decir ese silencio que acepta, que normaliza, que invisibiliza el prejuicio, el abuso sutil hasta encajarlo en la normalidad? Cuando finalmente llego a mi estación, paso junto al sujeto: Ahora mira a otra mujer. Sonríe. Se inclina, se aprieta contra ella. El ciclo comienza otra vez.

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