Viajeros de mesa camilla

Viajeros de mesa camilla

La felicidad de leer a Salgari me hace sentir culpable. Está cimentada sobre el dolor y la locura.

Viajeros de mesa camilla.Carlos Alejándrez "Otto"

Algo he viajado, casi siempre detrás de los caballos, como si fuera un carromato. De mis periplos suelo traerme el frenesí de una llegada, alguna cicatriz en mi Visa y caprichos comestibles.

Supongo que a todo el mundo le ocurre algo parecido: el relojero calcula los engranajes del Big Ben y el encofrador quiere contar los remaches de la Torre Eiffel. Los que escriben vuelven con un cargamento de palabras lejanas. También lo hacen, por desgracia, los cantamañanas que piensan que la literatura de viajes consiste en dejar caer sin ton ni son cuantas cursivas encuentran en los folletos.

De entre los primeros, ninguno como Javier Reverte, que conocía por su nombre cada arbusto del Serengueti y era capaz de emocionarse, y emocionarnos, en una trocha del Guadarrama. De los segundos, mejor no hablar.

Javier Reverte conocía por su nombre cada arbusto del Serengueti y era capaz de emocionarse, y de emocionarnos

Hay quien afirma que el santo patrón de todos los viajeros no llegó tan lejos como dio a entender. Marco Polo, sostienen algunos estudiosos, se instaló en una parada de la Ruta de la Seda donde ahogaba el tiempo en té verde, entre cargamentos comprados y vendidos, sonsacando a los que llegaban desde el Este rasgadas historias sobre pólvora, murallas y granizadas de arroz.

Su mentira no quita valor a su verdad. Ante mis ojos de pastor venido a menos, la imagen del veneciano que paga rondas de aguardiente infame a cambio de patrañas mientras se resguarda del viento atroz de la estepa, lo hace aún más interesante que si me conformara sabiéndolo consejero del mandarín de turno, nervioso como un flan.

Sugiere el aforismo que no hay que perseverar en el error: no todos los que quisieron ir a la India descubrieron América.

También Joseph Conrad decidió parar. No pensó en escribir sus relatos mientras contemplaba, desde el puente de mando, puertos, acantilados e islas. También el río oscuro cuya pesadilla aún nos aturde.

Dejó el mar para aprender una lengua distinta a la suya. No sé cuáles fueron las primeras palabras en inglés que garabateó en una cuartilla, pero puedo imaginar el trazo inseguro, los rasguños del plumín, las gotas de tinta y la lenta ceniza del cigarro.

Conrad vivía en intimidad con lo recóndito. Sabía cómo tiene lugar un descubrimiento y dejó constancia de ello en Juventud, crónica de un peregrinaje hacia el Oriente que se revela con todo su esplendor en el estibador que dormita sobre una maroma. Frente a las líneas que condesan la luz en un muelle, me parecen paupérrimos todos los encuadres, objetivos y filtros de los grandes, y en ocasiones tramposos, reportajes.

También viajó lo suyo Josep Pla. Solía hacerlo en carguero para no tener que hablar con nadie. Aunque sus crónicas, tanto si las enviaba desde la Unión Soviética, la Italia fascista o las madrileñas y republicanas Cortes, destilan  las ganas de volver a Palafrugel a tiempo para la cena.

Poco dado al cosmopolitismo, el europeo escéptico (de Europa y de sí mismo) entendió cada vez menos la necesidad de la distancia. Si durante su Viaje en autobús prefirió observar a los pasajeros (sin relacionarse con ellos, faltaría más) antes que el paisaje lateral que le ofrecían las ventanillas, para llevar a cabo Un viaje frustrado le bastó con los pescados de roca guisados en esa chalupa incapaz de remontar la Costa Brava hasta la vecina Francia.

Una salitrosa taberna de Cadaqués, un viñedo empinado o un bancal de tomates, encerraban más literatura que las siete ciudades de Cíbola; casi tanta como su pitillo de picadura y su vaso de whisky.

Menos aún viajó Álvaro Cunqueiro. Si dejaba Mondoñedo, siempre por causas de fuerza mayor, los vecinos se persignaban, convencidos de que aquello era cuestión de meigallo. Y, sin embargo, supo enmendarles la plana de navegante a Simbad y a Ulises, pertrechado con las cartas de marear de las viejas historias y el delirio de un estilo que susurra con la dulzura del orballo sobre los maizales.

Aunque de todos los viajeros de mesa camilla y lámpara avarienta que recuerdo, mantengo mi fidelidad hacia el primero con el que levé anclas, superé tifones y afronté abordajes. Quiso ser marino, pero no pudo terminar los estudios. Unas pocas singladuras de práctica por el mar Adriático fueron su bagaje. Le esperaba la encrespada literatura entre los arrecifes de la miseria.

Quien no haya acompañado a Sandokán por los islotes de Malasia, admirado la sangre fría de Yáñez o revivido junto al Corsario Negro el calor de Panamá, no ha sido realmente feliz. Emilio Salgari es la aventura; con él descubrimos el valor y la pasión, la vegetación ominosa y las tribus temibles.

Salgari, malvivió en la provinciana Turín infectada de curas, prisionero encadenado a su mesa por un contrato de esclavitud con sus editores, sin poder levantarse en pos de las aventuras que todos, menos él, corrimos.

Fue en las novelas de Salgari donde descubrí que las palabras podían dibujar mejor que cualquier lápiz

Fue en las novelas de Salgari, antes que en ningún otro lugar, donde descubrí que las palabras podían dibujar mejor que cualquier lápiz, evocar con más intensidad que la propia memoria, invocar la pasión de cuya existencia nada sabía.

Emilio Salgari nos deslumbró con la luz de Oriente y nos ahogó en los huracanes del Trópico. Cuando ya no pudo más, se suicidó a la altura de sus héroes, rasgándose las tripas con un cuchillo. Quizás llamó a sus personajes pidiendo ayuda y descubrió que no eran más que líneas de tinta.

Es famosa la carta que dejó a sus editores, un escupitajo en la cara que remató con un último gesto de arrojo: “rompo mi pluma con desprecio”.

La felicidad de leer a Salgari me hace sentir culpable. Está cimentada sobre el dolor y la locura. Le debo las mejores horas de mi vida, aquellas en que fui yo porque pude ser otro y mejor.