Vivir sin WhatsApp es posible

Vivir sin WhatsApp es posible

La historia de tres personas que se niegan a utilizar esta app para vivir "más libres".

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Sin WhatsApp en la era del 5-G. A contracorriente de la sociedad. ¿Unos rebeldes? Nada más lejos, puntualizan. Si acaso, “libres”. Y en esa libertad pretenden vivir cada vez más personas que defienden su independencia tecnológica, una vida fuera de Whatsapp.

Francisco, Alejandro y Asís desayunan, caminan, sestean, trabajan y se relacionan sin necesidad de pulsar el icono verde que a tantos le consume tanto tiempo. Representan a dos generaciones diferentes: 24, 23 años los primeros; ya entrado en los 40 el último. Les separan muchas cosas, pero comparten un idéntico mensaje en su particular cruzada contra la app de mensajería online.

Dependencia es la primera gran palabra que surge cuando piensan en WhatsApp. Asís la sube de grado: “droga”. “Se paga un precio muy alto, y no me refiero al económico, por esta app. Genera una absoluta dependencia, te hace estar más pendiente de ella que del propio momento que estás viviendo”. Sus compañeros asienten.

¿Pero cómo nació toda esta “locura”? WhatsApp nació en 2009 para revolucionar el modo de comunicarse. Cinco años después, el gigante de las redes sociales, Facebook, lo compró por 19.000 millones de dólares. El objetivo de la compañía de Mark Zuckerberg era ser aún más grande, llegar a un público más amplio. Lo consiguió: WhatsApp se ha convertido en la principal app de mensajería. Más de 1.500 millones de personas, (un 20% de la población mundial), y siete de cada diez habitantes en España -32 millones- utilizan este software. Alrededor de 1.000 millones de personas lo hacen diariamente. Entre ellos, muchos adolescentes.

Podemos hablar de droga... Se paga un precio muy alto por estos programas

Utilizar whatsapp es ya tan habitual que se ha consolidado como verbo: whatsappear... Un informe de la Fundación Telefónica, La Sociedad Digital en España 2018, ofrece estadísticas contundentes: el WhatsApp es el método de comunicación preferido por el 96,8% de los jóvenes de entre 14 y 24 años. Por encima, incluso, del cara a cara. Tanto, que a ese grupo de edad ya se le conoce como la Generation Mute (Generación Muda).

Mejor chatear que hablar en persona; todo pasa por el móvil. Es algo que preocupa a Francisco. “Ver personas, jóvenes y mayores también, incapaces de ir a por el pan sin el móvil, de dejarlo tan solo 10 minutos”.

El problema que apunta es real. Su gravedad ha llevado a analizarlo a la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) desde la perspectiva de la juventud. En su informe Las TIC y sus influencias en la socialización de adolescentes profundiza en los hábitos comunicativos de una amplia muestra de chavales de 14 a 16 años a través de una serie de variables. Una de ellas, bajo el epígrafe “miro el móvil constantemente”, fue respondida “totalmente de acuerdo” por un 72,6% de los adolescentes encuestados (75,35 de chicas).

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Hay otro dato preocupante. WhatsApp también se ha hecho fuerte en las aulas y no precisamente como un recurso de aprendizaje. Pese a estar prohibido en muchos centros escolares, los alumnos no pueden evitar utilizarlo. Lo afirma con rotundidad el 14,6% de los entrevistados, dato que se eleva al 19% si se trata de alumnos de 16 años. Casualmente el mismo dato global, 14,6%, también reconoce mirarlo en clase aunque en menor proporción que los primeros. Uno de cada cuatro adolescentes, uno de cada cuatro alumnos, tiene la costumbre de wasapear en clase.

Muchos de ellos recurren a ello por la presión del grupo. Para un joven ser diferente a todos los demás puede ser un estigma. A medida que maduran esa presión ejerce menos efecto, si bien sigue existiendo, como reconocen los protagonistas de este reportaje. “Mitad en broma, mitad en serio, sí existe presión en cierto modo para que me haga cuenta de WhatsApp -responde Francisco- pero no he llegado a sentirme desplazado. Los amigos, compañeros, saben que es tu elección y te contactan por otras vías”. “A mí me hacen la típica broma de llamarme ‘viejo’, pero tampoco más”, añade Alejandro.

