Vergüenza ajena

Vergüenza ajena

Es insostenible y vergonzoso que muchos sigan sintiéndose mejores que los demás y con el derecho, en algunos casos, a pisotear su presente y su futuro.

Yannis Behrakis / Reuters

La misma semana en la que dos astronautas de la NASA viajaban por primera vez al espacio en una expedición privada, en Minnesota moría asfixiado bajo la rodilla de un policía blanco el afroamericano George Floyd. También esta misma semana hemos sabido que incluso pagando por el alojamiento de los 200 jornaleros africanos que se encuentran en la calle en Lérida con motivo de la temporada de recogida de la fruta, los hoteleros se niegan a alojarlos. En pocas palabras, estos días hemos vuelto a comprobar, por enésima vez, la coexistencia del anhelado progreso de la humanidad con su barbarie más absoluta: la que despoja al ser humano de su preciada dignidad basándose en sus rasgos físicos y su condición socioeconómica.

Nada nuevo bajo el sol, pero de vez en cuando resulta necesario dejar constancia de la vergüenza ajena que se apodera de muchos ante semejantes mezquindades e injusticias. No puede ser que sigamos siendo lo que somos; no puede ser que sigamos dejándonos guiar por los rasgos físicos o la condición socioeconómica de los demás para que merezcan nuestro respeto o cuenten con nuestra aprobación. Es insostenible y vergonzoso que muchos sigan sintiéndose mejores que los demás y con el derecho, en algunos casos, a pisotear su presente y su futuro, así como a sortear su derecho a la vida o al libre desarrollo de la personalidad.

No puede ser que sigamos dejándonos guiar por los rasgos físicos o la condición socioeconómica de los demás para que merezcan nuestro respeto.

Como sociedad, tenemos la responsabilidad de crear un futuro mejor para todos, anclado en el respeto y en la solidaridad. Como ciudadanos, nos corresponde exigir el respeto de los derechos fundamentales más básicos del ser humano. Pero ¿cómo lo podemos hacer a gran escala si ya en el trabajo aceptamos el maltrato en función del prestigio o la catadura del maltratador? O lo que es lo mismo, ¿cómo sabremos hacerlo si en nuestro entorno laboral o social los maltratados son repudiados por los demás para tener o seguir teniendo la aprobación del maltratador? Lo cierto es que una sociedad respetuosa e inclusiva solo es posible si en todos los niveles de la vida cotidiana aprendemos a exigir (no solo a pedir) respeto para nosotros mismos y para los demás, así como a señalar su decisiva importancia en la educación de nuestros niños y jóvenes.

Los que no participamos en estas fechorías de poca monta, tenemos derecho a sentir vergüenza ajena, le pese a quien le pese.

Como sociedad, tenemos la responsabilidad no solo de promover la igualdad y la inclusión de todas las personas en nuestras comunidades, sino también de exigir las condiciones necesarias para garantizar que esta igualdad sea real y efectiva. Si hoy en día los rasgos físicos o la condición socioeconómica siguen siendo óbices para el acceso al derecho a una vida digna y al libre desarrollo de la personalidad, tenemos de qué avergonzarnos. Y los que no participamos en estas fechorías de poca monta, tenemos derecho a sentir vergüenza ajena, le pese a quien le pese, así como a invitar a quienes fomenten estas prácticas o miserias a que se miren en el espejo y aprendan a sentir vergüenza propia.

Raza solo hay una: la humana. ¿Cuántas veces tenemos que repetir la historia?