Ni él, ni Asís ni Francisco son únicos en su especie. Que se lo digan a Daniel Guzmán o a Leiva, dos personajes reconocidos del mundo cultural. El primero, actor y director, confesó en 2018 a El Mundo llevar dos años sin WhatsApp, “para recuperar mi vida, para ser dueño de mí mismo, de mi intimidad y de mi independencia”. Leiva explicó en El Hormiguero su miedo a las redes y aplicaciones similares: “Me preocupa la bipolaridad en esos entornos, para generar aceptación creamos un ‘yo público’ que no se corresponde con la realidad”.

Me preocupa ver personas incapaces de ir a por el pan sin el móvil, de dejarlo 10 minutos”

Ninguno de los entrevistados aquí siente, tampoco, distancia con sus círculos. “Quien me quiere llamar, me llama. Quien me quiere ver, me ve. Se trata de querer hacer las cosas”, comenta Alejandro, idea sobre la cual los tres coinciden. Asís menciona su trabajo: “A mí podría serme útil el WhatsApp para compartir detalles de mis sesiones de fotografía y rodajes, pero ni así lo quiero. En el trabajo han asumido mi posición y me mandan la información por SMS”.

El caso de Asís es ligeramente distinto a los otros. “Sí tengo WhatsApp, pero solo por una cuestión médica familiar. Únicamente lo utilizo para estar en contacto con familiares por temas hospitalarios. Nada más. Ni amigos, ni trabajo... ni en el grupo de padres o primos estoy. No lo necesito. Y el tema médico realmente es por hacerlo más fácil a otra gente. Si por mi fuera, ni ahí lo usaba”, matiza.

A Francisco y Alejandro les preguntamos el por qué de su rechazo a estas apps. ”¿Y por qué tendría que usarlas?”, repregunta el segundo. “En mi día a día no me aportarían nada; otra cosa sería vivir sin móvil, que puede resultar más difícil, pero hacerlo sin WhatsApp es fácil”. Francisco lo achaca a su entorno: “No me es necesario. Hace años mi círculo de amistades se redujo y aunque hoy es más amplio, no veo necesidad de usarlo. Quién sabe si en el futuro me será fundamental, pero ahora, desde luego, para nada”.

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″¿Sabes?, insisto en sentirme libre porque no me veo atado a un móvil”, prosigue Francisco mientras juguetea con su particular “ladrillo”, un viejo modelo que llama la atención. Está acostumbrado a que se lo señalen: “Llama, manda mensajes... para mí es suficiente”, confiesa antes de seguir con su explicación. “Cuando me encuentro en un sitio, me veo en el sitio donde yo quiero estar, me da igual si hay cobertura, si no hay buena luz para mandar una foto...”.

A Asís le interesa este tema de la independencia. Muestra su locuacidad con una reflexión “entre filosófica y metafísica”: “Somos esclavos de la inmediatez y lo mostramos intentando trasladar un poder que la gente no tiene. Esa necesidad de publicar, de mostrar tu día a día... Hemos hecho comunes actitudes absurdas que hace años hubieran sido impensables. Enviar la foto de una hamburguesa, por ejemplo. Todo por la cultura del lucimiento propio. Es pura apariencia, sin nada de interior, todo externo”, sostiene.

Su rechazo también toca, aunque tangencialmente, el miedo a que se comercialicen sus propios datos. Es un temor cada vez más extendido entre usuarios y no usuarios de redes como Facebook, Instagram y, por supuesto, WhatsApp -todas del mismo grupo empresarial ideado por Zuckerberg-. “Lo que se ve de estas apps no es bueno. Sobre todo porque hay métodos de comunicación que ofrecen más seguridad a tu propia privacidad”, explica Francisco. “Me preocupa el tema de mis datos, sí, pero no es algo que me obsesione. Si no las uso es sobre todo por no sentirme dependiente”, sentencia Alejandro.

Acaban las charlas y miramos nuestros móviles. Uno ha recibido varios “wasaps”. No es el de ninguno de ellos. “Ves, eso no me pasa a mí”, comenta Alejandro entre risas antes de irse “a tomar unas cañas, que me han llamado unos amigos este mediodía”. En el día a día sin wifi ni datos hay espacio para irse de cañas y para otras muchas cuestiones.

Aunque a algunos se les antoje imposible, en 2019 hay vida más allá del WhatsApp.